Anuario del Instituto de Historia Argentina, vol. 23, nº 2, e192, noviembre 2023 - abril 2024. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Historia Argentina y Americana

Dosier

¡Abajo el tirano de Amaya!: un motín partidario en la Penitenciaría de Córdoba (1908-1916)

Milena Luciano
Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad (UNC-CONICET), Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Cita recomendada: Luciano, M. (2023). ¡Abajo el tirano de Amaya!: un motín partidario en la Penitenciaría de Córdoba (1908-1916). Anuario del Instituto de Historia Argentina, 23(2), e192. https://doi.org/10.24215/2314257Xe192

Resumen: La incorporación de las provincias al reformismo penitenciario nacional de finales del siglo XIX no fue una tarea sencilla. En Córdoba la dimensión presupuestaria ocupó un lugar preponderante que demoró la configuración de un área burocrática específica abocada a la administración de la Penitenciaría. En ese marco, las innovaciones producidas en los primeros años de vida del penal se encuentran asociadas a la gestión específica del director Antonio Amaya (1908-1916), funcionario que debió renunciar luego de la sublevación de internos producida el 18 de mayo de 1916. Como demostramos en este artículo, este acontecimiento puso en evidencia la relevancia que tuvieron las luchas provinciales y nacionales para explicar tanto el nombramiento de Amaya como su destitución. A través del análisis de las crónicas de la prensa local y de informes y memorias institucionales, desglosamos las diferentes causas del motín, las demandas de los internos y las conexiones con los cambios políticos producidos con la llegada del radicalismo a la presidencia de la Nación. De este modo, situamos al funcionario en el universo de disputas partidarias, más allá de su voluntad reformadora.

Palabras clave: Penitenciaría de Córdoba, Motín, Partido Autonomista Nacional, Unión Cívica Radical.

Down with the tyrant of Amaya! A partisan riot in the Penitentiary of Cordoba (1908–1916)

Abstract: The incorporation of the provinces into the national penitentiary reformism of the late 19 th century was not an easy task. In Cordoba, the budgetary dimension occupied a preponderant place that delayed the configuration of the specific bureaucratic area dedicated to the administration of the penitentiary. Within this framework, the innovations produced in the first years of the prison’s life are associated with the specific management of the director Antonio Amaya (1908–1916), an official who had to resign after the inmate uprising that took place on May 18, 1916. As we demonstrate in this article, this event revealed the relevance of the provincial and national struggles to explain both the appointment of Amaya and his dismissal. Through the analysis of the chronicles of the local press and institutional reports and memories, we break down the different causes of the riot, the demands of the inmates and the connections with the political changes produced with the arrival of radicalism to the presidency of the Nation. In this way, we place the official in the universe of partisan disputes, beyond his will to reform.

Keywords: Penitentiary of Cordoba, Riot, National Autonomist Party, Radical Civic Union.

Introducción

Cuando Antonio Amaya fue designado director de la Penitenciaría de Córdoba en 1908, la corta vida del establecimiento de encierro, ubicado en el barrio San Martín de la ciudad Capital, estaba marcada por las constantes fugas de internos que aprovechaban las carencias edilicias de la cárcel para emprender sus escapes. Los problemas infraestructurales fueron la principal razón esgrimida por las autoridades de los distintos gobiernos como causante de evasiones y negligencias en la administración penitenciaria. Deficiencias que indudablemente estaban vinculadas con una modesta asignación presupuestaria que solo pudo ser revertida en las gestiones gubernamentales que otorgaron relevancia al área penitenciaria, como ocurrió durante el mandato de José A. Ortiz y Herrera (1907-1909), responsable del nombramiento de Amaya.

En ese marco, las mejoras edilicias y en el régimen interno comenzaron a producirse hasta el punto de posicionar a la Penitenciaría de Córdoba como una de las cárceles de referencia del interior del país. Con Amaya, también se configuró una incipiente burocracia que progresivamente iba logrando ciertos márgenes de autonomía frente a la Policía de la Capital, institución que intervenía permanentemente en su dinámica, habida cuenta de que el personal de guardiacárceles estaba bajo su dependencia (Luciano, 2014).

Otro aspecto destacable de la administración de Amaya fue el sostenimiento prolongado del orden carcelario, situación que se reflejaba en la ausencia de conflictos resonantes –grandes fugas o sublevaciones– que pusieren en jaque su gestión. Antecedentes que marcan el carácter rupturista que tuvo el motín de 1916 que analizaremos en este artículo, planteando una serie de interrogantes sobre sus causas internas, pero, sobre todo, en torno a la injerencia de las transformaciones en la coyuntura política (y partidaria) argentina en los procesos de cambio carcelario.

La dimensión política de las instituciones de encierro argentinas ocupa todavía un lugar secundario en las indagaciones que analizan el período formativo de estas instituciones que tuvo lugar entre finales del siglo XIX y principios del XX. Estas investigaciones abordan el mundo de las ideas representado por los saberes expertos y sus tensiones con el ámbito institucional (Salvatore, 2010), las condiciones materiales del castigo penitenciario (Caimari, 2004), procesos de burocratización, dinámicas carcelarias internas, regímenes (Salvatore y Aguirre, 2017; Silva, 2013; González, 2019), así como también la circulación de saberes profanos materializados en el discurso de la prensa (Caimari, 2007).

Si bien en un comienzo se analizó la Penitenciaría Nacional como modelo de recepción de las innovaciones penales, en los últimos años la escala de análisis se redujo para atender a las especificidades de las trayectorias provinciales, sujetas comúnmente a generalizaciones. Así pues, la profundización de la mirada historiográfica sobre las dinámicas provinciales, de las políticas adoptadas por las distintas gestiones gubernamentales y de sus tensiones con los gobiernos nacionales, propician un marco explicativo integral de los procesos en Neuquén (Bohoslavsky y Casullo, 2008), Santa Fe (Piazzi, 2011), Santa Cruz (Navas, 2012), Tucumán (González Alvo, 2013 y 2022), Córdoba (Luciano, 2014, 2015 y 2015a), La Pampa (Flores, 2018) y San Juan (Kaluza, 2022).

En este artículo, incorporamos las luchas político-partidarias a las dinámicas de cambio de la Penitenciaría de Córdoba en un momento de transformaciones políticas a nivel nacional, signadas por los efectos de la reforma electoral de 1912 y por la llegada de la Unión Cívica Radical (UCR) al poder. Nuestro análisis comprende los sucesos ocurridos en la sublevación de mayo de 1916 en el marco de disputas políticas locales entre conservadores y radicales, que tuvieron como una de sus consecuencias la destitución de Antonio Amaya. En efecto, comprendemos el rol de este funcionario desde su doble dimensión, esto es, como penitenciarista que participó de redes académicas nacionales e internacionales y como parte de una gestión gubernamental desde su nombramiento hasta su renuncia.

