Anuario del Instituto de Historia Argentina, nº 15, 2015. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

 

DOSSIER
La Historia y la historiografía en América Latina en el siglo XIX. Perspectivas, configuraciones, itinerarios

 

La enseñanza de la Historia en el proyecto modernizador de las oligarquías rioplatenses. Estudio a partir de las publicaciones oficiales de las Direcciones de Educación de Argentina y Uruguay (1880-1910)

 

Sabrina Alvarez Torres

Universidad de la República (UdelaR)
s.alvarez.torres@fhuce.edu.uy
Uruguay

 

Cita sugerida: Alvarez Torres, S. (2015). La enseñanza de la Historia en el proyecto modernizador de las oligarquías rioplatenses. Estudio a partir de las publicaciones oficiales de las Direcciones de Educación de Argentina y Uruguay (1880-1910). Anuario del Instituto de Historia Argentina, (15). Recuperado a partir de: http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn15a07

 

Resumen
En el marco del proyecto modernizador de las oligarquías rioplatenses, la enseñanza de la Historia cumplió un papel significativo. En ese proceso, sus integrantes, a través de distintos órganos de dirección gubernamental, intercambiaron, debatieron y enunciaron sus posturas respecto del papel que aquella debía cumplir. Este artículo tiene como objetivos valorar los aportes de las publicaciones oficiales de las Direcciones de Educación de Uruguay y Argentina como fuentes para el estudio del tema, hasta el momento escasamente estudiadas desde el enfoque de la Historia de la Historiografía; y observar los argumentos expresados acerca de la pertinencia de la enseñanza de la Historia.

Palabras clave: Historiografía Rioplatense; Modernización; Enseñanza de la Historia.

 

The teaching of history in the modernizing project of the River Plate oligarchies. Study based on the Uruguay and Argentina official publications of the Educational Direction (1880-1910)

 

Summary
Under the modernizing project of the River Plate oligarchies, the teaching of history played a significant role. In the process, its members, through various organs of government direction, exchanged, discussed and spelled out their positions on the role it should play. This article aims to assess the contributions of the Uruguay and Argentina official publications of the Educational Direction as sources for the study of the subject, so far, little addressed from the perspective of the history of historiography; and observe the arguments expressed about the relevance of history teaching.

Keywords: River Plate Historiography; Modernization; Teaching History.

 

Modernización, progreso, civilización y disciplinamiento

Superados los duros años de casi permanentes conflictos internos, los Estados nacionales de la región platense en proceso de conformación comenzaron a consolidarse. El Estado comenzó paulatinamente a alcanzar estatidad1 y la clase social que se beneficiaba de su control se afianzaba como clase dominante al hacer aparecer sus intereses como los de la mayoría.2 Así, sus negocios crecieron, no sin altibajos, y los Estados nacionales pasaron a integrar “armónicamente” el concierto de naciones (o mercado internacional).

Hacia el último cuarto del siglo XIX, sectores vinculados con la actividad agropecuaria estrecharon vínculos con sectores financieros, conformaron un bloque social poderoso que logró ubicarse en lo más alto de la pirámide social, y alcanzaron, de modo directo o a través de sus representantes políticos, el control del gobierno y del Estado. Varios de ellos fueron autoridades educativas que expresaron sus opiniones en las publicaciones oficiales de educación.

Estos sectores han sido caracterizados como clases conservadoras u oligarquías locales. El historiador uruguayo José Pedro Barrán (1990) entendía como “clases conservadoras”, tomando el concepto de la historia social europea, a aquellas clases “poseedoras de los medios de producción” y que para lograr sus objetivos se vieron obligadas a “disciplinar” las clases populares. Para el argentino Natalio Botana (1974), la oligarquía se define por su capacidad de control económico (coincidente generalmente con la posesión de las tierras y otros medios de producción económicos) y por ser un grupo relativamente homogéneo consciente de “pertenecer a un estrato político superior.” Es, asimismo, un grupo privilegiado de la sociedad anclado en los resortes del poder que hace uso de ellos en su beneficio.

Estas clases que controlaban los circuitos de producción y de circulación de bienes se beneficiaron de la nueva coyuntura económica internacional y fueron los agentes locales de su “aplicación” en la región (Oszlak, 1997). Inspirados por la idea de progreso, buscaron por distintos medios mejorar su producción y sus ganancias de acuerdo a las demandas del mercado internacional en proceso de expansión.

Doctrinas como el liberalismo y el positivismo legitimaron este nuevo orden social buscando poner a tono estas tierras inhóspitas y de tradiciones culturales tan distintas con los gustos, los valores y las exigencias del mundo civilizado. La modernización de las formas de producción significaba la sustitución de la vieja estancia “cimarrona” en la que se criaba ganado criollo en campos sin delimitar por empresas ganaderas explotadas de forma planificada, con inversión en mestizaje, en alambramiento y mejoramiento de la calidad de la producción (Nahúm, 1968). También se apostó al perfeccionamiento del procesamiento de la materia prima. En 1883 se instalaron los primeros frigoríficos en la Argentina; en Uruguay, recién hacia 1905-1915. Pero no alcanzaba con la modernización de los medios de producción: era necesario contar con una mano de obra acorde a las nuevas exigencias.

Acompasados con estas transformaciones económicas, se produjeron cambios en materia política. En la década de 1870 se sucedieron en Uruguay hechos significativos como la fundación de la Asociación Rural del Uruguay (en adelante ARU) en 1871 y la dictadura de Lorenzo Latorre desde 1876. Los gobiernos dictatoriales de Latorre (1876-1880) y Santos (1880-1886) habilitaron la consolidación de un Estado fuerte, a partir de la instauración de un ejército profesional, una policía eficaz, con mejores medios de comunicación (ferrocarril y telégrafo); se creó un marco jurídico de protección de la propiedad privada a través de, por ejemplo, el Código Rural (reclamado por la ARU), el Código de Instrucción Criminal y, podríamos agregar, una normativa educativa a tono con la nueva realidad.

En la Argentina, entre 1876 y 1880, los dos Ministros de Guerra del presidente Nicolás Avellaneda lograron dominar la región denominada “desierto” (frontera sur de la provincia de Buenos Aires). Con estas acciones se avanzaba definitivamente sobre territorios “indómitos”, hasta ese entonces poblados por grupos indígenas, que ponían en peligro constantemente la estabilidad, además de mantener “improductivas” tierras sumamente ricas. Otros grandes avances se lograron en ese período: la integración de Buenos Aires al resto del país, la federalización de los ingresos por rentas aduaneras, la emisión de moneda y la formación y consolidación de un ejército nacional (Sempat, 2011).

