Anuario del Instituto de Historia Argentina, vol. 22, nº 1, e164, Mayo - Octubre 2022. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Historia Argentina y Americana

Artículos

En las fronteras del marxismo: un análisis crítico de los principales conceptos de Edward Palmer Thompson y Raymond Williams

Santiago Stavale

CONICET/Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Cita recomendada: Stavale, S. (2022). En las fronteras del marxismo: un análisis crítico de los principales conceptos de Edward Palmer Thompson y Raymond Williams. Anuario del Instituto de Historia Argentina, 22(1), e164. https://doi.org/10.24215/2314257Xe164

Resumen: Edward Palmer Thompson y Raymond Williams fueron dos de los intelectuales más influyentes del marxismo británico y fundadores de la corriente llamada Estudios Culturales. En abierta discusión con las visiones economicistas del marxismo y las posiciones del estructuralismo althusseriano, dieron un profundo debate sobre categorías centrales del marxismo, haciendo eje en el carácter histórico de los fenómenos sociales, rechazando las visiones reduccionistas sobre la cultura y reivindicando el carácter activo de los agentes en la construcción de su propia vida. El presente artículo realiza una reflexión crítica sobre sus definiciones y las discusiones que proponen alrededor de los conceptos de clase, conciencia de clase, experiencia y cultura, y sobre la manera en que pensaron y discutieron la idea clásica de “determinación”. En ese marco, se puntualiza una serie de problemas teóricos que los ponen en una relación de tensión / contradicción con el marxismo y que abrieron la puerta a interpretaciones que abandonaron aquella perspectiva.

Palabras clave: E.P. Thompson, Raymond Williams, Clase, Cultura, Determinación.

At the border of Marxism: a critical analysis of the main concepts of Edward Palmer Thompson and Raymond Williams

Abstract: Edward Palmer Thompson and Raymond Williams were two of the most influential intellectuals of British Marxism and founders of the current called Cultural Studies. In open discussion with the economistic views of Marxism and the positions of Althusserian structuralism, they gave a deep debate on central categories of Marxism, focusing on the historical character of social phenomena, rejecting reductionist views on culture and claiming the active character of agents in the construction of their own life. This article makes a critical reflection on their definitions and the discussions that they propose around the concepts of class, class consciousness, experience and culture, and in the way in which they thought and discussed the classic idea of​ “determination”. In this framework, it points out a series of theoretical problems that put them in a relationship of tension / contradiction with Marxism and that opened the door to interpretations that abandoned that perspective.

Keywords: E.P. Thompson, Raymond Williams, Class, Culture, Determination.

Introducción

"Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen en circunstancias escogidas por ellos, sino en circunstancias directamente encontradas, dadas y transmitidas desde el pasado" (Marx, [1852] 1975, p. 15); “No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia” (Marx, [1859] 2008, p. 5). Estas han sido unas de las frases que mayores discusiones han suscitado dentro del marxismo, ya que en ellas se resume la tensión entre la determinación y la acción, entre el sujeto y la estructura, entre ser y conciencia. Cada polo de esa contradicción ha encontrado sus propios defensores, y ha llevado a reduccionismos de distinto tipo. Uno de ellos, y quizás el más fuerte, ha sido el determinismo economicista, que imperó como teoría oficial en las experiencias fallidas de los “socialismos reales”. Básicamente, aquella visión tiende a explicar lo social (sobre todo la acción de los hombres) como la resultante del desarrollo involuntario y teleológico de las fuerzas productivas. En este marco y como reacción a esta tendencia se hallan inscriptas las discusiones que protagonizaron los fundadores de la nueva izquierda británica y los llamados “Estudios Culturales”.

Cuando hablamos de los “Estudios Culturales” nos referimos a un movimiento intelectual surgido en Inglaterra hacia 1956, en el que confluyeron intelectuales como Raymond Williams, Richard Hoggart y Edward Palmer Thompson. Coincidiendo con el repudio a la invasión rusa en Hungría y la desilusión con la prometida desestalinización proclamada por el XX Congreso del PCUS, dichos autores se alejaron del Partido Comunista británico e iniciaron un proceso de discusión teórica profunda con las versiones del “marxismo vulgar”.1 En ese marco formaron parte activa de la New Left Review, proyecto político-editorial que se reconocía como un “movimiento político con expresión en papel”, y desde allí entablaron serios y sendos debates sobre aspectos teóricos del marxismo (Grigera, 2011).2

En su trabajo “Estudios Culturales, dos paradigmas”, Stuart Hall (1994) identifica dos cuerpos teóricos relevantes que protagonizaron los debates del marxismo en aquel momento: la corriente “culturalista” y la “estructuralista”.3 En la primera se hallan inscriptos fundamentalmente Williams y Thompson, mientras que la segunda está principalmente apadrinada por Althusser y Levi Strauss. Como destaca Hall, ambas corrientes o vertientes parten de una misma preocupación por la dimensión hasta entonces llamada “superestructural”, así como de un mismo diagnóstico sobre las limitaciones y riesgos reduccionistas que suponía la metáfora arquitectónica “base - superestructura”. Sin embargo, las respuestas que dieron al problema fueron radicalmente distintas y hasta antagónicas. Mientras unos (estructuralistas) pusieron su énfasis en el análisis de las estructuras, tanto materiales como cognitivas, y la forma en que éstas determinan (de múltiples maneras) al sujeto en cómo “vive”, los otros (culturalistas) se preocuparon por el carácter histórico de los procesos, así como centralmente por el carácter activo de los agentes en la construcción de su propia vida.

Como sugiere Beatriz Sarlo, el mérito de estos últimos fue el de enfrentarse a las perspectivas estructuralistas que, durante los años sesenta y setenta, eran una verdadera ola teórica. Así, atrapados en la “conexión francesa” (Barthes-Lévi-Strauss-Althusser), “casi nadie se atrevía a contradecir la creencia de que el sujeto había muerto” (Sarlo, 1993, p. 12) y todo aquel que osara invocarlo pasaba directamente del terreno de la “ciencia” al de la “ideología”. Ante dicho escenario, Williams y Thompson lucharon por resucitar al sujeto y volver a hacerlo entrar a la historia.

Es de destacar que las obras de estos autores atrajeron un genuino interés en el campo de la historiografía, la sociología y otras ciencias sociales. Así, los estudiosos del legado thompsoneano indagaron sus relaciones con el materialismo histórico y la obra de Marx, y su protagonismo como impulsor de la “historia desde abajo”; inspeccionaron sus perspectivas sobre la industrialización, sus referencias hacia la tradición radical igualitaria en las revoluciones inglesas y los orígenes del movimiento obrero británico, etc. Por su parte, aquellos que se concentraron en la obra de Williams lo hicieron en relación con su obra novelística, la teoría y la crítica literaria; problematizaron los vínculos entre lenguaje, comunicación y entretenimiento; indagaron sobre el campo específico de la sociología de la cultura, entre otros temas.

Sin embargo, las cuestiones de sus vastas producciones que más debate y polémica han suscitado fueron sus particulares posiciones y consideraciones sobre el marxismo y algunos de sus conceptos e ideas centrales. En esa dirección, en el presente artículo nos proponemos realizar una reflexión crítica sobre sus teorizaciones y definiciones de los conceptos de clase, conciencia de clase, experiencia y cultura, y en la manera en que pensaron y discutieron la idea clásica del marxismo de “determinación”. Es que detrás de aquella noción, como veremos, subyace un debate más amplio sobre el papel del sujeto en la historia; sobre el peso que tienen los modos de producción, las fuerzas productivas y las relaciones de producción en las formaciones sociales y culturales, etc.