El trabajo se estructura en tres secciones. En la primera, reconstruimos el marco de luchas electorales provinciales dentro del cual se inscribió la creación de la Penitenciaría de Córdoba, haciendo mayor énfasis en los gobiernos de José A. Ortiz y Herrera (1907-1909) –mandatario que, como dijimos, designó a Antonio Amaya como funcionario de la Penitenciaría– y de Ramón J. Cárcano (1913-1916), gobernador saliente cuando llegó a su fin, abruptamente, la gestión de Amaya.

En la segunda parte, nos enfocamos en las dinámicas de la institución de encierro, especialmente en las principales innovaciones efectuadas por Amaya y en la resonancia que adquirió la Penitenciaría de Córdoba a nivel nacional, como una cárcel “ejemplar” para otras experiencias provinciales. Finalmente, en la tercera sección, analizamos el estallido del motín de 1916 y sus posibles causas, contraponiendo la crónica del diario La Voz del Interior (LVI) con el informe elaborado por la Comisión Investigadora.

La metodología empleada en este estudio es cualitativa, a través del análisis de fuentes de gobierno (memorias, informes y decretos), leyes, prensa y bibliografía secundaria.

Luchas políticas provinciales: entre roquistas y antirroquistas

El proyecto de creación de la Penitenciaría de Córdoba (1887) fue presentado en la Legislatura en un momento de transición económica y política, característica de una sociedad que se encaminaba hacia un proceso de urbanización. En el terreno económico, la producción agrícola ganadera había permitido el desarrollo y reestructuración del sector primario, incorporando plenamente a la provincia al modelo agroexportador. La expansión de la producción y de la actividad económica también contribuyeron con el desarrollo de la ciudad de Córdoba y su reafirmación como centro de la comercialización y transporte, que requirió del despliegue de obras y servicios públicos. Ese proceso alentó una urbanización signada por la configuración de nuevos barrios, la modificación de otros, la creación de infraestructura; entre otros aspectos, también orientados a “modernizar” las tramas de una ciudad colonial.

Tanto la actividad agropecuaria como la demanda de trabajadores para realizar las nuevas obras promovieron el crecimiento comercial e industrial en la ciudad. Estas ramas abastecían el mercado consumidor recientemente formado, producto de la llegada de importantes contingentes de población provenientes, en su mayoría, del interior de la provincia y de otras regiones del país.

Estas transformaciones fueron encabezadas por un grupo de dirigentes que accedieron al poder provincial a finales de la década de 1870, denominado “juaristas”, un sector político liberal aliado al gobierno nacional. Entre sus principales medidas se encontraba la afirmación del Poder Judicial, que desde entonces inició un proceso de expansión y profesionalización, en procura de superar las herencias hispano-coloniales, mediante una nueva estructura organizativa y criterios de administración judicial conformes a los presupuestos constitucionales (Chaves, 2017).

Los sectores que integraban la elite dirigente provincial eran heterogéneos, ya sea por su procedencia o por sus actividades económicas. En primer lugar, es posible identificar a los letrados, que a su vez se dividían entre aquellos pertenecientes a familias tradicionales y profesionales que se desempeñaban en el Estado. En segundo lugar, a los comerciantes y estancieros que con el despliegue del modelo agroexportador se vieron favorecidos, invirtiendo parte de sus recursos en la educación universitaria. El camino inverso también se producía en el caso de los letrados que optaban por invertir su capital en el sector agropecuario o en la actividad comercial (López, 2013, p. 127). Para integrar estas elites, resultaba fundamental, además de poseer un parentesco (a través de enlaces matrimoniales, por ejemplo), establecer redes de amistad con las familias tradicionales que les permitiesen participar de la vida política local. Para los comerciantes y propietarios agrícolas, el mundo rural era el espacio para consolidar su poder y proyectarse políticamente en las instituciones estatales y legislativas (Moyano, 2009, p. 16). Tal era la situación de los jefes políticos que habitaban la campaña (interior provincial) que actuaban como autoridad directa y representantes del gobernador en dichas zonas, mayormente rurales.

Para comienzos del siglo XX, la Universidad otorgaba atributos suficientes para que sus estudiantes y egresados pudieren insertarse en esos grupos y redes relacionales. Los primeros pasos se transitaban en los cargos municipales, Poder Judicial, Legislatura, hasta alcanzar la gobernación provincial (Moyano, 2009, p. 9). En suma, fueron estos grupos los que proyectaron una cárcel moderna en Córdoba, acorde a los preceptos constitucionales y a lo establecido en el Código Penal de la Nación (1887).

Pero al igual que lo ocurrido con gran parte de la obra pública iniciada en el período, la crisis de 1890 interrumpió los primeros avances del edificio. Este proceso, además, marcó el final del “juarismo” y, en efecto, una reorganización de los grupos dirigentes en Córdoba en donde emergió un nuevo partido político, la Unión Cívica, que al poco tiempo pasó a denominarse Unión Cívica Radical. Esta agrupación se insertó en un contexto de luchas políticas dirimidas entre liberales y católicos, que no necesariamente coincidían con determinados partidos políticos, pues los vínculos personales se encontraban habitualmente por encima de lo partidario (Moyano, 2007, pp.72-73). Esas redes estaban estrechamente ligadas con los grupos que llevaban adelante las luchas por el poder presidencial. Resulta ilustrativo en ese sentido el vínculo de parentesco entre el gobernador Miguel Juárez Celman (1880-1883), concuñado de Julio A. Roca, presidente de la Nación entre 1880 y 1886.1

Bajo este clima de cambios políticos el proyecto penitenciario –que se efectuó siguiendo los planos del ingeniero Francisco Tamburini– retomó su curso en 1895, momento en que fue habilitado el edificio ubicado en el barrio San Martín de la ciudad de Córdoba, a pesar de no encontrarse terminado. Tal determinación obedeció a la necesidad de trasladar reclusos al nuevo edificio, debido a la superpoblación existente en la antigua cárcel pública. De esta forma, mientras se avanzaba en la construcción de la escuela y los talleres (bases fundamentales para la reeducación de los internos), frecuentemente las administraciones del penal lidiaron con evasiones de presos, las que, además de alterar el orden interno, provocaban la destitución de los funcionarios a cargo y la designación de personal policial como directores interinos (Luciano, 2014, pp. 144-145).