De este modo, como señala Tulio Halperín Donghi (1980), aumentó la coincidencia entre los proyectos del Estado nacional y los proyectos de los sectores dominantes de la economía argentina, que lo utilizarían en su beneficio. Una de las prioridades explícitas del gobierno de Roca era crear un ejército nacional, moderno, acompañado del aporte del avance de las comunicaciones que permitirían conectar puntos alejados del Estado, rompiendo con posibles levantamientos de las “montoneras”; además de acelerar el proceso de poblamiento de los territorios quitados a los indígenas, dando las debidas garantías a la propiedad privada.

Según Foucault (2002), este período puede ser caracterizado como de constitución de una sociedad “disciplinaria” en el que se suceden y conviven una serie de procesos históricos de carácter “amplio” (económicos, políticos, jurídicos, científicos). Sostiene asimismo que

si el despegue económico de Occidente ha comenzado con los procedimientos que permitieron la acumulación del capital, puede decirse, quizá, que los métodos para dirigir la acumulación de los hombres han permitido un despegue político respecto de las formas de poder tradicionales, rituales, costosas, violentas, y que, caídas pronto en desuso, han sido sustituidas por toda una tecnología fina y calculada del sometimiento.

Desde esta perspectiva, los procesos de acumulación de capital y “acumulación de hombres” se produjeron de modo simultáneo, por lo que resulta valioso estudiar los mecanismos por los que se potenciaron. La educación fue uno de ellos; la enseñanza de la historia, como parte de la misma, también. La conformación de un discurso legítimo, aglutinador y homogeneizador del “ser nacional”, también contribuyó en la consolidación de estas sociedades “disciplinarias”.

En el período que abordo en este artículo (1880-1910), hubo un crecimiento exponencial de la población en ambos países, en especial producto de la inmigración. Si bien la apuesta de los gobernantes era que los inmigrantes fundaran colonias agrícolas, la mayoría quedó principalmente concentrada en las ciudades (Sánchez-Albornoz, 1991). Los cambios en materia productiva señalados anteriormente estuvieron acompañados por transformaciones demográficas. El alambramiento de los campos en Uruguay significó el desplazamiento de miles de desocupados, que no pudieron ser absorbidos por la industria ni por la producción agrícola, y quedaron asentados en los denominados “pueblos de ratas” (Bralich, 2013). Esta población siguió siendo una “carga” para los sectores dominantes y hacia ellos y sus formas de vida estuvieron orientadas varias de las políticas educativas.

En este período avanzó, con el ingreso de las filosofías positivista y liberal, el proceso de secularización del Estado. No sin resistencia por parte de la Iglesia; por ejemplo, en 1879 se creó el Registro Civil en Uruguay y en 1884 en Argentina, lo que significaba que el Estado pasara a controlar directamente los registros y estadísticas respecto de nacimientos, defunciones, casamientos (Romero, 1994).

La filosofía positivista fue el sustento de estos procesos de transformación que venimos analizando; dice Ardao (2008) que fue “un instrumento ideológico para la comprensión y encauzamiento de esa misma transformación, tal como ella ocurría en el orden político e institucional”.3 La visión eurocéntrica en materia cultural y la necesidad de la adaptación a las normas “civilizadas” cambió, como estudia con detalle Barrán (1990), la sensibilidad.

Este proceso de transformación de los patrones culturales y de las “sensibilidades” coincidió con los cambios en materia económica, política y social. La estratificación social comenzó a ser más notoria. El “alto comercio” y los estancieros agremiados a la ARU, por ejemplo, comenzaron a ser llamados hacia 1880 “clases conservadoras” por impulsar tanto la paz política como la preservación del orden social (Barrán, 1990).

A los sectores populares se los miraba como amenaza a este orden; más aún con las primeras expresiones huelguísticas obreras hacia 1884 en Uruguay. En la década de 1890 aparecieron las primeras manifestaciones obreras en Argentina por la mejora de las condiciones de vida. En ese mismo año se celebró el primer 1° de Mayo con la participación de unas 3.000 personas (Romero, 1994).

La Iglesia Católica cumplió un papel importante en cuanto a la propaganda disciplinadora de los “desenfrenos”; y la escuela propició la obediencia y el trabajo sobre la desobediencia y la holgazanería en los niños, futuros ciudadanos (Barrán, 1990).

Ya Sarmiento y Alberdi sostenían en las décadas del 40' y 50' la importancia de la educación popular pero dentro de ciertos límites que no implicaran demasiado avance de los sectores dominados; sin embargo, entendían que sin la instrucción no sería posible la conformación de una fuerza de trabajo (Halperín Donghi, 1980).

En 1884 se votó la ley 1.420 de educación en Argentina luego de largas controversias entre liberales y católicos y de instancias como el Congreso Pedagógico Interamericano de 1882, en el que se delinearon una serie de ideas respecto de cómo debía ser la educación pública (Biagini, 2004). En Uruguay, por vía de Decreto, se regularizó la educación común durante el gobierno de Latorre en 1877. Las escuelas argentinas y uruguayas se volvieron así transmisoras de valores a los niños que a ellas asistían, con el fin de transformarlos en personas adaptadas a las normas “civilizadas” de convivencia (Leone, 2000; Bralich, 1989).

Las publicaciones oficiales de las Direcciones de Educación de Uruguay y la Argentina como fuentes para el estudio de la historia de la historiografía

El “Monitor de la Educación Común”, publicación oficial de la Dirección de Educación Argentina, apareció por primera vez en 1881, haciendo cumplir lo establecido por la Ley de Educación Común que obligaba al Director General de Escuelas a “dirigir una publicación periódica en que se inserten todas las leyes, decretos, reglamentos, informes y demás actos administrativos que se relacionen con la Educación Primaria; como asimismo los datos y conocimientos tendentes a impulsar su progreso”, con el fin de llegar a los maestros y las escuelas de todo el país; entendidos como los pilares fundamentales del proceso que se estaba llevando adelante. Era también sumamente importante “uniformar las prácticas” del magisterio nacional (Dirección Nacional de Educación, 1880).