Por otro lado, además de reconstruir sus perspectivas, buscaremos demostrar que parte de sus reflexiones y conceptos presentan una serie de problemas teóricos que los ponen en una relación de tensión/contradicción con el marxismo que puede habilitar el abandono de aquella perspectiva (como de hecho lo hicieron algunos de sus sucesores).4

Thompson, entre la clase y la conciencia de clase

Antes de iniciar con el análisis de las ideas principales de Thompson, debemos destacar que el autor ha planteado el materialismo histórico como el marco de referencia conceptual y teórico en el cual inscribe sus prácticas de investigación (Thompson, 1994a, p. 30). Ahora bien, como indica José Sazbón, a Thompson no le preocupa garantizar una continuidad ideal con las grandes figuras fundadoras del marxismo, sino realizar un uso orientado y selectivo de sus obras, lo que lo sitúa, por momentos, en una relación de cierta ambigüedad con aquel corpus teórico (Sazbón, 1987, p. 16). Es que el autor inglés rechaza las visiones que consideran el marxismo como sistema conceptual clausurado y, en cambio, lo concibe como una “tradición de búsqueda abierta y empírica” (Thompson, 1981) en la que conviven una pluralidad de voces en conflicto, y cuya esencia está en el uso, el desarrollo y la revisación constante de sus categorías. De este modo, su intención está en develar las limitaciones y silencios de ciertos conceptos fundamentales del marxismo, y en ese sentido debe entenderse por qué, a lo largo de su obra, pone en el centro del debate nociones centrales como las de clase, conciencia de clase y determinación.

Su preocupación fundamental pasa por dilucidar la relación intelectual entre el ser social y la conciencia social que, como bien destaca, “está en el centro de cualquier comprensión del proceso histórico de la tradición marxista” (Thompson, 1994b, p. 52). Si bien a lo largo de sus obras fue realizando precisiones conceptuales y modificando algunas posiciones en función de sus interlocutores y preocupaciones, en el núcleo de su reflexión está la crítica a la metáfora arquitectónica del marxismo que supone que la “base” o “estructura” (fundamento) de una sociedad está constituida por el modo de producción (economía), y que sobre ella (y determinada por ella) se monta y desarrolla la superestructura (expresiones culturales, políticas y jurídicas) como reflejo. Desde su punto de vista, este modelo teórico opera con una idea mecánica de la determinación que reduce el ser social a la economía y no deja ver que en realidad éste está determinado por relaciones económicas y no económicas inextricablemente entrelazadas. A su juicio, los fenómenos sociales y culturales “no van a la zaga de los económicos”, ni pueden ser tratados como epifenómenos, de modo que no puede dársele una jerarquía explicativa a ninguno de los términos ni ordenarlos bajo la lógica de causa-efecto. Por el contrario, deben ser tomados como expresiones diferentes (y simultáneas) del mismo “núcleo de relación humana” (Thompson, 1961 citado en Meiksins Wood, 1994, p. 113): “las facultades de la imaginación y el intelecto no están confinadas a una ‘superestructura’ y levantadas sobre una ‘base’ de cosas (incluyendo hombres-cosa); se hallan implícitas en el acto creativo del trabajo que hace que el hombre sea hombre” (Thompson, 1994b, p. 54).

Ahora bien, con ello no está cuestionando el lugar central del modo de producción en la visión materialista de la historia (Thompson, 1989), sino exigiendo que bajo aquella noción se incluyan las correspondientes relaciones de producción (que son también relaciones de dominio y subordinación), las luchas y las relaciones jurídico-políticas e ideológicas que estas conllevan.

Con base en este cuestionamiento también se propone revisar las definiciones de clase y conciencia de clase. Básicamente, discute con la idea de que la clase pueda ser definida en función de la posición que ocupan los hombres y mujeres en el sistema productivo y la relación que éstos mantienen con los medios de producción. Según Thompson, esta definición “estructural” es ahistórica, ya que tiende a concebir las clases en forma abstracta cuando en realidad se trata de fenómenos esencialmente históricos.

En ese sentido, su principal crítica es que desde esta visión se les atribuye a los sujetos una conciencia universal y necesaria, que se desprendería de la “posición objetiva” que estos ocupan en la estructura, cuando en los hechos la conciencia es un fenómeno situado que depende de las experiencias históricas de hombres y mujeres concretos.

Su propuesta, en cambio, es la de pensar la clase como un fenómeno que “tiene lugar de hecho (y se puede demostrar que ha ocurrido) en las relaciones humanas” (Thompson, 2012, p. 13). La clase, así, no puede ser definida “como una cosa”, identificándola teóricamente (e incluso con pretensiones de exactitud) como un componente de la estructura social, sino que siempre debe referir a la experiencia de la “gente real” en un “contexto real”. En ese sentido, no se “deriva directamente de las relaciones ‘objetivas’ de producción, sino de una eventual manera de experimentarlas” (Sazbón, 1987, p. 16).

Bajo esta concepción, el autor se enfrenta al desafío teórico de construir una definición histórica de las clases que tenga en cuenta las vivencias, los sentimientos y la cultura de los sujetos, sin abandonar la premisa básica del materialismo histórico de que el ser social determina la conciencia social.5 Y en esa dirección, entra en una tensión que, a nuestro juicio, lo lleva a oscilar entre dos definiciones contradictorias: una que tiende a homologar clase social con conciencia de clase, y por ende a relativizar el papel determinante que juegan las relaciones objetivas de producción; y otra que conserva la distinción clásica entre aquellas categorías e incorpora la noción de experiencia como mediación entre ambas.

Nuestra hipótesis es que, lejos de ser una u otra la definición thompsoneana de clase -como sus críticos o defensores se empeñan por demostrar-, ambas conviven en la obra del autor, y que, entonces, reforzar una u otra es lo que conduce a sus seguidores más allá o más acá de las fronteras del marxismo.

El “criterio de conciencia” en la definición de clase

En uno de sus célebres pasajes del prólogo a La formación de la clase obrera en Inglaterra, Thompson plantea que la clase cobra existencia sólo cuando algunos hombres, compartiendo experiencias comunes, “sienten y articulan la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos (y habitualmente opuestos a) los suyos”, y que, por ende, es algo que “definen los hombres mientras viven su propia historia” (Thompson, 2012, pp. 27-29). En esa misma dirección, en otro artículo, plantea que las clases sólo existen “en la medida que hay hombres que actúan en papeles determinados por objetivos de clase, que se sienten pertenecientes a clases, para definir sus intereses entre ellos y frente a otras clases” (Thompson, 1994b, p. 26).

Bajo estas definiciones subyacen otras dos ideas controvertidas: por un lado, que la lucha de clases precede a las clases, ya que los sujetos se descubren y se forjan como tales en el curso de la lucha y en la experiencia de ella; y, por otro, que no es posible encontrar la clase si no es a lo largo de un período suficiente de cambio social, en el que se puedan observar pautas en las relaciones, ideas e instituciones de los individuos que la conforman.

Estas aseveraciones abrieron un áspero debate teórico, historiográfico y epistemológico al interior del marxismo, ya que con ellas el autor británico pone en discusión algunas ideas clásicas, como la distinción entre clase-en-sí y clase-para-sí.

Como remarca William Sewell, con estas definiciones Thompson dio un giro radical al interior del marxismo ya que la conformación de la clase deja de ser explicada por la identidad “objetiva” de intereses y es reemplazada por la percepción y articulación que los sujetos tienen de esa identidad, de modo tal que, si no hay conciencia, no hay clase (Sewell, 1994, p. 81). Efectivamente, las condiciones objetivas a la hora de definir las clases dejan de ocupar un lugar central en estos pasajes y le dan paso a la experiencia de los actores, especialmente la experiencia en la lucha (de clases), y a la conciencia que éstos tienen de ello. De hecho, Thompson llega a afirmar que “si el proletariado carece de la conciencia de sí como proletariado, entonces no se puede definir como tal” (Thompson, 1991, p. 29), o que “una clase no puede existir sin alguna forma de conciencia de sí, si no, no es o aún no es clase” (Thompson, 1991, p. 31).

Quien desarrolló una crítica sistemática de aquellas definiciones fue Perry Anderson. En un libro que llevó por título Teoría, política e historia. Un debate con E.P Thompson, critica las nociones thompsoneanas de clase y de experiencia, planteando que caen en una suerte de subjetivismo y voluntarismo de la que no se puede salir.

Según este autor, el problema de base está en que para Thompson la clase recién aparece cuando los hombres “a resueltas de sus experiencias comunes” sienten y articulan la identidad de sus intereses. A su juicio, ello supone que la existencia de las clases depende del proceso de autoidentificación colectiva, esto es, de la conciencia. Si es así, entonces la clase termina siendo definida con un “criterio de conciencia”: “Lo que realmente ha hecho Thompson es mantener la ecuación: clase = conciencia de clase, pero postulando tras ella -histórica y conceptualmente, al mismo tiempo- una fase previa de lucha de clases, en la que los grupos entran en conflicto sin alcanzar ese autoconocimiento colectivo que define a las clases como tal” (Anderson, 2014, p. 46).