Debieron transcurrir varios años para que los asuntos carcelarios regresaran a la agenda pública, esta vez, con la asunción de José A. Ortiz y Herrera a la gobernación provincial en 1907, por el Partido Autonomista Nacional (PAN). Este médico, docente y exrector de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), también se desempeñó como senador del Departamento Cruz del Eje (1881–1893) y vicegobernador de José Figueroa Alcorta (1895-1898) que en esos momentos se encontraba en la presidencia de la Nación y con quien tuvo profundas diferencias que, como veremos, motivaron la intervención de la provincia y posterior renuncia de Ortiz y Herrera en 1909.

El primer signo que auguraba futuras mejoras en la situación carcelaria cordobesa sucedió a partir del aumento presupuestario realizado desde el gobierno para 1908 que destinó un 2,2 % del erario público al área “penitenciaría”, frente al 1,9 % del año anterior (CLDPC, tomos XXXIV y XXXV, 1906-1907). Esta disposición se acompañó de refacciones en el edificio y de un nuevo reglamento interno del establecimiento que contempló la creación de diferentes áreas abocadas a la rehabilitación y reinserción social de los internos: Tribunal de Conducta, Patronato de Liberados, Oficinas Antropométricas, de Identificación e Instituto de Criminología y de la designación de Antonio Amaya como director de la cárcel.

Asimismo, el interés gubernamental por el sector penitenciario fue un medio utilizado para impulsar carreras políticas nacionales, tal como ocurrió con el diputado por Córdoba, Jerónimo del Barco, quien previamente se había desempeñado como vicegobernador de la gestión de Ortiz y Herrera, hasta su renuncia en 1908. El jurista presentó en la Cámara de Diputados de la Nación un proyecto de establecimientos penales junto con el diputado Isidoro Ruiz Moreno. Tomando como referencia el censo carcelario realizado en 1906, Del Barco señalaba:

Si estudiamos el censo carcelario de las sesenta y ocho cárceles del país, incluyendo los territorios nacionales, tenemos un total de 3066 condenados, de los cuales corresponden 1033 a la Capital Federal, 761 a la provincia de Buenos Aires y el resto a las demás provincias y territorios nacionales (…) Estas cifras demuestran sin gran esfuerzo que no es necesario hacer muchas penitenciarías (…) con ampliar los establecimientos existentes, o sea la Penitenciaría Nacional, la colonia de Marcos Paz y el presidio de Tierra del Fuego, y construir un establecimiento que podrá ser fabril o colonia (…) el problema puede quedar resuelto por el momento y aun por varios años. (Del Barco, 1907, pp. 565-566)

Del Barco postuló la propuesta como superadora de aquellas que planteaban la creación de prisiones interprovinciales o regionales, como el camino propicio para expandir los preceptos del castigo humanizado en todas las provincias.2

Después de la renuncia de Del Barco al cargo de vicegobernador, se sucedieron una serie de disputas entre el presidente Figueroa Alcorta y Ortiz y Herrera ocasionadas por las divisiones al interior del PAN. La principal amenaza para el dirigente nacional era el expresidente Julio A. Roca, quien sostenía reuniones frecuentes con el arco político local del partido para acordar futuras candidaturas, encuentros que se llevaban adelante en estancias ubicadas en el interior de Córdoba. En ese marco, el proyecto de reforma constitucional presentado por el gobernador de Córdoba en 1907 encontró un clima hostil y poco propicio para su materialización. Ortiz y Herrera impulsaba un proyecto de representación de las minorías a través del cual se buscaba eliminar el faccionalismo existente que, debido al control que ejercía el roquismo en la Legislatura, fue obstaculizado y finalmente reprobado (Chaves, 2000). La intervención federal, como adelantamos, motivó la renuncia del gobernador Ortiz y Herrera en 1909, dando paso al nombramiento de sucesivos gobernadores con períodos de gestión muy acotados (en su mayoría, meses, incluso días).

Sin embargo, la “impronta reformadora” del gobierno depuesto tuvo continuidad en la Penitenciaría de Córdoba en la gestión de Antonio Amaya. Así como Ortiz y Herrera fue el responsable del nombramiento del mencionado director, el gobierno de Ramón Cárcano potenció aún más los “avances” en el régimen penitenciario y en las condiciones materiales de vida de los internos. En otras palabras, Cárcano también destinó a la política carcelaria una atención importante de su obra de gobierno, tal es así que durante esos años la cárcel del barrio San Martín fue publicitada como una cárcel modelo del interior del país.

Los inicios de la carrera de Cárcano estuvieron asociados al anticlericalismo y a la figura de Figueroa Alcorta, siendo también un “letrado” que por un tiempo orientó sus ocupaciones a la actividad agropecuaria, que le permitieron tejer lazos con hacendados y estancieros del sudeste cordobés. Para los comicios de 1912, Cárcano era el candidato que representaba al antirroquismo, con estrechos lazos con sectores liberales, católicos, familias tradicionales, sector empresarial y agrícola, universitarios, así como también de los sectores medios; situación que le permitió disputar el poder con el radicalismo, en ascenso luego de la Ley Sáenz Peña (De Goycochea, 2018, pp. 36-42).

Junto con la formación de partidos políticos y el voto secreto, la sanción de la Ley electoral de 1912 imprimió cambios en el juego político en la medida que permitió la representación de la primera minoría y que planteó ciertos obstáculos para la coerción de votantes, no así de las relaciones clientelares, que continuaron (Vidal, 2013, p. 151). En este sentido, durante esta etapa de transición, persistieron varios elementos característicos de las luchas políticas del giro de siglo (entre clericales y liberales) y de los modos de inserción de las elites dirigentes.

En su discurso de asunción al cargo de gobernador, Cárcano señalaba:

La experiencia impone la profesión de ideas prácticas y la unión y esfuerzo persistentes; impone el abandono de normas y recursos arcaicos; la confianza en la irradiación de tradiciones, las evocaciones trágicas, las pasiones agresivas, la mala fe y la mentira. El pueblo seguro de la espontaneidad de su voto, por el admirable mecanismo de la ley electoral aprenderá a no dejarse engañar, y no han de seducirlo los que más prometen, ni los que más amenacen, sino los que más trabajen. (Cárcano, 1913, pp. 23-24)

El gobernador también dedicó al área penitenciaria un lugar importante en materia presupuestaria, especialmente, al taller de imprenta que durante su gestión comenzó a publicar gran parte de la documentación de organismos estatales. A la vez, se ampliaron y adecuaron los talleres de herrería y carpintería, asignándoles nuevos locales (CLDPC, tomo XLIII, 1916, p. 291). Con Cárcano también fue conformada la comisión del Instituto Criminológico de Córdoba, hecho que ilustraba el impulso científico y reformista que pretendía imprimir en el establecimiento carcelario al que consideraba “entre los más adelantados del país”.