A lo largo de la publicación se encuentran artículos pedagógicos y didácticos, notas literarias e históricas, documentación de diversa índole que da cuenta de las actividades del Consejo Nacional de Educación, datos estadísticos, informes de los inspectores provinciales, reseñas bibliográficas, fragmentos de libros, artículos de revistas extranjeras y nacionales, traducciones de libros, notas panorámicas de la situación de la educación en otros países del mundo, reflexiones sobre la educación en Argentina, entre otros. Los autores eran figuras argentinas y extranjeras destacadas en materia didáctica y pedagógica, así como en otras disciplinas relacionadas con el ámbito educativo y literario argentino y de la región, como Joaquín V. González, José Ingenieros, Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones, Gabriela Mistral, Juan Zorrilla de San Martín, José Vasconcelos.

“El Monitor...” logró convertirse en un medio de difusión de alcance nacional de los principales avances en materia educativa en la comunidad argentina, una publicación de referencia para maestros y directivos.4

Las “Memorias de los Inspectores de Educación Primaria” de Uruguay5 aparecieron por primera vez en 1877 ya que, según lo dispuesto en el artículo 25 de la Ley de Educación Común de Uruguay, el Inspector General de Instrucción Pública debía periódicamente presentar ante la Dirección General de Instrucción Pública un informe detallado de la situación educativa del país. Estas “Memorias” dan cuenta del desarrollo a nivel local, departamental y nacional de la educación. Aparecen muchos datos cuantitativos respecto de gastos efectuados, niños, útiles escolares, maestros; pero entre ellos también se pueden encontrar experiencias de los inspectores respecto del proceso de “reforma” educativa inspirado por José Pedro Varela6 y algunas reflexiones sobre el asunto (Varela, 1878).

Casi en paralelo, apareció el “Boletín oficial de la Dirección General de Instrucción Pública”7, desde 1878 hasta 1880, siendo su primer director José Pedro Varela. En este Boletín aparecen resoluciones tomadas por la Dirección General de Instrucción Pública, con el objetivo de comunicar a los docentes y directores.

Con la “Enciclopedia de Educación”, publicada por iniciativa de José Pedro Varela desde 1879, se pretendía poner a disposición de la población los principales avances en materia educativa en el mundo, principalmente en Europa, como referencia para el proceso que se llevaba adelante desde su cargo como Inspector General de Instrucción Primaria.

Esta publicación cambió su nombre a “Boletín de Enseñanza Primaria”8 en 1889. El objetivo de su publicación era que se llevaran a todas las escuelas del país “aquellos conocimientos más indispensables para satisfacer nuestras necesidades y dar mayor unidad de acción al personal enseñante”. Entendían además que el personal docente muchas veces se encontraba falto de estímulos y no había unanimidad en sus acciones. Con la publicación de artículos y notas acerca de los avances en materia educativa de las naciones “más adelantadas” de Europa, pretendían inspirar al magisterio nacional (Piaggio & Parsons, 1898).

En los “Anales de Instrucción Primaria”9, publicados desde 1904 bajo la dirección de Abel J. Pérez (Inspector General de Instrucción Primaria)10, se encuentran contenidos de diversa índole: artículos, resoluciones, informes, traducciones de publicaciones; opiniones de personalidades de importante peso en la vida nacional, como Abel J. Perez, Orestes Araújo y J. P. Segundo.

Esta publicación pretendía dar continuidad a la publicación “Boletín de Enseñanza Primaria” que había dejado de publicarse cuatro años atrás por motivos meramente económicos. Con los “Anales...” se buscaba “llenar una necesidad sentida en nuestro organismo escolar, así en su funcionamiento interno, como en sus relaciones exteriores”. Esta publicación pretendía servir de nexo con las publicaciones similares en el exterior, pero más fundamental era la función que debía cumplir dentro de las escuelas del país, en particular en las rurales, que seguían “aisladas” por la escasez de vías de comunicación, sin recibir ni intercambiar experiencias de su magisterio (Pérez, 1904b).

En estas publicaciones, de pretendido (y logrado en mayor o menor medida) alcance nacional hacia el cuerpo docente, se vertieron opiniones respecto de los contenidos historiográficos que debían ser impartidos; y para qué debían impartirse, tema en el que nos concentramos en este artículo.

Los Estados nacionales del Plata, en proceso de consolidación, debieron, a través de sus agentes, encargarse de legitimar las ideas de nación, patria, ciudadanía, patriotismo, para así justificar su propia existencia y reproducción.

En este sentido, sostiene Lionetti (2005) que “la primer misión de la escuela pública era la de extender la matriz identitaria de toda la comunidad. Para conformar la sociedad civil a la que se aspiraba era imprescindible que la comunidad de individuos reconociera su pertenencia a la nación”. Como veíamos anteriormente, se debía homogeneizar la población heterogénea y dispersa en un territorio, en el proceso de construcción de una “sociedad disciplinaria” que se pusiera paulatinamente a tono con las demandas de un nuevo momento del desarrollo capitalista.

El “proyecto educativo oligárquico”, como llama Alliaud (1991) a este período de la historia de la educación argentina, “contemplaba un tipo de educación 'básica', destinado a las mayorías poblacionales. Mediante la generalización de este nivel de enseñanza se esperaba obtener hombres y mujeres dotados de nuevos hábitos (...) perseguía fines políticos, pero también económicos y sociales”.

Los principales autores con los que trabajaremos (José Pedro Varela, Leopoldo Lugones, Adela Castell, José Figueira, Abel J. Pérez, Franciso Abadie) provenían de distintos ámbitos sociales, vinculados principalmente a las actividades comerciales y profesionales. Varios de ellos se desarrollaron de forma autodidacta en el periodismo y los temas educativos. Asimismo, alcanzaron importantes cargos políticos en la gestión educativa. Compartían en general la admiración por las visiones spencerianas y fueron adeptos a la tesis civilización vs. barbarie. Si bien no podemos decir que fueran integrantes directos de las oligarquías rioplatenses (venían de familias de distintos orígenes sociales), sí es cierto que fueron funcionales al logro de sus objetivos y a la concreción de las transformaciones necesarias para el desarrollo de nuevas actividades a las que sí estuvieron vinculados.

Para legitimar y hegemonizar los discursos con pretensiones de generalización, actores vinculados a los ámbitos de poder compitieron dentro de un “campo” que en ese período estaba en proceso de construcción. Debemos considerar, con Bourdieu (2007), que dentro del campo intelectual los agentes o “sistemas de agentes” que lo conforman “se oponen y se agregan”, estructurándolo así en cada momento.

Como sostiene Cuesta Fernández (1997), si bien emergen opiniones particulares (de individuos o grupos en disputa), la conformación de un sistema educativo “nacional-estatal” requiere de la “normalización curricular del conocimiento” y le corresponde al Estado (a quienes tengan su control) determinar “cuál conocimiento es el legítimo y cuál no”.