El problema de esta concepción, para Anderson, es que a lo largo de la historia resulta una excepción y no una regla la clarificación de una conciencia de clase, por lo que, de sostener aquella definición, las clases pasarían a ser una contingencia sujeta a los procesos de subjetivación colectiva. Para contraargumentar, este último retoma a Gerald A. Cohen, y con él a la definición clásica del propio Marx: “la clase de una persona no se establece más que por su lugar objetivo en la red de relaciones de propiedad (…) su conciencia, su cultura y su opción política no entran en la definición de su posición de clase” (Anderson, 2014, p. 44). De modo que los miembros de una clase pueden no llegar a ser conscientes de que forman parte de ella y eso no los deja fuera de la clase, material e históricamente. Así, la definición clásica de clase como una relación objetiva con los medios de producción, independiente de la voluntad o la actitud de sus miembros, no necesitaría una formulación adicional. La ausencia de una cultura de clase no puede poner automáticamente en tela de juicio la existencia de la clase en sí misma.

Para Anderson, esta concepción “subjetivista” de clase tiene origen en el rechazo de Thompson a todo intento por construir la clase como categoría teórica (sociológica), bajo el argumento de que ello supondría encorsetarla con contornos rígidos e inelásticos, incapaces de captar su carácter relacional e histórico (Anderson, 2014, p. 11). Desde este lugar, Thompson llega a afirmar que no ve la clase como una “estructura” ni como una “categoría” que pueda reclamar universalidad, sino como algo que tiene lugar de hecho (Thompson, 2012, p. 27). Entonces, las clases deberían ser tomadas como casos especiales de formaciones históricas particulares que surgen de la lucha de clases específicas (Thompson, 2019).6

Sin embargo, que las clases sociales sean un “fenómeno histórico” no significa que no puedan ser definidas, también, sociológicamente. Y esto es algo que Thompson se niega a ver. Entender la clase como “hecho histórico”, es decir, hallar sus orígenes en la historia, no le quita su estatus de fenómeno sociológico. De hecho, si podemos hablar de clases es porque existen como regularidad social, y si son regularidad social es porque son condición de existencia (y reproducción) de un sistema social determinado, algo que se confirma de manera evidente en el capitalismo. Por ello, pese a estar sujetas a transformaciones -resultado de la acción humana (y por ende de la historia)-, no necesitamos corroborar su existencia cada año. Que, como bien indica Thompson, no podamos “tener dos clases distintas, cada una con una existencia independiente, y luego ponerlas en relación la una con la otra” (Thompson, 2012, p. 27) es algo evidente que no tiene por qué ser contradictorio con la pretensión de definirlas sociológicamente si esta definición no pierde de vista el carácter dialéctico (e histórico) del fenómeno que intenta definir.

Coincidiendo con Anderson, consideramos que estas formulaciones de Thompson son problemáticas ya que, en su afán de no perder la esencia procesual e histórica, niega el hecho de que fenómenos como las clases puedan ser definidos por fuera de la voluntad (y por ende de la actividad consciente) de los sujetos que las encarnan, dejando entreabierta la posibilidad de que el problema de las clases pase del reino de las determinaciones materiales al reino de las identidades. Sin embargo, como dijimos, estas definiciones conviven (contradictoriamente) con otras en las que opera con una versión más clásica de la determinación entre ser social y conciencia social.

En defensa del materialismo de Thompson

Thompson, alertado de las críticas anteriormente expuestas, se encargó de destacar que su definición de clase estaba lejos de la idea de que éstas sean independientes de las determinaciones objetivas, ni que fueran simples fenómenos culturales. Efectivamente, el autor deja explicitado el papel determinante que juegan las relaciones de producción en la experiencia de clase, como también el efecto de “presión” que ejerce el “ser social” sobre la “conciencia”. De hecho, en varias de sus exposiciones deja planteado que la experiencia debe ser entendida como la huella que deja el ser social en la conciencia. Su intención, entonces, sería clarificar que aquella “presión” no es mecánica, sino que se deriva de luchas entre “sujetos reales”, y que, por ende, no hay una conciencia necesaria, sino conciencias posibles que dependen de la contingencia (o experiencia) de esas luchas.

Efectivamente, en el marco de las ambigüedades de su definición de clase, por momentos Thompson expone una teoría de la determinación de tipo marxista clásica. En ese sentido, coincidimos con Sewell en que:

Si las experiencias de los trabajadores producen conciencia de clase, más que cualquier otro tipo de conciencia, ello es debido a que sus experiencias son experiencias de clase. Y si éstas están determinadas, como dice Thompson, por las relaciones de producción, entonces quiere esto decir que tales relaciones de producción deben ser relaciones de producción de clase, anteriores, naturalmente, a las experiencias de clase que generan (Sewell, 1994, p. 83).

En ese sentido, Thompson no “superaría” al marxismo clásico en su concepción materialista de determinación sino que, a través de la categoría de experiencia, sólo aflojaría los vínculos causales entre clase y conciencia de clase “reduciéndolos a leyes probabilísticas en lugar de ‘leyes de hierro’”.7 Esto puede observarse, por ejemplo, en el siguiente pasaje de su libro Miseria de la teoría:

(…) la experiencia es un término medio necesario entre el ser social y la conciencia social: es la experiencia (a menudo la experiencia de clase) la que da una coloración a la cultura, a los valores y al pensamiento; es por medio de la experiencia que el modo de producción ejerce una presión determinante sobre otras actividades (…) (Thompson, 2021, pp. 189-190).

Como vemos, allí mantiene la distinción determinante entre el modo de producción y las “otras actividades”. De hecho, en abierta contradicción con su propia idea de que la clase y la conciencia de clase “deben tomarse juntas” y no como dos entidades separadas (Thompson, 2021, p. 197), razona bajo la secuencia lógica que va de las “situaciones productivas”, pasando por la experiencia de los individuos, hasta la elaboración de la conciencia (Thompson, 2021, p. 297).

Quien sostiene que esta última es la verdadera definición de clase de Thompson, en polémica abierta con Anderson, es la autora norteamericana Ellen Meiksins Wood. Aceptando que el historiador británico no da demasiados ni suficientes detalles acerca de las relaciones de producción, y las formas en que estas determinan las formaciones de clase, la autora rechaza la idea de que éste proponga una definición subjetivista de las clases. Según su interpretación, sostener esa crítica es no entender la perspectiva de Thompson, ya que éste en ningún momento abandona la idea de que los modos de producción otorguen posiciones e intereses objetivos a los individuos. De hecho, remarca que la gran fuerza de su concepto residiría en que es capaz de reconocer y de explicar el funcionamiento de la clase en ausencia de la conciencia de clase, ya que el foco está puesto en la forma en que los sujetos viven y experimentan su posición de clase, es decir, en el proceso en que forjan la conciencia. Para la autora, la novedad estaría en la distinción conceptual de la posición de clase, es decir, las relaciones productivas y situaciones sociales en las que los hombres nacen o se involucran en forma involuntaria; la experiencia, la forma en que son vividas esas condiciones; y la formación de clase, el conjunto de instituciones, la cultura y las tradiciones de una clase (Meiksins Wood, 2001, p. 97).

En ese sentido, el concepto de experiencia es clave porque es el que permite explicar por qué existen clases y no meras relaciones de producción; es decir, es la manifestación de los efectos de la estructura en las vidas de las personas, equivalente al concepto de “ser social” del que habla Marx. De este modo, Thompson no estaría identificando la clase con un nivel particular de conciencia, sino que estaría pensando las clases en su proceso de constituirse a sí mismas, como ser social: el ser en sí (distinto del ser para sí, consciente) no sería algo dado, sino algo mediado por la experiencia.