En las elecciones de 1916 el Partido Demócrata (surgido tres años antes sobre las bases del PAN) fue derrotado por la fórmula radical que integraban Eufrasio Loza y Julio Borda, replicando a nivel provincial el triunfo de Hipólito Yrigoyen. Loza representaba al sector clerical y conservador, denominado “radicalismo azul”, una de las tendencias que dividían a la UCR y que tenían como facción antagónica a los “radicales rojos” o liberales. Estas disputas erosionaron al poco tiempo el gobierno de Loza hasta conducirlo a su renuncia en 1917 (Vidal, 2013, pp. 135-138).

En síntesis, las dinámicas de las luchas políticas en Córdoba, durante la primera década del siglo XX, pueden comprenderse dejando en un segundo plano –todavía– las estructuras partidarias, pues la división principal entre diferentes grupos estaba dada por los conflictos entre liberales y clericales, más allá de sus alineamientos con el PAN, UCR o Partido Demócrata.

Otra característica del juego político que perduró en esta etapa fue la alianza entre las elites en el poder provincial y las elites nacionales. El caso de la intervención federal ordenada en Córdoba en 1909, ante los desacuerdos entre Ortiz y Herrera y Figueroa Alcorta es un ejemplo de dicha situación, que a la vez revelaba un modo de ejercicio del poder del PAN, previo a la reforma electoral de 1912. Ahora bien, ¿cómo afectaron estos procesos políticos a la realidad carcelaria provincial? A continuación, intentaremos comenzar a responder este interrogante, recuperando las principales acciones de Antonio Amaya en la Penitenciaría de Córdoba hasta adentrarnos en los primeros signos de crisis de su gestión.

La voluntad reformadora de Amaya (1908–1916)

Nuestra cárcel en nada semejante a la triste prisión de 1907 y años anteriores, ha entrado por fin en la vía de seguro progreso que fuera siempre el anhelo del Gobierno (…) Quien no haya conocido la cárcel antigua con el largo cortejo de sus vicios, no puede medir su valor de entonces y su estabilidad de ahora. Pero para felicidad de todos y de todo, el recuerdo de la vieja prisión se va perdiendo. Nada denuncia una memoria de cosas que bochornosamente fueron. En todos los órdenes y en todas las fases, la evolución se ha operado. Nada, justicieramente hay que decirlo, ha quedado como era, porque el vuelco radical que debía operarse en la tambaleante construcción de otrora, hasta sus cimientos debían ser sacados. (AHPC, Informe general del año 1911, 26/2/1912, 1911, Serie Penitenciaría, t. XIX, fs.250-251)

El fragmento de la memoria anual del establecimiento elaborada por Antonio Amaya ponía de manifiesto el discurso sostenido por el funcionario durante toda su gestión, en el cual apelaba a un pasado cercano de carencias y negligencias que se extendía hasta 1908, año en que se produjo su asunción como director. La información sobre la trayectoria previa de Amaya es escasa, y solo disponemos de algunos datos sobre posibles familiares del funcionario que pertenecieron a la fuerza policial, como Francisco Amaya que se desempeñó primero como teniente del cuerpo de guarnición (1878), luego como comisario de órdenes (1891), ocupando el cargo de director interino de la Penitenciaría en 1903, luego de una fuga de presos (CLDPC, 1878- 1908).

Sin embargo, Antonio Amaya recién tuvo participación en el mundo carcelario en enero de 1908 como alcaide, para convertirse en director en junio de ese mismo año. Su faceta de “reformador” no debe ocluir su rol político como funcionario y sus vínculos con los actores burocráticos nacionales, atributos que le permitieron participar, como veremos más adelante, del Congreso Penitenciario de Washington en 1910. En esa misma línea, se comprende la permanente publicidad que tuvo el establecimiento penitenciario de Córdoba en esos años, que motivaba la visita de autoridades penitenciarias provenientes de otras provincias, e incluso de los medios nacionales.

Con Amaya, las innovaciones que planteaba el positivismo criminológico en boga en las aulas universitarias de Buenos Aires y de Córdoba, por primera vez, comenzaban a implementarse en la cárcel provincial. En los lineamientos desplegados en su gestión tuvo centralidad la noción del delito como hecho social, en reemplazo de aquellas concepciones que hacían foco en la responsabilidad jurídica del sujeto que delinquía. Estos principios conllevaban una estrategia defensista, basada en criterios experimentales según los cuales era necesaria la observación del comportamiento y características de los criminales para definir un tratamiento individualizado (Luciano, 2015a, pp. 102-103).

La formación del Tribunal de Conducta fue una de las primeras medidas adoptadas por la gestión de Amaya. Esta sección estaba conformada por un capellán, los directores de talleres y de la escuela, un alcaide y el director de la institución. Su misión era registrar en libretas específicas el comportamiento de los recluidos estableciendo un régimen de premios y castigos. En otras palabras, se clasificaban las conductas de los internos como “mala” o “pésima”, por ejemplo, y luego el tribunal disponía restricciones en los beneficios que les correspondían. Estas sanciones, no obstante, podían ser anuladas si los internos confesaban sus actos o bien manifestaban arrepentimiento (Luciano, 2015, p. 55).

Otro acontecimiento de gran importancia para la política carcelaria cordobesa fue la participación de Amaya en el Congreso Penitenciario de Washington (1910), como integrante de la delegación argentina encabezada por el director de la Penitenciaría Nacional, Armando Claros. La combinación de modelos penitenciarios norteamericanos con nociones criminológicas de origen europeo era una práctica habitual en los especialistas de la época (Salvatore, 2010, p. 222). Incluso, como puede observarse tanto en las tesis de doctorado de derecho de la UNC (Luciano, 2013), como en el informe redactado por Amaya sobre el Congreso; las discusiones sobre modelos carcelarios que tenían lugar en esos espacios lejos estaban de la situación penitenciaria de Argentina. Un ejemplo de ello era el problema de la reincidencia y las modificaciones que requería la cárcel reformatorio, modelo que tenía como referencia a la institución de Elmira (Nueva York), y que contemplaba la gradualidad de la pena y la sentencia indeterminada (Luciano, 2015a, p. 113). Escenario que contrastaba con la situación de la mayoría de las cárceles de las provincias que recientemente habían comenzado a acondicionar sus establecimientos a los preceptos reformistas.