Las instituciones educativas, en el marco de la consolidación de los Estados, cumplieron una función específica en la construcción de determinado tipo de ciudadano. El estudio de los contenidos expresados por sus autoridades en sus órganos oficiales (voz legitimada dentro del campo) nos puede permitir conocer, por un lado, las distintas voces en disputa pero con un mínimo grado de reconocimiento, y por otro, las definiciones oficiales que irían consolidando determinado discurso y determinada forma de hacer las cosas.

A continuación, nos detendremos en las posturas respecto de los motivos y los fines de la enseñanza de la historia en los distintos niveles de la educación. Resultaría significativo realizar este análisis a lo largo de distintos momentos históricos, pero este en particular cobra un valor especial por ser reconocido como el del inicio de la consolidación del Estado, con todo lo que ello implicaba.

Historia magistra vitae. Inculcando una nueva moral

Para varios de los pensadores, educadores y políticos que aparecieron en las publicaciones oficiales, la historia era “maestra de la vida”11; motivo (amplio y poco definido) más que suficiente para ser enseñada. Era un complemento sustancial para la enseñanza moral puesto que, a través de ejemplos extraídos de la historia, estaban convencidos de que se podían impartir contenidos morales; una moral específica, en proceso de generalización, acorde a las nuevas condiciones de vida civilizada.

Para formar hombres capaces de llevar las riendas de su patria y dar continuidad a los esfuerzos de sus antecesores, los niños (futuros hombres) debían poder prever el futuro basándose en hechos pasados y presentes: “que sea un pensador, teniendo en cuenta que la escuela no prepara para ella, sino para la vida”. (Dirección Nacional de Educación, 1898). En este sentido, el valor de la enseñanza histórica era incuestionable: serviría a los fines democráticos, republicanos y civilizados aportando una capacidad de razonamiento particular a los futuros gobernantes que les permitiría meditar sobre las acciones por venir sobre la base de las experiencias pasadas.

A través del estudio ejemplificatorio de las grandes proezas históricas y los grandes hombres que las llevaron adelante, se enseñaría a los niños el camino que debían seguir. Era necesario conocer los valores y los hechos de los héroes (a través de distintas conmemoraciones) para infundir los valores patrióticos y esto se podía hacer sólo a través del conocimiento histórico (Pérez, 1911a). Los grandes hombres “seleccionados” para perdurar en el tiempo (no sin controversias) eran cargados por valores y cualidades; eran instalados como “ficciones orientadoras” para guiar a las masas semi-bárbaras (Simón, 1904) hacia un estadio superior de la vida humana: la vida civilizada, en la que el hombre sería respetuoso de las normas, de las instituciones y de las jerarquías.

Pero si la historia mostraba ejemplos, estos debían ser muy claros. Respecto de este punto se pueden observar diversas opiniones. A pesar de ello, hay un convencimiento general de la función moralizadora, ciudadana y civilizatoria de la enseñanza de la historia. Para la reflexión histórico-historiográfica esto es un tema esencial, pues de los acuerdos generales respecto de qué ejemplos o no debían ser mostrados se definiría la legitimidad o no de determinado discurso historiográfico.

El ejemplo que se presenta a continuación es ilustrativo de lo que acabo de plantear. En carta fechada el 5 de octubre de 1881, el Ministerio de Gobierno del presidente Máximo Santos consultó a la Dirección General de Instrucción Pública si había adoptado como texto oficial el Bosquejo histórico de la República Oriental del Uruguay de Francisco Berra.12 La Dirección informó que no había resuelto nada al respecto. Sin embargo, el Ministerio sabía del uso de este libro en “algún colegio del Estado”, motivo por el que llamaba la atención a la Dirección General, puesto que la enseñanza de la historia nacional debía estar dirigida a “fortalecer el sentimiento innato de la patria en almas juveniles” necesitadas “más de inspiraciones elevadas que de criterio reflexivo” para estudiar la historia, fin al que la mencionada obra no contribuía según entendieron las autoridades del Poder Ejecutivo. El “elevado fin” del Estado era instaurar “como tradición” la de Artigas, “que venera el pueblo y que se perpetuará con el tiempo a pesar de cualquier obstáculo.” A partir de este inconveniente se le exhortó a la Dirección que no permitiera el uso de textos orientados por “toda influencia antinacional”; por lo tanto, debía eliminar de todas las escuelas los ejemplares del Bosquejo... “porque más que un derecho es un deber de toda nacionalidad no discutir su independencia, sino acatarla y dignificarla” (Ministerio de Gobierno, 1881).

Por lo tanto, a partir de esta lógica lo que daba valor a determinado discurso historiográfico era su funcionalidad a las necesidades de los rectores de la comunidad: en este caso, los representantes en el gobierno de los intereses de la oligarquía uruguaya. A partir de los contenidos legitimados, el discurso seleccionado enseñaría a los niños lo correcto y lo incorrecto.

El Director de Instrucción Pública de Uruguay, Abel Pérez (1907), entendía que debía estudiarse a los grandes hombres en “sus luchas verdaderamente abnegadas, su valor, su virtud y el amor desinteresado” por su patria, que llevaron a sus naciones a ser lo que eran. Se los debía mostrar en sus aspectos “virtuosos, perseverantes y valientes”, enérgicos por la causa de la patria para que inspiraran así la imitación y el amor por parte de los niños, futuros hombres. Como hace notar Lionetti (2005), a fines de la década de 1890 empezaron a aparecer algunas expresiones de discrepancia respecto de quiénes eran o debían ser los “verdaderos” héroes. La narración exaltadora de los rasgos militares de los hombres que dieron la vida por la patria comenzó a ser cuestionada por aquellos que “señalaron la ausencia de métodos, el cúmulo de información y la falta de textos más sencillos para ser trabajados en el aula”. Además de los grandes Capitanes y Generales de las acciones de armas, se reclamaba el reconocimiento a los soldados que, sin ocupar puestos de conducción, dieron su vida por “la causa nacional”. Pero hubo quienes fueron más lejos y reclamaron que no se olvidara a “los hombres comunes” que día a día sostenían la nación y el progreso de la misma con su trabajo.