Ahora bien, a pesar de que en sus trabajos la autora logra avanzar en precisiones y en dar definiciones más concretas de lo que Thompson entiende por clase y por experiencia, no logra refutar completamente la crítica de Anderson. Esto es algo que se desliza, por ejemplo, en el siguiente párrafo:

La sensibilidad de Thompson respecto a las determinaciones de clase que actúan en tales casos, sus esfuerzos por “decodificar” la evidencia de la experiencia de clase allí donde no existe una conciencia clara de clase –“lucha de clases sin clases”-, le ha permitido explorar el proceso mediante el cual una clase que existe solo en sí puede convertirse en una clase “para sí” (Meiksins Wood, 1983, p. 99).

Aquí se halla nuevamente la polémica idea de “lucha de clases sin clases” que aparece siempre que no exista una “clara conciencia de clase”. Resulta inevitable, entonces, que se filtre nuevamente el “criterio de conciencia” al que apunta Anderson. Por otro lado, es de destacar que Thompson no opera con las categorías clásicas de clase en sí y clase para sí, que la propia Meiksins Wood utiliza para intentar despejar confusiones, dejando entrever –aun sin ser su objetivo- que aquella distinción sigue siendo más efectiva que las que realiza el historiador británico.

Quien también defiende de manera similar la posición de Thompson es el historiador Harvey J. Kaye, quien sostiene que la idea de que la lucha de clases preceda a las clases en realidad da cuenta de que los determinantes de clase estructuran la vida y los procesos históricos aun cuando las clases no se presentan en su sentido pleno o maduro, es decir autoconscientes e históricamente desarrolladas (Kaye, 2019, p. 283).

Como subraya Anderson, aquella noción sigue siendo problemática, ya que la lucha de clases supone el momento en que el conflicto estructural, la contradicción objetiva de intereses inherente a la sociedad capitalista, se hace consciente y por ende supone una voluntad subjetiva de acción (Anderson, 2018, p. 41). Volvemos entonces al mismo punto en el que comienza su crítica, cuando repara, con razón, en el hecho de que lo más probable es que a lo largo de la historia no encontremos sujetos conscientes de sus intereses de clase. Entonces en aquellos casos ¿no podemos hablar de clases? Si la respuesta es afirmativa, habría un abandono del materialismo histórico. Sin embargo, esta opción, como bien enfatizan Meiksins Wood y Kaye, está lejos de Thompson. Ahora bien, si la respuesta es negativa surge otra pregunta: ¿qué es lo que define a ese grupo de sujetos como parte de una clase? Y allí “la clase” sigue apareciéndosenos en función de la posición y relación objetiva de los actores con los medios de producción.

De hecho Ellen Meiksins Wood, en debate con quienes intentan desplazar a la clase obrera del centro de la teoría y la práctica marxistas, termina operando bajo la concepción “estructural” de clase al defender “el principio histórico/materialista por el cual se establece que las relaciones de producción conforman el centro de la vida social” y son la raíz de la “opresión social y política”, y que le confieren a la clase obrera “intereses materiales objetivos” que la transforman en “la única clase revolucionaria en potencia” (Meiksins Wood, 2013, p. 66).

Y en esa dirección, la autora misma advierte que una aplicación imprudente de las ideas de Thompson –alentada por su “lenguaje muchas veces ambiguo y por su aparente falta de interés en el funcionamiento ‘económico’ del capitalismo”- puede llevar a igualar todas las relaciones y prácticas sociales, incapacitando al materialismo histórico y “privando a las relaciones de producción de cualquier significado efectivo” (Meiksins Wood, 1994, pp. 114-115). De hecho, reconoce que “ocasionalmente” Thompson cae en esa trampa al no realizar precisiones certeras de los límites entre “‘el modo de producción’ y lo que es determinado por él” y que muchas de sus formulaciones pueden conducir a creer -aunque su práctica historiográfica lo niegue- que identifica clase con conciencia de clase.

Indudablemente, en la definición que reivindica la autora los esfuerzos de Thompson no están en negar o despreciar los efectos determinantes del modo de producción, sino en dejar de concebir la conciencia revolucionaria de la clase obrera como una necesidad derivada de los cambios objetivos de aquel y pasar a considerarla como una potencialidad (o posibilidad) derivada de la experiencia de los actores. De este modo, la conciencia no puede ser ni verdadera ni falsa, y “en cualquier caso y, como primera cosa, ningún examen de determinaciones objetivas y mucho menos, ningún modelo, que haga teoría de las mismas, puede llevar a la simple ecuación de una clase con una conciencia de clase” (Thompson, 1991 [1977], p. 30).

Consideramos que aquí está uno de los aportes principales de Thompson a la teoría marxista y es en esa línea de definiciones que refuerza su materialismo. Pero también creemos que más que una “trampa” en la que cae “ocasionalmente” nuestro autor, su ambigüedad es el reflejo de las dos definiciones de clase que conviven contradictoriamente en sus obras y los efectos de su negación a definir la clase estructuralmente.

Es que el hecho de que existan clases definidas de esta última forma, y esto es lo que no puede ver Thompson –aunque por momentos lo acepte implícitamente-, no debe significar -o al menos ello es lo que hay que discutir- que les corresponda un tipo de conciencia revolucionaria necesaria e invariable. Que la clase obrera, como remarca Meiksins Wood, por la posición que ocupa, sea “la única fuerza social con el poder estratégico suficiente para permitir que se desarrolle una fuerza revolucionaria” y “el grupo social con el interés objetivo más directo en llevar a cabo la transición al socialismo” (Meiksins Wood, 2013, pp. 66-67) no implica que necesariamente deba serlo. Allí sí entramos en el terreno de las contingencias históricas y ello sí depende de la forma como los miembros de una clase viven y experimentan su situación, la forma en que operan los valores culturales, morales, las tradiciones y la historia de las sociedades en las que se insertan, etc., y la manera en que articulan todo aquello en su lucha contra otras clases.

Si sostenemos esta distinción, entonces, como sostiene Iñigo Carrera (2013), es indudable que el autor inglés está en el mismo camino que Marx y Engels y sigue operando, y de manera muy productiva, al interior de la tradición marxista.

Como veremos en el siguiente apartado, Raymond Williams es más radical que Thompson en algunos de sus planteos y desafía aún más los límites de aquella tradición al poner la cultura en el centro de sus reflexiones, eliminando (en los hechos) toda predominancia explicativa de las determinaciones objetivas.

Williams: De la cultura como modo de vida al materialismo cultural

Las preocupaciones de Raymond Williams sobre las categorías de clase, conciencia de clase y determinación estuvieron en función de su búsqueda por construir una teoría (o sociología) de la cultura. Así, su obra está atravesada por la discusión alrededor de las diferentes acepciones de cultura que se han desarrollado a lo largo de la historia y, fundamentalmente, está dedicada a debatir (y superar) las definiciones vulgarizadas del marxismo que la concebían como mero reflejo de la estructura económica. Si bien no es intención de este artículo debatir específicamente la teoría cultural de Williams, consideramos necesario introducir algunas de sus definiciones centrales, ya que es en la evolución de aquellas que, a nuestro juicio, el autor avanza de una posición más ligada al marxismo clásico a otra que, junto a Terry Eagleton (2001), puede ser definida como “proto-posmarxista”.

La primera etapa la ubicamos en dos de sus obras más influyentes, Cultura y sociedad (1958) y La larga revolución (1961), en las que propone una definición de cultura alternativa a la hegemónica dentro de la tradición marxista, pero conservando, aunque con matices, la jerarquía explicativa del factor económico en el proceso social.

En Cultura y sociedad propone abandonar la definición de “cultura” que se desprende de algunos escritos de Marx y que la definen como “los productos intelectuales e imaginativos de una sociedad”, ya que a su juicio esta noción corresponde más bien al “uso débil de ‘superestructura’”; es decir, a la idea de cultura como reflejo o subproducto de la base económica (Williams, 2001 [1958], p. 116).8 Desde su punto de vista, con ello se pierde la insistencia en la interdependencia de todos los elementos de la realidad social y el énfasis analítico en el movimiento y el cambio que están en el centro de la teoría marxista.