Finalmente, la creación del Instituto Criminológico de Córdoba, decretada por el gobernador Cárcano en 1913, fue la sección más representativa de las intenciones locales por incorporar los principios positivistas al régimen penitenciario provincial. Si tomamos como referencia el instituto fundado por José Ingenieros en la Penitenciaría Nacional en 1907, difícilmente encontremos en Córdoba una sección similar que haya funcionado con local propio y con cierta regularidad. No obstante, el decreto firmado por Cárcano posibilitó un marco normativo para el intercambio entre estudiantes y profesionales de medicina de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y el establecimiento penitenciario. Allí, los alumnos y docentes de la Casa de Trejo pudieron efectuar estudios, observaciones y prácticas que luego fueron publicadas en revistas especializadas. En este sentido, se observa la presencia de Virgilio Ducceschi y Nicasio Salas Oroño, reconocidos docentes de la cátedra de Medicina Legal y Toxicología (UNC) que formaban parte de la comisión ad honorem del instituto, junto con los juristas Enrique Martínez Paz, Nicanor Sarmiento y Julio Rodríguez de la Torre (Luciano, 2015, p. 63). El funcionamiento esporádico del instituto quedaba plasmado también en la información contenida en las fichas criminológicas, en su mayoría incompletas o con datos fragmentados.

Difundir las innovaciones producidas en la penitenciaría fue una tarea de gran importancia para Amaya y el gobierno provincial, que intentaban postularla como un establecimiento similar a la Penitenciaría Nacional. Además de las visitas de funcionarios de otras cárceles provinciales, como sucedió con Leandro Araoz, director de la penitenciaría de Tucuman,3 los medios de prensa locales y nacionales seguían de cerca las actividades del penal. En 1912, un corresponsal de la revista Caras y Caretas visitó la cárcel ubicada en barrio San Martín destacando, entre otros aspectos, el trato cercano y humanitario que tenía Amaya con los internos:

es curioso ver, como el director Amaya se pasea entre sus presos, serenamente, sin armas, sin inmutarse, dirigiendo una que otra pregunta a los presos, hablándoles amablemente.

¿Y no hay peligro? –le pregunté.

Ya lo ve –me replicó sonriendo– Es todo cuestión de disciplina. Tienen sus compensaciones. El uso de ciertos útiles lo consiguen por grados de conducta. Si se portan bien, tienen derecho a muchas cosas de que se les priva si se portan mal. Después, es un castigo atroz el que no se les permita venir al taller. Se acostumbran de tal modo al trabajo, que les resulta abrumador el día de encierro que suele imponérseles como castigo. (“La Penitenciaría de Córdoba”, Caras y Caretas, 21 de diciembre de 1912)

El régimen de premios y castigos llevado adelante a través del tribunal de conducta parecía tener sus frutos, según lo manifestaba Amaya, para quien la disciplina era la base fundamental para el buen funcionamiento de la institución a su cargo. Pero esta visión positiva que transmitía la publicación se topó con una nueva coyuntura electoral en 1915, que marcó el fin del gobierno de Cárcano para dar paso a la etapa radical, liderada por Eufrasio Loza. Fue el diario El Heraldo, medio de prensa local que respondía al Partido Radical, el que comenzó a cuestionar la gestión de Amaya, a poco menos de un mes después de celebrarse los comicios de noviembre de 1915.

Los dos principales focos de conflicto para la gestión de Amaya, según la denuncia anónima de un preso publicada por El Heraldo, eran la alimentación y salud de los internos. Sobre el primer punto, se manifestaba que las raciones eran menores que las estipuladas en el reglamento, a la vez que el estado de los alimentos no era el adecuado ya que el mate cocido en realidad era “agua sucia” mientras que los fideos se encontraban en estado de putrefacción. En el testimonio, un interno exponía que sufría una enfermedad en sus intestinos (disentería) causada por bacterias que habitaban comida y agua contaminadas, razón por la cual recibió asistencia en la enfermería en donde el médico de la penitenciaría le habría dicho que

para alimentarme era preciso que yo hiciera traer la comida por mi cuenta de afuera, porque la Dirección estaba en crisis y no podía proveerme de la necesaria. El director dice que él no puede hacer nada, está en crisis, y por lo tanto hay que morirse de hambre. El hecho es que se han muerto dos presos días tras otros, de muerte casi repentina. (“Ecos de la cárcel, cargos muy graves”, El Heraldo, 26 de diciembre de 1915)

En el sumario iniciado contra las autoridades de la institución se justificaron las bajas raciones en las diferencias que presentaba el establecimiento respecto a la Penitenciaría Nacional, modelo de referencia para definir las proporciones. En efecto se sostenía que, debido a los extensos períodos de ocio que tenían los internos de la cárcel ubicada en San Martín, resultaban innecesarias esas cantidades de alimento (Luciano, 2015, p. 32).

A pesar de que los cargos pudieron ser desestimados por la administración de la penitenciaría, la denuncia indudablemente marcó un parteaguas en la gestión de Amaya, quien manifestó ser víctima de una campaña en su contra por parte del diario El Heraldo. En este sentido, LVI hizo pública una nota enviada por el director penitenciario al Ministerio de Gobierno en la cual informaba que llevaría a la Justicia del Crimen a los autores de la denuncia difundida en El Heraldo, señalando que

Si bien es verdad que en la prédica del aludido diario no se tocan puntos que afecten mi honradez en el manejo de los fondos de administración del establecimiento, en cambio, se ataca mi actuación en la faz técnica, diré, de mis conocimientos para cimentar de acuerdo a nuestro medio ambiente y necesidades de toda índole que de él se derivan, la implantación del régimen carcelario en consonancia con los principios de orden científico, legal y práctico, más adecuados para conseguir lo que en esta materia constituye su suprema aspiración: la regeneración del delincuente y aminoramiento del delito. (“Penitenciaría de Córdoba. A propósito de una campaña”, LVI, 20 de enero de 1916. Destacado de la autora)

A pocos meses de producirse el cambio de gobierno en Córdoba, el fin de la gestión de Amaya se hacía cada vez más cercano. Más allá de su labor como reformador, de las mejoras que atravesó el régimen penitenciario y la infraestructura carcelaria durante el tiempo que se extendió su presencia en el establecimiento, los directores –al igual que otros cargos jerárquicos en otras burocracias (o incipientes burocracias) estatales– se encontraban estrechamente vinculados con los mandatos gubernamentales y con determinados proyectos políticos. Estos cambios no solo afectaban la composición del personal –especialmente cargos superiores– sino a la extensión misma de cada burocracia, ya sea sufriendo recortes o bien expandiéndola (Oszlak, 2006) como ocurrió en el transcurso de los años en que Cárcano fue gobernador.