Ya en 1880 evaluaba José Pedro Varela que, si bien tanto la Historia como la Geografía, auxiliares una de la otra, brindaban a los niños conmovedores relatos de los grandes hechos históricos, no se habían cultivado suficientemente. Para el “Reformador” de la educación uruguaya, el objetivo principal del estudio de la historia era “hacer comprender a los niños el origen, carácter y condición de la nación de que forman parte”; conocer su país en primera instancia y luego el desarrollo de los países vecinos y los más destacados de la escena mundial, para así cumplir con los “deberes en la vida pública”. Sin embargo, la historia de las repúblicas platenses y, más aún, la historia nacional uruguaya eran poco abordadas. Señaló que se ignoraban las biografías de los hombres que más habían influido social y políticamente en la vida nacional y que apenas se conocía la cronología de los principales acontecimientos de nuestras historias.

Según Varela (1880), incluso, para lograr que los niños comprendieran el complejo concepto de nación, debían “apoderarse” de los hechos históricos que mejor colaboraran para entender cómo se han formado la nación y la patria. Era saludable dar a conocer las costumbres, las tradiciones, los avances en la industria y el comercio, los actos de gobierno en forma de anécdotas y a través del uso de imágenes y síntesis simples para “ir penetrando poco a poco en la mente de los niños”. Y, podríamos agregar, para que los niños fueran interiorizando estos preceptos como verdades incuestionables y móviles para su actuar ciudadano.

Parecía estar convencido Varela (1880) de que no era conveniente “pervertir la conciencia histórica de los niños” haciéndoles admirar a los hombres que hicieron la guerra, que habían causado tanto daño a las naciones, y proponía que se fortaleciera en las nuevas generaciones “el amor a las ciencias, a las artes, a la industria, al trabajo, y la admiración por los grandes sabios, por los grandes artistas, por los grandes descubridores, por los que en las múltiples evoluciones de la vida social, realizan y robustecen y ensanchan el progreso”, ya que no faltaban en la historia moderna hombres y acciones dignas de este tipo que debían ser mostradas por directores y maestros de escuela.

El fin moralizador de la enseñanza de la historia fue fundamental para muchos de los pensadores y políticos vinculados con los temas educativos en el marco del proyecto modernizador. El consenso respecto de qué historia debía ser enseñada afectaría al logro del objetivo de la enseñanza de la historia como ejemplificadora de acciones y valores concordantes con el mundo moderno y civilizado, anclado en la región platense.

Buenos ciudadanos, buenos patriotas

El ciudadano ideal, desde la concepción general de las clases dominantes, era una persona respetuosa de las instituciones, que las conocía (al menos de modo general) y que estaría dispuesto (como buen patriota) a dar su vida por defenderlas. Además, contribuiría con su trabajo al engrandecimiento de la nación a través del crecimiento económico (de las clases poseedoras). En perspectiva, podemos ver / preguntarnos cómo inculcar estas nociones (con pretensión performativa)13 colaboró en la “acumulación de hombres” para la producción sistemática para la industria y el agro, proceso paralelo al de la conformación del Estado nacional. Ser un trabajador sería también ser un buen ciudadano. Si consideramos el análisis de Susana Carreras (1999), la escuela cumplió una función esencial en el camino civilizatorio, formando a los ciudadanos de la República (quedaban afuera, entre otros, los gauchos, que no eran considerados ciudadanos). Esta conformación ciudadana también implicaba la conformación de hombres (y mujeres) aptos para el trabajo demandado en las nuevas condiciones económicas.

Como venía mencionando, en el marco del proyecto modernizador inspirado en los valores “civilizados” era necesario adaptar la población a las nuevas demandas. Se puede leer en las opiniones de los autores publicados en las fuentes que abordamos el convencimiento de que con la enseñanza de la historia se contribuiría en la formación de patriotas y “buenos” ciudadanos. Cabe destacar que ambos conceptos aparecen repetidamente sin ser definidos de modo claro, sino más bien expuestos como ideales a alcanzar.

El argentino Leopoldo Lugones (1909a)14 decía que la enseñanza en general debía tender al logro de “resultados morales y filosóficos” esencialmente, la formación de la conciencia ciudadana y “el desarrollo progresivo del hombre civilizado”; la enseñanza de la historia colaboraría en el logro de estos fines infundiendo amor a la patria, respeto a la civilización y a través de ambas inspiraría “la fraternidad de los hombres”. Esta “fraternidad” implicaba el respeto a determinadas normas de conducta, tendientes al control de los impulsos “bárbaros”.

Según entendía Nin Frías (1904), los futuros ciudadanos, mandatarios, legisladores o magistrados en una República democrática como la uruguaya debían estar habituados a meditar sobre las cuestiones históricas para “cultivar el sentido moral, despertar los sentimientos patrióticos y encaminar la conducta” que en adelante seguirían “para bien de la Patria que los vio nacer”. Esto se lograba junto con la enseñanza de la Poesía, para infundir en los niños hermosos recuerdos en sus corazones, y junto con la Geografía, para ubicar espacialmente los acontecimientos como también colaborar en la idea de definir las fronteras de su “nación”.

Asimismo, la historia sería útil para inspirar y desarrollar la imaginación en los niños. El pedagogo suizo Daguet, en su Manual de Pedagogía citado en el “Boletín de Enseñanza Primaria” de 1892, planteaba que el estudio de la historia nacional inspiraría en los niños “elevados sentimientos” y “saludables y benéficos pensamientos” al recordar grandes acciones heroicas, de sacrificio por la patria, que movilizarían la imaginación y los sentimientos de los educandos, inspirando en ellos la predisposición a la realización de acciones similares. Inculcaría en los niños el juicio y la razón, puesto que el maestro podía preguntar ante cada hecho histórico estudiado “'¿Está bien?- ¿Está mal?- ¿Es verdad esto?- ¿Es falso?- ¿Es justo o no?'”.

Por este motivo, entendió la Comisión Didáctica del Consejo Nacional de Educación argentina, integrada por Marcos Sastre15 y Federico de la Barra (1884), que los datos e imágenes que se crearan en los niños en la escuela sobre los grandes hombres y de la historia en general debían ser “perfectamente exactas” puesto que se grabarían de una vez y para siempre en los “espíritus tiernos.”, futuros hombres que llevarían adelante la nación, desde los lugares que les correspondieran cumpliendo las tareas que les correspondieran. Así, los grandes acontecimientos, “patrimonio” de todas las generaciones que componían y compondrían la nación, debían mantenerse vivos e íntegros “en el amor y en la conciencia del país”.

Impartiendo estos valores a través de la emotividad se comenzaba a desarrollar lo que llama Benedict Anderson (2000) una “comunidad imaginada”. Esa “comunidad” se “imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal”. Para ello, se deben generar sentimientos comunitarios. La enseñanza de la historia podía colaborar al cumplimiento de ese objetivo. Se creaba así una “comunidad de un mismo culto”; “culto” expresado a través de la “adoración” de los grandes hombres, de las grandes hazañas de la “nación”, culto a los nuevos “dioses”, como sostiene Barrán (1990). Culto que unificaría a los elementos dispersos de la “nación”.