De modo que no discute tanto la idea de que el elemento económico sea determinante en toda organización social, sino más bien que explique en su totalidad el resto de los fenómenos y que pueda calcularse su importancia definitiva en ellos. Es que, como bien apunta el autor, aun reconociendo la influencia fundamental de aquel factor, resulta imposible analizarlo como un vector independiente porque nunca aparece aislado sino siempre dentro y en el marco de una cultura existente. En ese sentido, considera necesario que el marxismo adopte una concepción más amplia de “cultura” que le permita captar las interconexiones que explican los fenómenos no-económicos (como el arte, la literatura, la música, etc.) y que, a su vez, reconozca la influencia transformadora que éstos tienen en el proceso social:

(…) el arte, aunque en última instancia dependa, junto a con todo lo demás, de la estructura económica real, actúa en parte reflejando esa estructura y su realidad correspondiente y en parte afectando las actitudes con respecto a la realidad, para secundar u obstruir la tarea constante de cambiarla (Williams, 2001 [1958], p. 228).

Por ello propone usar la palabra “cultura” para referirse a todo un “modo de vida”, a un proceso social general. A su juicio, ello ofrecería una base para una comprensión más sustancial de la realidad social que no permitiría procedimientos mecánicos ni reduccionistas en ninguna explicación. Efectivamente, como enfatiza Williams, para conocer las sociedades no basta con saber que son capitalistas, ya que esto no explicaría en sí mismo las características específicas y las diferencias sustanciales que existen entre ellas. Así, por ejemplo:

Las sociedades inglesa y francesa atraviesan hoy por ciertas fases del capitalismo, pero sus culturas son reconocidamente diferentes por sólidas razones históricas. En definitiva, que ambas sean capitalistas puede ser determinante y este dato tal vez sea una guía para la acción social y política, pero es evidente que, si pretendemos entender las culturas, tenemos que comprometernos con lo que es manifiesto: el modo de vida en su conjunto (Williams, 2001 [1958], p. 233).

Esta definición, además, le permite salir de las caracterizaciones simplificadoras que rotulan toda expresión cultural y “actividad mental” que emerja en los marcos de una sociedad capitalista simplemente como “burguesa”, mostrando que la conciencia y la cultura de una sociedad es más compleja y diversa y no una mera expresión de la clase económicamente dominante.

Ahora bien, como subraya Terry Eagleton, tal definición también conlleva la desventaja de ser demasiado amplia. Es que, al incorporar casi todos los fenómenos sociales, incluidas las instituciones, la idea de cultura se vuelve “coextensiva con la sociedad y corre el riesgo de perder su precisión conceptual” (Eagleton, 2001, p. 60). Ello se profundiza aún más en La larga revolución, ya que allí termina incluyendo bajo aquel término no sólo las instituciones, sino también la estructura de la familia, las formas características mediante las cuales se comunican los miembros de una sociedad y hasta la propia organización de la producción (Williams, 2003, p. 52). El problema, entonces, no es sólo la impotencia explicativa que adquiere el concepto al no dejar prácticamente nada afuera, como destaca Eagleton (2001), sino los efectos teóricos que tiene en el resto de sus definiciones. Es que para Williams la realidad objetiva esta siempre mediada por un marco interpretativo, descriptivo y comunicacional específico, es decir por una cultura, por lo que todo fenómeno (incluso el propio modo de producción) pasaría a ser un fenómeno cultural. De hecho, Williams llega a afirmar que “todo lo que vemos y hacemos, la estructura general de nuestras relaciones e instituciones, dependen, en última instancia, de un esfuerzo de aprendizaje, descripción y comunicación” (Williams, 2003 [1961], p. 49).

Aquí abre un camino que lo va llevando hacia la frontera del marxismo. No obstante, estas definiciones todavía conviven en la misma obra con un análisis de las clases más bien clásico9 y con afirmaciones que dejan ver que sigue operando bajo el fundamento materialista que está por detrás de la analogía base-superestructura:

Pero se ha llegado a un punto en el cual la impresión creciente de que la clase está pasada de moda y no tiene importancia se utiliza para ratificar un sistema social que aún se basa esencialmente en clases económicas (…) y si queremos terminar seriamente con el sistema clasista debemos disipar las supervivencias, las irrelevancias y la confusión de otros tipos de distinciones, hasta poder ver el centro económico duro que en definitiva las sostiene (Williams, 2003 [1961], p. 201).

Como veremos a continuación, este tipo de aseveraciones dejan de aparecer en Marxismo y literatura, obra en la que se propone una revisión sistemática de los conceptos centrales del marxismo.10 Allí tiende a reforzar una visión culturalista de lo social, definida como “materialismo cultural”, que -el mismo Williams reconoce- “difiere, en varios puntos clave, de lo que es mayormente conocido como teoría marxista, e incluso de muchas de sus variantes” (Williams, 2009 [1977]).

La determinación en debate

En uno de los pasajes de Marxismo y literatura, dedicado al análisis de la metáfora arquitectónica, Williams se despacha contra la idea de “base y superestructura” planteando que el gran error al que ha conducido aquella metáfora fue el de presentar estos “elementos” como “secuenciales” cuando en la práctica son indisolubles (Williams, 2009 [1977], p. 112). Con base en esa justa crítica, destaca que el problema no está en que los elementos puedan ser distinguidos analíticamente sino en que, en los hechos, se convierten “casi desapercibidamente” en descripciones sustantivas de la realidad; es decir, que se los conciba como realmente separados y por ende que un aspecto asuma prioridad sobre el otro. Sin embargo, como en Thompson, el problema no pareciera estar tanto en la mala utilización de las categorías analíticas sino en la idea de la determinación:

Por lo tanto, en oposición al desarrollo del marxismo, no son “la base” y “la superestructura” las que necesitan ser estudiadas, sino los verdaderos procesos específicos e indisolubles dentro de los cuales, desde un punto de vista marxista la relación decisiva es la expresada por la compleja idea de la “determinación” (Williams, 2009 [1977], p. 114).

Como apunta Williams, la “determinación” es el problema central al que debe enfrentarse una teoría de la cultura marxista, y apuntando a dar una respuesta sobre aquella destina sus esfuerzos teóricos. Resulta interesante remarcar que, en dicha obra, Williams parte de la idea de que “un marxismo que carezca de algún tipo de determinación es, obviamente inútil” (Williams, 2009 [1977], pp. 115-116), pero a partir de esa premisa se propone discutir cómo hay que entender la “determinación” y las implicaciones que tiene en el desarrollo del materialismo histórico. El autor encuentra que, en un primer estadio, el marxismo adquirió un carácter cientificista atado a la exigencia de la construcción de “leyes de hierro” que buscaban explicar el devenir histórico y social a partir de “condiciones absolutamente objetivas”. En ese marco, la “determinación” era pensada como fruto de un devenir eminente y predecible del cual el hombre no jugaba otro papel que el del espectador.

Williams identifica dos concepciones de “determinación” en la génesis del pensamiento marxista, que convivieron de manera contradictoria: el que denomina de “objetividad abstracta”, en la cual el proceso determinante escapa de la voluntad de los hombres; y el de la “objetividad histórica”, en la que las condiciones objetivas son (y sólo pueden ser) el resultado de las acciones de los hombres en el mundo material (Williams, 2009 [1977], p. 119). A su juicio, optar por cualquiera de las dos para dar una explicación sobre la realidad social comporta el riesgo de caer en dos tipos de reduccionismo: uno “economicista/objetivista” y otro “voluntarista”.

Por eso propone incorporar ambas dimensiones a la definición y entender la determinación como fijación de límites (determinación negativa) al mismo tiempo que -y aquí uno de sus mayores aportes- como ejercicio de presiones (determinación positiva); es decir, como compulsiones a actuar “de maneras que mantienen y renuevan el modo social de que se trate” y que no pueden ser explicadas solamente como reacciones a los límites (Segura, 2008, p. 7).

Al igual que Thompson, Williams entiende que los problemas aparecen cuando se intenta explicar de manera abstracta (a través de categorías “aisladas”) la realidad social. A su juicio, todo intento por explicar un fenómeno social por medio de categorías predominantes (como el “modo de producción”) no es más que la mistificación de determinantes específicos que en el “verdadero proceso social” están siempre asociados. El “proceso social total” no puede ser explicado por una u otra dimensión abstracta específica (Cevasco, 2003, p. 153), por lo que distinguir la cultura del modo de producción y tomar este último como predominante sería el ejemplo más evidente en que operaría la “mistificación” materialista. Según Williams, esto ha llevado a encasillar y reducir la producción simbólica y cultural al plano de las ideas (determinadas por la producción material objetiva), perdiendo de vista su “carácter material”.