En ese contexto, el reclamo de Amaya, a la vez que expresaba un procedimiento formal de un funcionario público que se encontraba envuelto en un conflicto que cuestionaba su actuación, denotaba su intención de otorgarle continuidad a su carrera como penitenciarista, como había ocurrido cuando fue designado por el gobernador José A. Ortiz y Herrera en 1908. Sobre este aspecto habría circulado “una versión, con la cual quería afectarse la susceptibilidad caballeresca del señor Antonio Amaya”, en donde se afirmaba que el director de la Penitenciaría de Córdoba se reunió con Eufrasio Loza –electo como gobernador en los comicios de 1915– para ponerse “incondicionalmente a sus órdenes”, expresando sus deseos de incorporarse al Partido Radical.

LVI fue el medio de prensa utilizado por la administración de Amaya para desestimar rumores y establecer una versión oficial de los hechos. En la publicación de febrero de 1916, se consignó una carta que envió el propio Amaya a Eufrasio Loza, en donde le solicitaba al futuro mandatario provincial que le respondiere “si tiene motivo fundamental la versión circulante”. Frente a esto, Loza contestó que “no es exacto que Ud. me haya visitado, ni que se haya puesto a órdenes, ni tampoco me haya expresado deseos de ingresar al Partido Radical” (“El director de la Penitenciaria. Desvirtuando una versión”, LVI, 3 de marzo de 1916).

En rigor, el clima político que atravesaba Córdoba era un reflejo de la situación que acontecía a nivel nacional con la llegada del radicalismo a la presidencia que, como todo cambio o transición, planeaba un marco de oportunidades para el ascenso de otros actores burocráticos. Como veremos en el próximo apartado, los internos de la Penitenciaría de Córdoba no fueron ajenos a esa situación, e intentaron mejorar sus condiciones de reclusión o bien obtener su libertad amparados en prácticas que se venían desarrollando años atrás, esto es, en la gracia y el indulto, facultades que poseían los gobernadores.

“Todo es cuestión de [in] disciplina”: el motín carcelario de 1916

Como señalan Richard Sparks y Anthony Bottoms (2007) la construcción, sostenimiento y ruptura del orden carcelario involucran relaciones de poder apoyadas en el grado de legitimidad que poseen las autoridades superiores de parte de los actores que están sujetos a la misma. En el universo carcelario en donde las relaciones de poder son coercitivas, resulta primordial que los internos visualicen el régimen y sus condiciones de reclusión en términos de justicia y trato equitativo, dentro de las restricciones que se les imponen. De este modo, en los momentos de mayor conflictividad, como veremos a continuación como ocurrió en el motín de 1916, se evidenciaron no solo reclamos concretos en torno a necesidades básicas de alimentación y salubridad de los recluidos, sino también la ruptura de un orden que, a pesar de sus altibajos, poseía cierta continuidad como parte de relaciones de legitimidad entre autoridades penitenciarias y presos.4

Los primeros conflictos surgieron el día 17 de mayo, durante la tarde, cuando los internos –que se encontraban saliendo de la escuela– comenzaron a gritar “¡Viva el partido radical! ¡Viva el Dr. Loza! ¡Viva el Dr. Elpidio González! ¡Abajo el tirano de Amaya!”. Para los guardias no resultó tarea sencilla acallarlos, necesitando de la intervención de un penado que ayudare a “calmar los ánimos”, ubicar a los reclusos en sus celdas y a colocar los respectivos cerrojos. Esa misma noche, Amaya ordenó que los internos “promotores del desorden” fueren separados de sus celdas y enviados al sótano de castigo, hecho que provocó una ola de gritos y golpes de parte del resto de penados y procesados, que se acrecentaron a lo largo de toda la noche.

El punto más álgido del conflicto se produjo al día siguiente, cuando los procesados lograron romper los cerrojos ayudados con hierros y palos, provocando la retirada de las autoridades que se refugiaron en el sector de la dirección. En efecto, fue desde el pabellón ocupado por encausados que se produjeron los inicios de la sublevación, que continuaron en el resto del establecimiento, avanzando sobre el pabellón de penados. Los acontecimientos posteriores estuvieron marcados por la destrucción de amplios sectores de la penitenciaría: talleres, museo, oficinas de la administración; sin avanzar, sin embargo, sobre la carpintería y la capilla ubicada en el centro del edificio (“En la Cárcel Penitenciaria. La sublevación de los asilados. Cómo se produjeron los hechos. El supuesto origen de la sublevación”, LVI, 19 de mayo de 1916).

De los sectores mencionados, el museo en particular era un lugar estratégico para continuar con el motín, porque allí se encontraban exhibidas armas de fuego y cuchillas. Vale remarcar que este espacio, recientemente inaugurado, respondía a una iniciativa enmarcada en la expansión del positivismo criminológico de principios de siglo, que planteaba la creación de estos museos en donde se exponían diferentes dimensiones referidas a la criminalidad, ya sea fotografías de tatuajes y otros signos que solían poseer en sus cuerpos los sujetos que delinquían, junto con armas o instrumentos que utilizaban para cometer los delitos (Luciano, 2022, p. 199).


Figura 1: “Visita de cortesía”, LVI, 21/5/1916

El control del establecimiento recién se pudo lograr cuando arribaron tropas del Ejército nacional. Al mismo tiempo, se presentó en la cárcel el flamante gobernador de la provincia, Eufrasio Loza, que había asumido su cargo el día 17 de mayo. Los medios provinciales y nacionales destacaron el encuentro entre Loza y uno de los penados que encabezó la sublevación; a modo de sátira Caras y Caretas publicó una caricatura titulada “negociaciones diplomáticas” (27 de mayo de 1916), en tanto LVI hizo lo propio haciendo hincapié en la entrega de cigarrillos y juguetes por parte de los funcionarios públicos como forma de mediar el conflicto y llegar a un acuerdo, en una caricatura de Loza denominada “Visita de cortesía” (figura 1).

Las dos principales versiones sobre lo ocurrido en las jornadas del 17 y 18 de mayo provienen, por un lado, del diario LVI que en muchas ocasiones tuvo una postura bastante favorable respecto a la gestión de Amaya, siendo el espacio en donde el funcionario pudo defenderse de las acusaciones de El Heraldo, como analizamos párrafos atrás. Por el otro, se halla la información (oficial) recabada por la Comisión Investigadora integrada por los Dres. Enrique Martínez Paz, Pedro Funes Lastra y Samuel Castellanos, publicada en forma textual en dicho medio. A continuación, realizaremos una reconstrucción de las posibles causas del motín señaladas por ambos registros.