Cuando la escuela convocaba a sus alumnos y a la comunidad a recordar a “los grandes hombres que en todos los órdenes de la actividad dedicaron sus esfuerzos a la gloria de su país”, con seguridad, para Abel J. Pérez (1904b), las amistades se fortalecían, la hermandad entre los compatriotas crecía y el “amor a la patria” surgía “en las almas con la síntesis de todos esos pensamientos concordantes que buscan la fórmula de la civilización”.

La “predicación” de las acciones heroicas cumplía un fin moralizador, por lo que se debía ofrecer culto sólo a los hombres de méritos dignos de recordar, aquellos que pudieran inspirar la imitación de sus heroicas y virtuosas acciones (Simon, 1904). Sin embargo, Abel Pérez (1908) entendía que las versiones de los héroes de la patria que se habían enseñado hasta ese momento eran un tanto exageradas, y si las cualidades eran exageradas al extremo que se las viera como sobrehumanas ¿cómo se podía pretender que fueran imitadas? Se generaba desaliento en los educandos ya que no podrían imitar esos ejemplos casi divinos. Además, esa exaltación inspirada en la niñez y en la adolescencia se debilitaría “al entrar en la edad viril”, al examinar en profundidad al héroe y la historia. Para evitar esto, propuso que se enseñara ya desde niños que los grandes próceres fueron “solamente hombres” pero que sacrificaron sus ambiciones y proyectos personales en aras de la lucha por “ideales más puros y más altos”. La imitación de estos “ideales más puros y más altos” es lo que los haría buenos ciudadanos y patriotas.

Incluso las ideas de patria y patriotismo que se inspirara condicionaría la formación de los ciudadanos. Así, nos podemos encontrar con opiniones distintas respecto de ellas. Por citar un ejemplo, Rodolfo Benuzzi en su artículo “Patriotismo y Guerra” presentado en el Congreso Americano de Montevideo de 1901, criticaba la idea de patriotismo inspirada a los niños hasta el momento, que se asociaba con las acciones bélicas y los militares. Entendía que debía infundirse el amor por el trabajo ya que el desarrollo del comercio, la industria, las ciencias y las artes nacionales eran la única forma de hacer fuerte y grande a la patria y ser útil para el resto de la humanidad. Se debía enseñar, por lo tanto, una historia nacional científica, artística, industrial y comercial.

Para el uruguayo Abel J. Pérez (1907), la exageración de este sentimiento también podía ser perjudicial (inspirando un “patriotismo de mala ley- el patrioterismo”), tan perjudicial como el “positivismo frío, desesperante, infecundo” que le habría surgido como reacción. Los avances metodológicos y científicos aplicados a la meditación sobre los hechos pasados permitirían analizar con una mirada menos crédula los grandes hechos y los grandes héroes, observando aquello que en ese momento convenía que fuera observado: el comportamiento civilizado, la industriosidad, la laboriosidad. El culto a la patria se volvería así más sincero al abandonar las exageraciones, de las que se valían los pueblos que no tenían historia ni contaban con referentes ciudadanos.

Por su parte, las autoridades educativas de fines del siglo XIX en Uruguay opinaban que los conocimientos impartidos en las escuelas no estaban sirviendo para el objetivo de formar patriotas. En el año 1896, ante una nueva modificación de los programas, se decía que si bien el educando había pasado por la escuela adquiriendo “algunos conocimientos” estaba muy lejos de transformarse en un “ciudadano útil a su patria” La solución a este problema parecía ser incrementar las horas de enseñanza de historia patria y Constitución desde los primeros años, puesto que muchos abandonaban la escuela antes de iniciarse en el aprendizaje de dichas materias, “cuya importancia es inoficioso abonar” (Muñoz, 1896).

En Uruguay, la enseñanza de la Historia y Constitución tomó mayor importancia hacia principios de siglo XX, según versa en la Memoria de Instrucción Pública del año 1901. Para la correcta formación ciudadana debían conocerse los derechos y deberes para aplicarlos en la práctica. Primero, a través de la historia, e inspiraba a los niños a seguir el ejemplo de los grandes hombres que, en aras del bien público, padecieron penas y dolores con valor y abnegación; debían conocer, también, el marco legal en el que estaban insertos y que debían respetar (Pérez, 1902). La forma más conveniente de enseñar la historia sería aquella que permitiera a los educandos interiorizar conocimientos de modo que se los apropiaran y los sintieran como suyos, que los naturalizaran y no los cuestionaran; que se encontraran “seguros” sintiendo respeto por su comunidad y los símbolos que la representaban.

Decía Abel Pérez (1911a) que existía en “las grandes masas populares” una especie de “espíritu de religiosidad colectiva” que se debía respetar pero dirigir hacia el culto de los símbolos que inspiraran los más “altos ideales”: civilización, trabajo, patriotismo. Por lo tanto, las fiestas patrias debían ser controladas y dirigidas por las instituciones rectoras de la vida colectiva, que sabrían qué es lo mejor para el pueblo inculto y semi-bárbaro.

La celebración de las efemérides patrias fue una práctica extendida en casi toda Iberoamérica hacia fines del siglo XIX. Señalan Carretero y Kriger (s/f) que en la Argentina, cuando el proyecto educativo tomó un carácter mucho más patriótico, las celebraciones originariamente religiosas o militares comenzaron a complementarse con la enseñanza curricular. Así, fiestas que tenían un origen popular y local fueron perdiendo esas características cuando se transformaron en conmemoraciones de carácter oficial, mediadas primero por el ejército y luego por la escuela. Mediante este proceso se buscaba, en el proceso de “imaginación” (y consolidación) de la comunidad (nacional), inspirar el sentimiento de pertenencia e identidad colectiva.

Despertando” a los “patriotas”

Según las fuentes que abordamos, uno de los principales objetivos de la enseñanza de la historia era despertar el sentimiento patrio (sentimiento en proceso de construcción en ese momento) que daría “cohesión á los elementos constitutivos de la nacionalidad”. Así lo expresó el Consejo Nacional de Educación argentino, en el marco de las fiestas mayas de 1889, al señalar que no podía negarse la relevancia de dar a conocer los “hechos y principios que son la base de la vida nacional”. La nación, la patria, el pueblo al que cohesionarían estas ideas se transmitirían por el “cariño acendrado de su suelo, de sus instituciones y la admiración por los grandes hechos de su historia y de los importantes acontecimientos que dieron origen a su existencia como nación independiente y libre”. Por lo tanto, se debían dar a conocer los “pilares” que daban forma a la nación (al Estado que la antecede): el suelo y las instituciones. Según el Consejo Nacional de Educación (1889), estas ideas debían ser impartidas a la juventud desde temprana edad, para que se afianzaran (se internalizaran y naturalizaran, siguiendo algunos presupuestos foucaultianos) y se vivieran como propias.