Ahora bien, detrás de esta posición subyace otro debate: cómo definir y entender las fuerzas productivas y las implicancias que ello tiene en la concepción marxista. Y aquí abandona definitivamente no sólo la metáfora arquitectónica sino su fundamento, algo que, como vimos, no había realizado aún en las obras anteriormente repasadas. Según el autor galés, ya no podemos definir las fuerzas productivas en función solamente de la producción de mercancías para el mercado, dejando afuera la producción material directa de la política o de la cultura, siendo que gran parte de la producción está puesta al servicio del establecimiento de un orden político y cultural determinado: “Desde los castillos, palacios e iglesias hasta las prisiones, asilos y escuelas; desde el armamento de guerra hasta el control de la prensa, toda clase gobernante, por medios variables aunque siempre de modo material, produce un orden político y social. Estas actividades no son nunca superestructurales” (Williams, 2009 [1977], p. 128). Desde este razonamiento, la complejidad de las sociedades capitalistas avanzadas haría imposible aislar la producción industrial de la producción de la “ley y el orden”, así como del entretenimiento y la opinión pública. Separar abstractamente una dimensión de otra y rotular la política, la cultura y el arte como parte de la superestructura no permitiría entonces comprender que estas actividades son “prácticas reales, elementos de un proceso social material total; no un reino o un mundo o una superestructura, sino una numerosa serie de prácticas productivas variables con intenciones y condiciones específicas” (Williams, 2009 [1977], p. 130). Para Williams, entonces, las expresiones políticas, culturales y artísticas deben ser consideradas como fuerzas de producción en sí mismas, si es que por fuerzas productivas se entiende “a todos y cada uno de los medios de producción y reproducción de la vida real” (Williams, 2009, p. 126).

Según María Elisa Cevasco, al pensar la cultura como fuerza productiva Williams da respuesta al hecho irrefutable de que en el capitalismo contemporáneo es “cada vez más evidente que la cultura está asentada sobre medios materiales de producción y reproducción”, y que la producción económica y cultural están amalgamadas al punto tal que separarlas sería falsear la realidad (Cevasco, 2003, pp. 155-156). Efectivamente, el nivel de imbricación entre los fenómenos culturales y económicos es cada vez mayor y más complejo, y es evidente que los primeros tienen dinámicas propias que no pueden ser explicadas como representaciones mecánicas de los segundos, algo que ya muy claramente había planteado Williams en Cultura y sociedad.

Ahora bien, lo que se desprende de su nuevo razonamiento no es solamente eso, sino que no es posible asignarles estatus explicativos (y determinantes) distintos a la producción de mercancías y a la cultura, porque ambas son “hechos materiales”. No obstante, que toda manifestación artística, cultural o política necesite de medios materiales para ser producida o, mejor dicho, que sean en sí mismas un hecho material, no es lo que está en juego en la explicación marxista de lo social. Lo que está en discusión, por un lado, es si todo “hecho material” es igualmente estructurante del orden social o si, al decir de Marx, es la mercancía “la forma elemental” que determina toda relación social capitalista. Y, por otro lado, si el contenido de la actividad política, artística o cultural está determinado o no (en mayor o menor medida, en primera o última instancia) por la producción mercantil. Lo que deberíamos preguntarnos, por lo tanto, es hasta qué punto una manifestación cultural, artística o política es (o no) una actividad que expresa -implícita o explícitamente- una cosmovisión del mundo hegemónica;11 y si esa cosmovisión está determinada o no por la manera en que se produce y reproduce materialmente ese mundo. Aceptar que aquellas manifestaciones están determinadas por un modo de producción específico no implica adoptar una explicación reduccionista ni mecánica de la cultura, ni negar su carácter “abierto” como lo cree Williams. De hecho, calibrar eso es lo que permite identificar aquellos elementos que el propio autor califica como “emergentes” en una cultura y que escapan de la égida de la cosmovisión dominante.

Williams entra entonces en un callejón similar al de Thompson, pero con menos salidas a la vista: si no podemos hablar de elementos predominantemente determinantes, entonces ¿cómo explicar la división clasista de las sociedades? ¿Cuál sería el fundamento de tal división social? Williams ya no responde a dichas preguntas como vimos que lo hacía en La larga revolución, obra en la que apelaba al “centro económico duro” que le daba sustento a la sociedad clasista. Ahora su relativización de los determinantes estructurales lo lleva a eufemismos sorprendentes:

Afirmar que “los hombres” definen y configuran por completo sus vidas sólo es cierto en un plano abstracto. En toda sociedad real existen ciertas desigualdades específicas en los medios y por lo tanto en la capacidad para realizar este proceso. En una sociedad de clases existen ciertas inequidades primarias entre las clases (Williams, 2009 [1977], p. 149).

En el capitalismo, aquello que Williams nomina como “desigualdades específicas” o “ciertas inequidades primarias” no es más (ni menos) que el hecho irrefutable y estructurante de que existen quienes son dueños de los medios de producción y quienes no poseen más que su trabajo y se ven obligados a venderlo como mercancía para sobrevivir. Por lo tanto, lejos de que los hombres definan y configuren su vida por completo, lo que hagan con ella (así como lo que piensen) no puede entenderse sin esa condición de base que les es legada y no eligen.

Si bien ello es algo que Williams no niega, la diferencia de énfasis, para nada menor, tiene consecuencias directas en su desarrollo teórico y afecta a gran parte de su teorización. Ello se ve claramente en la manera en que emplea el concepto gramsciano de hegemonía.

¿Materialismo cultural o el fin del materialismo?

Williams encuentra en el concepto de hegemonía la herramienta predilecta para una explicación de la cultura y de la política que le permite relacionar el proceso social total con las relaciones de poder, sin que lo económico sea el factor determinante. Teniendo en cuenta el marco de dominación y subordinación en que se desarrolla la conciencia práctica de los sujetos, aquella categoría pondera como una dimensión fundamental las vivencias, las prácticas, las expectativas y las percepciones que tienen los hombres y mujeres de su propia vida y del mundo que los rodea. Además, contempla contradicciones y conflictos no resueltos, elementos residuales de culturas pasadas y emergentes que albergan la posibilidad (siempre en potencia) de ser articulados de manera contrahegemónica o en forma de hegemonía alternativa (Williams, 2009 [1977], p. 151).

Por otro lado, pensar en términos de hegemonía le permite superar conceptos como el de “falsa conciencia” ya que la conciencia deja de ser concebida como la resultante esperable de intereses objetivos o de una ideología de clase, esto es, de un sistema de significados, valores y creencias relativamente formal y articulado, para pasar a ser pensada como la resultante de procesos reales y más complejos en los que las ideas y los valores aparecen mezclados, confusos, incompletos e incluso inarticulados. En ese sentido, y aquí subyace, a nuestro juicio, el elemento más productivo de su interpretación, lo hegemónico, aunque dominante, siempre en transformación y en constante expansión, no puede abarcar todo el campo de la práctica social humana, y por ende deja espacio para la emergencia de prácticas (reales y posibles) alternativas.

Ahora bien, en la recuperación que el autor hace de aquel concepto gramsciano la actividad cultural aparece con una centralidad explicativa que pareciera desplazar el lugar que antes ocupaba la “base económica”. De hecho, nos advierte que, si pensamos en términos de hegemonía, la actividad y el trabajo cultural deben dejar de ser entendidos como superestructura: “Por el contrario, se hallan entre los procesos básicos de la propia formación y, más aún, asociados a un área de realidad mucho mayor que las abstracciones de experiencia ‘social’ y ‘económica’” (Williams, 2009 [1977], p. 153).

Lo que pierde de vista el autor, como gran parte de quienes desde el culturalismo recuperan a Gramsci, es que en su concepto de hegemonía la tesis materialista del factor económico como determinante (en última instancia) sigue siendo fundamental. Esto puede advertirse con sólo repasar algunos pasajes de sus Cuadernos de la cárcel:

¿Puede haber una reforma cultural, es decir una elevación civil de los estratos más bajos de la sociedad, sin una precedente reforma económica y un cambio en la posición social y en el mundo económico? Una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a un programa de reforma económica, o mejor, el programa de reforma económica es precisamente la manera concreta de presentarse de toda reforma intelectual y moral (Gramsci, 2003, p. 15).