Las escasas raciones de alimento recibidas por los presos era una problemática que estaba en el centro del debate público desde hacía varios meses. Sin embargo, como había ocurrido en diciembre de 1915, la Comisión desestimó este factor como una causa del motín, pues consideraba que “observando las condiciones físicas de los recluidos y el estado de salubridad general, muy satisfactorios, la llevan a concluir que no debieron ser aquellos tan malos ni tan escasos como se ha aseverado”. En cambio, se destacaron como causantes del desorden y de la indisciplina las malas condiciones edilicias de la Penitenciaría, que no permitían la correcta implementación del régimen carcelario, en particular de la incomunicación y aislamiento entre reclusos. De este modo, eran la fragilidad de las puertas y de los candados colocados en los pabellones y celdas los que afectaban la seguridad del edificio y las tareas de vigilancia (“La sublevación en la Penitenciaría. La tarea de la Comisión Investigadora. El informe presentado. Texto íntegro del mismo”, LVI, 4 de agosto de 1916).

La rigidez del régimen disciplinario implementado por Amaya fue una de las posibles causas que tomó mayor trascendencia. Para LVI debía relativizarse la versión sobre los malos tratos recibidos por los internos, por dos razones. Primero, porque si se comparaba la vida del “hombre libre” con la del recluido, siempre resultaría despótico un régimen disciplinario. En segundo lugar, porque en todo caso sería cuestionable un régimen disciplinario que no fuere aplicado de manera equitativa para todos los presos, en otras palabras, si “se tuviera para algunos concesiones o preferencias odiosas o se midieran las faltas con diferente criterio según el penado” (“En la Cárcel Penitenciaria. La sublevación de los asilados. Cómo se produjeron los hechos. El supuesto origen de la sublevación”, LVI, 19 de mayo de 1916), situación que no ocurría.

Para la Comisión Investigadora el castigo era una parte esencial para el sostenimiento del orden en cualquier institución de encierro, tal como sucedía en prisiones modelo de Estados Unidos y Europa. Por lo tanto, la investigación realizada se ajustó a criterios legales, tomando distancia de todo tipo de “sentimentalismos”. Según el informe, las penas aplicadas tuvieron siempre sumarios previos en donde se demostraba la comprobación de las faltas en los libros de castigo. Asimismo, no observaron penas impuestas que no se hayan encuadrado en el reglamento vigente, señalando que aquellas que se extendieron en el tiempo fueron por tratarse de internos “incorregibles” que, una vez levantado el castigo, reincidían en la falta (“La sublevación en la Penitenciaría. La tarea de la Comisión Investigadora. El informe presentado. Texto íntegro del mismo”, LVI, 4 de agosto de 1916).

Desestimadas las motivaciones relativas a la aplicación del régimen interno (alimentación y disciplina) las causas políticas cobraron centralidad tanto para la Comisión como para el diario cordobés. La tenaz campaña periodística en contra de la administración de Amaya habría tenido una incidencia que traspasó los muros carcelarios, expandiendo entre los internos la expectativa de obtener beneficios con el cambio de gobierno:

El cambio del régimen político llegó a hacerles creer [a los recluidos] además que alcanzaría hasta modificar sustancialmente el orden establecido en la cárcel, no faltando quien alentara la esperanza de alcanzar una inmediata libertad. La ocasión se ofrecía pues propicia, y así el 17 de mayo coincidiendo con el cambio de las autoridades de gobierno, movidos los unos por la esperanza de obtener una completa liberación de sus penas y los otros por el simple deseo de liberarse de sus carceleros, estallaron en gritos airados. (“La sublevación en la Penitenciaría. La tarea de la Comisión Investigadora. El informe presentado. Texto íntegro del mismo”, LVI, 4 de agosto de 1916)

Esta capacidad de reacción de los presos frente al contexto político cambiante se encontraba favorecida, según una editorial de LVI, por una crisis en el “principio de autoridad” que debía regir en la institución. Esas condiciones se habrían profundizado en el transcurso del motín, en el cual los funcionarios en el gobierno cometieron el error de considerar a los presos sublevados como “ciudadanos en pleno uso de sus derechos civiles” que recurrieron a la protesta como medio para mejorar sus condiciones de vida en el encierro. En esa dirección, estos actos habían creado en la población carcelaria la idea de que poseían la fuerza suficiente para destituir a un funcionario jerárquico, pensamiento reforzado con la visita del gobernador Loza. En suma, el diario sostenía que estos acontecimientos resultarían problemáticos en un futuro cercano para mantener el orden en la Penitenciaría (“Ecos del día”, LVI, 21 de mayo de 1916).

Tal como había vaticinado LVI, los sucesos producidos en mayo en la Penitenciaría siguieron teniendo repercusiones meses después, debido a la evasión de ocho internos que tuvo lugar la madrugada del 3 de julio y que puso en cuestionamiento nuevamente los inconvenientes disciplinarios que tenía el régimen adoptado, aún luego del cambio de autoridades. Este hecho dejaba en claro que no era suficiente el recambio de personal jerárquico y subalterno para la “normalización” del establecimiento de encierro. Sobre dicho aspecto versó principalmente la interpelación realizada por la Cámara de Diputados de la provincia al ministro de Gobierno Juan Barrera. Otras preguntas estuvieron referidas al estado actual del régimen disciplinario, condiciones de seguridad, monto estimado para reparaciones de los sectores deteriorados o destruidos durante la sublevación y sobre las medidas adoptadas luego de la evasión de julio (“Cámara de Diputados. La interpelación de ayer. Los asuntos de la Penitenciaría”, LVI, 14 de junio de 1916).

El ministro, por su parte, sostuvo que el régimen carcelario y disciplinario se encontraba normalizado, mientras que los problemas de seguridad del edificio aún subsistían, siendo esa la causa principal de la sublevación de mayo. En cuanto a los gastos que demandaron las reparaciones, no podía tener más que un monto estimado, debido a la inexistencia de un inventario. Su defensa sobre el nuevo personal asignado quedó claramente afirmada en su declaración, al sostener que los planes de evasión de julio habían comenzado en abril de ese año, cuando se dio inicio a las excavaciones por donde escaparon los internos. En efecto, atribuía la responsabilidad del hecho a la administración de Amaya.

Ante esta respuesta, los debates continuaron entre los representantes de los bloques del radicalismo y los demócratas, en torno a la imagen que había intentado trasmitir “al afuera” la gestión de Amaya y la “realidad” que vivían los internos cotidianamente, marcada por la carencia de alimentos, insalubridad y excesivos castigos. En el cierre de la sesión, se designó una Comisión Investigadora que llevare adelante un informe sobre la fuga de julio.