Resulta interesante reflexionar sobre la idea de “despertar” el sentimiento patrio puesto que implicaría el convencimiento de que existe algo “innato” en los niños que se encuentra dormido y debe ser despertado. Un sentimiento constitutivo que los antecede y que, a través del reconocimiento de determinados hechos, despertaría para ponerse en práctica, lo que facilitaría su proceso de inserción en la comunidad nacional.

Sin embargo, los estudios contemporáneos, como el de Carretero y Kriger (s/f), nos dicen que los Estados surgieron antes que las naciones (una constante desde los procesos europeos, que fueron inspiradores de los rioplatenses y de otras partes del globo) y que “por un lado la identidad nacional, al ser un producto cultural y por tanto artificial, se sostiene sobre entes simbólicos 'inventados'”. Los relatos históricos cumplieron una función fundamental en este sentido, contribuyendo además en “el buen funcionamiento de las naciones”, funcionamiento que dependía en gran medida de que sus habitantes estuvieran convencidos de la “naturalidad” de los mencionados símbolos y relatos. Estas creencias se comenzaron a distribuir en la escuela principalmente a través de la enseñanza de la historia (Chiaramonte, 1999).

Estos preceptos, entonces, más que despertados, en la práctica debían ser “inculcados” (¿impuestos?) a través de diversos mecanismos pedagógicos y didácticos que culminaran en la interiorización y naturalización de los mismos por parte de los niños Para Foucault (1979), la apropiación e interiorización de determinadas “verdades” respecto de las formas de organización social es una dimensión sustancial de “la cuestión del poder”. Nos habla de ciertas “técnicas de poder” que “han sido inventadas, organizadas, a partir de condiciones locales y de urgencias concretas”. Técnicas sutiles que colaboran en este proceso mucho más complejo que la dominación directa a través de la violencia, por ejemplo. Una de estas técnicas podría ser, en términos generales, la educación y, más en concreto, la enseñanza de la historia, para crear en el sujeto la “ilusión” de ser parte de una comunidad que se rige por determinadas normas de conducta, por el respeto a determinados valores e instituciones, por el respeto a las jerarquías y las tradiciones definidas por una parte del colectivo (el dominante).

Si bien existió entre las clases dominantes de la región platense la convicción de que debía inspirarse en los niños el sentimiento patrio (y que la enseñanza de la historia colaboraría en este proceso), se pueden notar diferencias entre los actores sobre qué idea de patria debía imprimirse en los niños / futuros ciudadanos. Estos “matices” eran importantes para ellos porque de la “impresión” de uno u otra dependería el logro de los objetivos planteados. Asimismo, resultaba importante la forma en la que se impartiera, por motivos similares.

Para la educacionista Adela Castell (1893), el amor y respeto a la patria que se pretendía inspirar en los pequeños debía ser “verdadero” y el amor a la patria “verdadero” era “reflexivo”, por lo que una de las principales misiones de los educadores (y, por ende, de la escuela) no era formar héroes sino “hombres tranquilos y reflexivos”.

Pero, por otra parte, Federico N. Abadie (1895)16 decía que la enseñanza debía servir para formar patriotas, no solo para “modelar ciudadanos”. Esto se lograba infundiendo amor, no sólo cálculo racional. Podríamos aseverar que las resoluciones oficiales tendieron a preferir la opción propuesta por Abadie antes que la de Castell, quizá porque se condecía mejor con los intereses y necesidades de las autoridades en el momento: modelar ciudadanos respetuosos de las normas y predispuestos a dar la vida por la defensa de su patria (o “comunidad imaginada”).

La patria, para Julián Miranda (1891), debía ser la aspiración máxima de todo “buen ciudadano” puesto que aglutinaba “todas nuestras afecciones más queridas”; la patria fue por lo que luchó Artigas, a quien se debía recordar por este admirable hecho.

Para Leopoldo Lugones (1910), la patria era ese espacio de integración de los elementos nuevos (y deseados) que llegaban a través de la inmigración. La forma de “hacer la patria” de los inmigrantes era trabajar y hacer avanzar a la tierra receptora por los caminos de la civilización. En las lecciones escolares el niño de familia inmigrante comenzaba a formarse como ciudadano de la nueva nación ya que aprendía su idioma y su historia, a través de la que apreciaría sus principales hechos, “sufriendo sus dolores y gozando sus alegrías”, comenzando a sentirse integrado en su nueva patria. Porque la fortaleza de la nación radicaría en que sus “hijos” se encontraran unidos por fuertes vínculos afectivos y nobles ideales (Pérez, 1904b).

Ahora bien, si entendían que era importante enseñar historia porque colaboraba en la formación del sentimiento patrio imprescindible para la existencia de la nación, si debían enseñar una historia que inspirara los más altos valores y sentimientos en los niños, futuros ciudadanos, no podían enseñar historia de cualquier forma. Sobre este punto convivieron varias opiniones disímiles, aunque fueron varios los acuerdos.

El método pedagógico inspirado en el catecismo fue el predominante a lo largo de casi todo el siglo XIX, trasladando muchas de las formas de educación moral y religiosa a la enseñanza laica en la escuela pública. Paulatinamente comenzó a ser cuestionado (aunque continuó siendo empleado hasta entrado el siglo XX) pues apelaba a la mera repetición y no al razonamiento, con lo que no cumplía con el objetivo de la “interiorización” de las “verdades” enseñadas.

Ernesto Quesada (1910), en su interesante estudio sobre la situación de las universidades alemanas, realizó importantes críticas al método allí predominante pues se destinaban demasiadas horas a la exposición por parte del docente (concentrado casi exclusivamente en sus temas de investigación) y pocas a la experiencia práctica. Observando aquella experiencia, proponía para la Universidad de La Plata seguir el método que estaba llevando Lamprecht, quien proponía que los cultores de la disciplina histórica debían conocer la historia en su totalidad y aprender tanto del ejercicio de investigación como de la práctica docente. De esta manera, orientarían sus propias investigaciones “para servir a la cultura general” y a la nación.