En ese mismo sentido, afirma que el contenido de toda hegemonía política “debe ser fundamentalmente de orden económico” (Gramsci, 2003, p. 159). Incluso, el italiano llega al punto maniqueo de considerar que, en la primera etapa de un proceso hegemónico, “el plan cultural” debe ser cambiado constantemente hasta que “coincida” con la economía (Gramsci, 2003, p. 160). No obstante, por ello no deja de concebir que, a pesar de que nazcan en el terreno “permanente y orgánico de la vida económica”, la política y la cultura se distinguen de la economía pues hacen entrar en juego sentimientos y aspiraciones que obedecen a “leyes diferentes” (Gramsci, 2003, p. 21). De modo que, como vemos, sostener la predominancia del “factor económico” en la explicación de lo social no implica para Gramsci caer en reduccionismos.

Williams, en cambio, borra casi todo rastro de determinación económica en su recuperación del concepto y ello tiene consecuencias teórico-políticas: tomar la cultura como la dimensión a partir de la cual pueden producirse cambios que desborden su especificidad y conformen una nueva alternativa hegemónica. Al decir de Beatriz Sarlo, concibe la cultura “como fuerza central de una reforma progresiva de la sociedad” (Sarlo, 1993, p. 15). Si, junto con Gramsci, Williams piensa que la cultura no puede ser tomada como algo secundario, y que toda hegemonía necesita de instrumentos culturales que se traduzcan en tópicos, discursos y rituales, a diferencia de Gramsci no distingue diferencias estructurales entre la economía, la cultura y la política. De hecho, ese “materialismo cultural” lo lleva a poner “la reforma institucional, educativa, de la industria cultural y de la esfera pública” en el eje de la transformación social (Sarlo, 1993, p. 15) y abrir así la puerta al abandono del análisis de clase, así como de la idea de la revolución. Efectivamente, si lo cultural es material, entonces cualquier “ser social” negado y excluido (no necesariamente inscripto en una posición clasista determinada) que produzca una percepción alternativa que escape a la cultura dominante podría transformarse en sujeto de la transformación social. Como remarcan Pasqualini y Manzano (1998), si bien Williams continúa afirmando la posición de la clase obrera como única fuerza capaz de acabar con el capitalismo, su razonamiento lo lleva a concentrarse en los nuevos movimientos sociales y a evitar el lenguaje de la lucha de clases.

Defendiendo a Williams de críticas similares, María Elisa Cevasco plantea que aquel “no es un marxista que hace crítica cultural en vez de política, ni un idealista que imagina que es en la esfera de la cultura donde se va a producir la revolución”. No obstante, para sostener aquello la autora recupera al galés en una cita en la que plantea que, “sin quitarles importancia a las contradicciones económicas”, es la “revolución cultural” (sic) la fuente de la resistencia permanente y la forma de enfrentar la “versión de cultura y sociedad que impone el modo de producción capitalista” (Cevasco, 2003, p. 133).

Otra de las categorías más importantes de Williams es la de “estructura de sentimientos”. Con ella, el galés busca captar la interactividad de las prácticas sociales e individuales, así como las tensiones de la dominación. Como remarcan Cáceres Riquelme y Herrera Pardo, a través de aquella idea intenta “dar cuenta de lo vivencial, lo que está ocurriendo y se encuentra en desarrollo y se constituye como una serie de procesos formadores y formativos antes que totalidades formadas” (Cáceres Riquelme y Herrera Pardo, 2014, p. 183). Es decir, intenta registrar el encuentro de lo fuertemente codificado y su presencia vivida (Sarlo, 1993, p. 6). En palabras del autor: “la ‘estructura de sentimientos’ permite dar cuenta de los significados y valores sentidos activamente, las relaciones existentes entre ellos y las creencias sistemáticas e históricamente variables” (Williams, 2000, p. 175). Así, la diferencia con el concepto de experiencia de Thompson estaría en que aquel refiere más al tiempo pasado que a lo que está en proceso. En cambio, Williams quiere referir a “una conciencia práctica de tipo presente dentro de una continuidad viviente e interrelacionada” (Williams, 2009, p. 181).

La estructura de sentimiento es un “compositum, donde los tonos, los matices, los deseos y las constricciones son tan importantes como las ideas o las convenciones establecidas” (Sarlo, 1993, p. 14). Allí se entrecruzan los elementos más sólidos de la ideología y la filosofía dominante con los de la subjetividad. En ella se ponen en juego lo dominante y además lo residual y lo emergente, por lo que aleja al sujeto de la fatalidad de la mera reproducción. Ahora bien, volvemos al mismo punto, ya que Williams nunca termina analizando ni iluminando “lo que la estructura de sentimiento debe a condiciones específicas de clase frente a lo que unifica en un suelo de creencias comunes” (Sarlo, 1993, p. 14).

El problema sigue siendo su “materialismo cultural”, en el que la producción material de la vida termina teniendo el mismo peso que la producción simbólica y cultural. Con él pierde sentido el énfasis que el marxismo pone en la inscripción clasista de los sujetos para explicar los fenómenos sociales. La cultura deja de ser una representación de la realidad material para pasar a ser parte de la realidad material misma. A tal punto llega el razonamiento que considera problemática la distinción entre “la realidad” y lo que se dice sobre ella, así como entre la producción y reproducción de la vida (Williams, 2009, p. 137).

Aunque resulte paradójico, si “todo es material”, lo que se pierde es el materialismo.

Elementos para la conclusión

En el presente trabajo hemos realizado un análisis crítico de algunos de los conceptos fundamentales de Edward Palmer Thompson y Raymond Williams, dos de los autores más influyentes del campo de los Estudios Culturales y del marxismo británico. Fundamentalmente nos hemos centrado en la manera en que abordaron y entendieron el problema de la “determinación” -cuestión nodal de la teoría marxista- y cómo desde allí discutieron y replantearon algunos conceptos básicos como los de clase y conciencia de clase, base y superestructura, cultura, hegemonía, etc. Para ello, no sólo reconstruimos sus principales argumentos, sino que repusimos los principales debates que suscitaron planteando una lectura crítica de estos.

Como vimos, sus teorizaciones se articularon en función de la crítica a la metáfora base-superestructura y la idea de determinación que está por detrás de ella.

En ese marco, Thompson entabla una discusión directa con la definición estructural de clase que la entiende en función de las posiciones que ocupan los hombres y mujeres en el sistema productivo y los vínculos que mantienen con los medios de producción. Fundamentalmente, apunta contra la idea de que las clases puedan ser definidas sociológicamente ya que considera que aquellos conceptos deshistorizan un fenómeno que es netamente histórico y llevan a imputarles a los actores una consciencia independientemente de sus experiencias. En ese sentido, el autor inglés planteó que sólo puede hablarse de clases cuando las personas, con base en su experiencia, ubicadas en situaciones de clase, identifican sus intereses comunes y luchan contra otros. En sus planteos, las nociones de experiencia y de lucha de clases aparecen como los elementos constitutivos tanto de las clases en sí mismas como de la conciencia de clase, lo que a nuestro juicio lo lleva a oscilar entre dos definiciones contradictorias: una en la que homologa clase con conciencia de clase y otra en la que incorpora la categoría de experiencia como mediación entre clase y conciencia de clase.

Por su parte Williams, en su afán de superar las explicaciones deterministas de la cultura, hace esfuerzos por demostrar que no pueden entenderse las prácticas culturales, políticas y artísticas como un mero reflejo de una base económica, sino que es preciso comprenderlas en su interacción con la totalidad del proceso social. En ese camino caracterizamos que, a lo largo de su obra, pasa de construir una definición amplia de cultura (como “modo de vida”) en la que, aunque con tensiones, continúa reconociendo el papel ordenador del factor económico, a otra -que junto a Eagleton definimos como “proto-posmarxista”- en la que la define como un “hecho material” al igual que la actividad económico-productiva y en la que, por ende, no podría asignársele a esta última una jerarquía explicativa.