En rigor, el motín de 1916 marcó la ruptura de un orden aparente que rigió en la Penitenciaría de Córdoba durante casi diez años, que la posicionaba como un modelo a seguir por las administraciones carcelarias provinciales. Este lugar ejemplificador que ocupó durante ese tiempo no solo remitía a la figura del “reformador” Amaya, sino también al gobernador Ramón Cárcano. De modo que la obra penitenciaria adquirió relevancia como obra de gobierno y, en consecuencia, como propaganda política.

A modo de cierre

Las víctimas obscuras de la crueldad de las leyes caían sin ser notadas por el Soberano; pero cuando alguna lograba hacerse notar y compadecer por una circunstancia cualquiera; cuando había algo en ella que la hacía considerar como semejante, entonces el corazón y la conciencia se congratulaban de hallar en el derecho de gracia un medio de evitar el doloroso conflicto sin alterar el orden establecido, y de armonizar la crueldad con la santidad de las leyes. (Concepción Arenal, El derecho de gracia ante la justicia, 1890)

Las expectativas de liberación de los internos de la Penitenciaría de Córdoba, frente a la asunción de un nuevo gobernador, estaban sustentadas en la trayectoria histórica de las instituciones carcelarias argentinas, en las cuales el primer mandatario provincial tenía la facultad de perdonar o indultar a los presos que demostraren signos de rehabilitación y buena conducta. Asimismo, durante las visitas de cárceles efectuadas por los Jueces del Crimen, Jueces de Paz, Ministerio Fiscal, abogados defensores y miembros del Tribunal Superior de Justicia, se ejercían funciones similares, receptando demandas de los internos y acelerando la tramitación de las causas para de ese modo excarcelar, especialmente, a los procesados que se encontraban recluidos en el establecimiento. El objetivo principal de estas visitas –realizadas de manera bastante esporádica– era descomprimir la superpoblación carcelaria que, en tiempos de la cárcel pública, obligaba a algunos internos a dormir afuera, debiendo soportar temperaturas extremadamente bajas (CLDPC, “Mandando que todos los presos cuyas causas no fueren capitales, dando fianza a satisfacción del juez, pueden ser excarcelados”, 3 de julio de 1866, t.I, pp. 286).

Con el traslado de los internos al edificio de barrio San Martín, las prácticas del indulto y de la gracia continuaron, como lo ilustra la visita al penal del sacerdote José Gabriel Brochero, en 1900, a pocos días de celebrarse navidad y año nuevo. El cura solicitó al gobernador la gracia a doce de los cien presos que se encontraban a la espera de una condena, desde hacía más de tres meses. En una carta publicada en el diario católico Los Principios de la ciudad de Córdoba, Brochero mencionaba la colaboración de las Damas de Córdoba y otras autoridades locales en la petición, criticando las demoras de la Justicia provincial para tramitar las causas iniciadas ("Del Señor Brochero. Carta a los presos", Los Principios, 25 de diciembre de 1900).

Estos antecedentes ponen en contexto la agencia de los presos que el 17 de mayo de 1916 realizaban cánticos a favor de Eufrasio Loza y otros “correligionarios”, a la vez que permiten comprender la decisión de Loza de asistir a la Penitenciaría y conversar con uno de los sublevados para “negociar” la normalización del penal. Estos factores, si bien explicarían los intereses inmediatos de los presos que comenzaron con la sublevación, resultan insuficientes para entender la destitución de Amaya. Puntualmente porque la obtención de gracias e indultos eran parte de un modo institucional de resolver –provisoriamente– deficiencias infraestructurales de la cárcel cordobesa que habitualmente se encontraba con serios problemas de insalubridad que afectaban a los internos. Sin embargo, esta dinámica no demandaba necesariamente un cambio de gestión para poder ejecutarse.

Como vimos en este artículo, tanto la emergencia como la trayectoria posterior de la Penitenciaría de Córdoba estuvo ligada a los vaivenes de las luchas políticas provinciales y nacionales. De este modo, la designación de Amaya se apoyó, en un principio, en la gestión del gobernador Ortiz y Herrera, quien en su corto mandato permitió fijar los cimientos de una incipiente reforma penitenciaria en Córdoba que pudo profundizarse con el gobernador Cárcano. Bajo esas condiciones, el director Amaya se integró a las redes nacionales de penitenciaristas, participando de congresos internacionales –como ocurrió en 1910– y exhibiendo en los próximos años de su gestión las innovaciones en el régimen a aplicar, llegando incluso a postularse como un referente de las penitenciarías provinciales.

Esa “voluntad reformadora” –entremezclada con propaganda gubernamental– encontró sus límites con el cambio de gobierno que no solo significó el desplazamiento de los demócratas por parte de los radicales, sino fundamentalmente de los sectores anticlericales representados por Cárcano, en manos del clericalismo encabezado por Loza. En ese escenario, la carrera del “reformador” Amaya quedó supeditada, en gran medida, a la posibilidad de integrarse al Partido Radical. En ese estado de cosas, resta por saber el rol que tuvieron los empleados de su administración para facilitar la sublevación, aspecto que se deja apenas entrever en las publicaciones de LVI y en el informe elaborado por la Comisión Investigadora.

Fuentes

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Notas

1 Roca ejerció un segundo mandato presidencial entre 1898 y 1904.
2 Entre los antecedentes del proyecto de Del Barco encontramos una propuesta presentada en el Congreso Nacional en 1870 por los diputados Vélez, Zavalía y Ortiz que planteaba la creación de una Penitenciaría Nacional en la provincia de Córdoba (Congreso Nacional, Cámara de Diputados, Actas de sesiones, 1870, p. 395). Años después, los diputados Rodríguez, Larguía, Funes y Zavalia presentaron otro proyecto que incluyó a Córdoba en una red penitenciaria nacional, conformada por cuatro cárceles regionales (Del Barco, J., , 1907, p. 564).
3 La noticia fue titulada como: “Penitenciaría de Córdoba. Honrosa distinción”, en La Voz del Interior (LVI), 12 de abril de 1913.
4 El título parafrasea la respuesta de Antonio Amaya al medio Caras y Caretas cuando el corresponsal le preguntó sobre el orden carcelario existente en la Penitenciaría, a lo que el funcionario respondió: “todo es cuestión de disciplina”.

Recepción: 15 Mayo 2023

Aprobación: 14 Julio 2023

Publicación: 01 Noviembre 2023

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