Gran parte de las críticas realizadas por los autores dan en el blanco. Sobre todo, aquellas que apuntan contra las visiones que tienden a explicar de manera unidireccional los llamados “fenómenos superestructurales”. Ahora bien, a nuestro juicio, sus críticas y posiciones teóricas por momentos tienden a tomar la parte por el todo, cargándose en nombre del “estructuralismo” o del “economicismo” nociones centrales del marxismo. Así, parecieran perder de vista que Marx nunca entendió el término economía en sentido estrecho, como el simple desarrollo de las fuerzas productivas, sino como una dimensión siempre atravesada por la lucha de clases y, por ende, por los momentos “político”, “jurídico”, “ideológico” e incluso cultural en sentido amplio (Grüner, 1998, pp. 32-33). De este modo terminan relativizando el peso que tienen las estructuras económicas en el orden social, en la subjetividad de sus miembros, las culturas y en las cosmovisiones del mundo imperantes, sin poder ver que el hecho de aceptar el papel objetivamente determinante que juega el modo de producción en el orden social no implica necesariamente que los fenómenos “no económicos” deban ser entendidos como mero reflejo de este; de igual manera que definir las clases en función de la estructura no implica que se les deba imputar un tipo de conciencia fija e ineluctable. Como consecuencia, con el afán de no caer en visiones mecanicistas (y este es el problema en el que, a nuestro juicio, cae principalmente Williams), tienden a relativizar el papel objetivo y determinante que juega la clase obrera en la reproducción material de la vida y del sistema capitalista, y por ende su rol estratégico (aunque no inevitable) para la transformación de dicho sistema.

De modo que, si bien sus esfuerzos teóricos estuvieron puestos en fortalecer el materialismo histórico, algunos de sus argumentos y definiciones están en abierta tensión con el núcleo de aquella teoría y, de hecho, habilitaron interpretaciones que rompieron por completo con dicha perspectiva.

Resulta claro, sin embargo, que las debilidades o problemas teóricos que hemos marcado son propios de un esfuerzo importantísimo por renovar y complejizar una teoría dialéctica y dinámica como es la marxista. En el camino de tantos otros grandes pensadores del materialismo histórico, estos autores han buscado problematizar una de las tensiones más intrincadas de dicha teoría y han logrado construir categorías que nos permiten captar esas tensiones en el marco del proceso histórico. Lo valioso se encuentra, además, en el énfasis puesto en la práctica y la agencia de los sujetos, algo que el marxismo estructuralista había enterrado. De este modo (y ese ha sido el objetivo del presente trabajo), revisar críticamente tanto a Thompson como a Williams, aceptando la validez de sus debates y reconociendo los aportes ineludibles al marxismo como filosofía de la praxis, resulta fundamental ya que “después de todo, como dijo alguna vez un viejo marxista, ‘aquellos que no sean capaces de defender antiguas posiciones, nunca lograrán conquistar nuevas’” (Grüner, 1998, p. 29).

No obstante, es preciso advertir que el espíritu crítico y antidogmático con el que debemos revisar toda teoría (sobre todo la marxista) no debe llevarnos a tirar al niño con el agua con la que se lo ha bañado.

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Williams, R. (1981). Culture. London: Fontana Paperbacks.

Williams, R. (2001 [1958]). Cultura y sociedad. 1780-1950. De Coleridge a Orwell. Buenos Aires: Nueva Visión.

Williams, R. (2003 [1961]). La larga revolución. Buenos Aires: Nueva Visión

Williams, R. (2009 [1977]). Marxismo y literatura. Buenos Aires: Las cuarenta.

Notas

1 Definimos “marxismo vulgar”, junto a Eric Hobsbawm, como aquella versión del marxismo que, sobre la base de algunos puntos de vista de Marx, e influida por una visión evolucionista y positivista, reduce toda explicación de lo social a la metáfora base-superestructura, analizando todos los fenómenos sociales como una simple relación de dominio y dependencia entre la “base económica” y la “superestructura”, y operando bajo una concepción teleológica y determinista de la historia (1983, pp. 86-87).
2 En 1962 Stuart Hall fue desplazado de la dirección de la New Left Review, que pasó a manos de Perry Anderson. En ese marco, Thompson decidió abandonar las páginas de la revista y abrió una importante polémica con su nuevo director, que trabajaremos en las siguientes páginas. Por su parte, Williams también tuvo sendas intervenciones desplegando y discutiendo sus posiciones con el mismo Anderson, Anthony Barnet y Francis Mulhern.
3 Es de destacar que Harvey J. Kaye rechaza las interpretaciones como las de Hall que ubican a Thompson dentro del “culturalismo”. Desde su punto de vista, ello supone que existió una ruptura con un supuesto “economicismo” representado en Inglaterra por Maurice Dobb, algo que para el autor no sucedió. Por el contrario, para Kaye lo que existió fue un cambio de énfasis en las perspectivas de los autores (2019, p. 54). En ese sentido, el autor destaca que las preocupaciones teóricas e historiográficas de E. P. Thompson estuvieron fuertemente atravesadas por la agenda de discusiones del Grupo de Historiadores del Partido Comunista, del que fue miembro activo junto al mismo Maurice Dobb, Rodney Hilton, Christopher Hill y Eric Hobsbawm. Y que incluso posteriormente a 1956, luego de la salida de Thompson y otros miembros del grupo, unos y otros siguieron compartiendo una agenda de preocupaciones que hace que sean considerados como parte de una misma tradición historiográfica.
4 Cuando hablamos de los seguidores / sucesores de los Estudios Culturales, hacemos referencia, por ejemplo, a intelectuales como Edward Said, Homi Bahbha, G. Chakravorty Spivak, entre otros, fundadores de corrientes como la llamada “teoría poscolonial”, de gran peso en el mundo académico de América Latina en los últimos tiempos.
5 El propio Thompson plantea que abandonar la distinción entre ser social y conciencia social es abandonar por completo la tradición marxista (Thompson, 1994b, p. 52).
6 Para Thompson, la utilización de clase como categoría analítica (para organizar la evidencia histórica) es legítima sólo porque no existe una mejor. A su juicio, toda utilización del término clase que esté por fuera de su “sentido más pleno”, es decir, de su aparición en la historia como categoría nativa de quienes pertenecen a ella, es sólo una ficción analítica (Thompson, 2019).
7 Sewell critica a Thompson por apegarse a la idea clásica de determinación marxista y no introducir ninguna causa no económica de la aparición de la conciencia de clase.
8 Es de destacar que Williams también está discutiendo explícitamente con la tradición iniciada por Matthew Arnold a mediados del siglo XIX y continuada por Frank Raymond Leavis durante la primera mitad del XX (Williams fue discípulo de este último). Desde una posición elitista y nacionalista, estos autores concebían la cultura como “las artes” y la consideraban una herramienta clave para la reconstrucción de la comunidad y la nación inglesa frente a las fuerzas disolventes del industrialismo capitalista. Así, revindicaban la “gran tradición literaria” como portadora del “espíritu de la sociedad” y la “salud moral” de la nación ante la “degeneración de la cultura”, y sostenían la superioridad de las “humanidades” y de las letras por sobre el conocimiento científico. Bajo esta idea protagonizaron importantes polémicas (con T. H. Huxley y C. P. Snow, respectivamente), que fueron muy influyentes en las reflexiones británicas sobre cultura y sociedad (Mattelart y Neveu, 2004).
9 De hecho, Williams discute con la tendencia a definir las clases según el poder adquisitivo, que lleva por ejemplo a muchos trabajadores a definirse como clase media, planteando que lo que en última instancia define las clases es su relación con la propiedad (Williams, 2003, pp. 304-305).
10 Es de destacar que en Marxismo y literatura el autor plantea definiciones sobre los temas que aquí analizaremos que, en lo fundamental, son retomadas en obras posteriores como Problems in Materialism and Culture (1980) y Culture (1981).
11 Gramsci (2008) refiere la Weltanschauung o cosmovisión a la forma de concebir el mundo y la vida, una concepción de la realidad que la clase dominante o dirigente presenta como universal y torna hegemónica.

Recepción: 09 Diciembre 2021

Aprobación: 31 Enero 2022

Publicación: 02 Mayo 2022

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