Asimismo, para inspirar sincera (y juiciosa) admiración por los grandes hombres, las grandes proezas y los símbolos que condensarían los más altos valores de la patria, no era conveniente, para Camilo Salinas (1899), que se exageraran sus descripciones, como se hacía en varios institutos de educación. También sostenía Carbonell y Migal (1909) que esta forma de entender y transmitir el sentimiento patrio se materializaba en las aulas haciendo que los niños escribieran poemas y odas a los símbolos patrios, pero ello no consolidaba el sentimiento, puesto que se basaba en meras expresiones exteriores que no necesariamente significaban la interiorización de los valores que se pretendían transmitir.

El argentino Leopoldo Lugones (1909a) definió de “adquisitiva” la enseñanza de la historia en los primeros años de instrucción. Por medio de anécdotas y biografías los niños aprendían hechos que les enseñaban a “admirar las cosas y los hombres excelentes de su país”. Este era el “fundamento” de la historia nacional, insustituible para fortalecer la formación del ciudadano. En las primeras etapas de instrucción, la enseñanza de la historia tenía como fin elemental inspirar el amor por la patria. Asimismo, Lugones se declaró contrario a la enseñanza cronológica de la historia puesto que lo que se debía destacar era la “apreciación” y “percepción” de la trascendencia de determinados hechos sobre otros, no el orden en el que estos se desarrollaron. Lo importante era la interiorización de los preceptos que se inspiraran detrás y a través de los hechos narrados.

Entendía Lugones (1908) que los textos dialogados o catecismos no eran útiles por su carácter dogmático y porque las respuestas del maestro eran definiciones que fortalecían el “dogmatismo”. Con la enseñanza catequística, se dejaba de lado el raciocinio, puesto que se transmitía el “dogma y la fe indiscutible”, y se formaba un tipo de personalidad ciudadana completamente sumisa, como el cristiano sumiso al Papa (Lugones, 1909b).

Llama la atención Alliaud (1991) sobre que los positivistas (como Lugones) depositaron la fe en la verdad de la ciencia como los cristianos la depositaban en la revelación divina. Así, la escuela y la instrucción primaria “harían el milagro” de “revelar” la verdad por medio de la ciencia y la razón. Sobre todo en la enseñanza de los preceptos morales, la moral era racional, pero los procedimientos empleados para “grabarla” en el alma de los niños superaban a la razón puesto que apelaban a la emotividad. Así, según señala Caetano (2011), surgieron los “catecismos laicos”, en los que se trasladaban las “técnicas” propias de la religión católica para la educación de la moral religiosa a la imposición de la moral laica.

La crítica de Rodolfo Benuzzi respecto de la identificación del patriotismo con la guerra que mencionábamos anteriormente es bien significativa. Leopoldo Lugones (1908), en similar análisis, sostuvo que había que modificar de modo sustancial textos como los de historia patria, “escritos por lo común con un criterio hostil a nuestras instituciones políticas”. El Estado no podía contribuir a que sus educandos no creyeran en el sistema político bajo el que vivían, puesto que se generaría indiferencia ante los asuntos nacionales y ese no era el objetivo de la educación pública. Por lo tanto, se debía elogiar más a las instituciones federales y mostrar la Constitución “no como un producto de la montonera semibárbara” sino como la conquista de un Congreso conformado por los elementos más destacados de la política nacional. Si los buenos ciudadanos / patriotas debían ser respetuosos de las instituciones nacionales, era poco conveniente que desde el relato historiográfico se las criticara: ello no inspiraría el respeto debido.

Ambrosio L. Ramasso (1909), exponiendo sobre el “moderno” concepto de patria, criticó a quienes se posicionaban en contra de él diciendo que era una “máquina inventada (...) para despotizar a todos” y que beneficiaba solamente a los gobernantes; pero cuando se les preguntaba a estos si podrían vivir como los esquimales, los griegos, los paraguayos, no tenían más respuestas que “utopías” como las de que todos podían ser iguales si se les enseñaba que todos lo somos. Para Ramasso, quienes sostenían esa postura luchaban contra algo que era por “naturaleza” “así”, puesto que, según su interpretación, las fronteras políticas coincidían con las fronteras “naturales” entre las distintas naciones. Las fronteras políticas daban cuenta de las fronteras “naturales” que existían entre los hombres. Sin embargo, esto no significaba renunciar a la idea de fraternidad universal. Negar el sentimiento de patria era pretender que se renegara de la propia “esencia” yendo contra la propia naturaleza. La patria era aquello que unía con los semejantes en una comunión de sentimientos y afectos; les preocupaba su estabilidad, su existencia y su defensa, puesto que significaban la salvaguarda de la propia vida y seguridad.

Esta convicción de Ramasso respecto de la “naturalidad” de las fronteras de la patria coincidía con la necesidad práctica de hacer aparecer como natural algo que era una construcción histórica, política y cultural; como algo que siempre fue “así”, que originariamente fue “así” y que era natural que siga siendo “así”. Lo que se ha llamado “discurso esencialista” se vio reforzado y legitimado, en el caso uruguayo, nada más y nada menos que por la figura de Francisco Bauzá, principal exponente de lo que ha llamado Real de Azúa (1991) “tesis independentista clásica”, que planteaba una visión “genética” del surgimiento del Uruguay, argumento dominante en la historiografía uruguaya tradicional.

Se plantearon, asimismo, tensiones entre infundir el sentimiento patriótico y el cosmopolitismo. Si se veneraban con idolatría los símbolos patrios de una nación, el sentimiento cosmopolita quedaba en segundo plano. Por ejemplo, para Abadie (1895), inspirando el cosmopolitismo “no se forma patria”, ya que se debilitaba el sentimiento nacional: se hacía pensar a los ciudadanos que si no estaban conformes con la situación de su país podían buscar oportunidades en otro, puesto que también era su patria.

Por otro lado, para Francisco Simón (1904) la enseñanza histórica de un pequeño país como el Uruguay (en una situación desventajosa dentro de la región y del mundo) no debía estar orientada a la construcción de ideas nacionalistas (como “sentimiento de antagonismo hacia las otras naciones”), como sí las podían tener naciones que estaban en condiciones de salir a conquistar nuevas tierras. Por lo tanto, el ejemplo de patriotas que debía inspirarse era aquel que por sus acciones enseñaba a “amar el trabajo, la paz y las instituciones” y la guerra era presentada como “un mal sin compensación, como un instrumento esencialmente destructor”. Un excelente ejemplo era José Pedro Varela. Para su colega Abel Pérez (1911b), fue un “héroe del pensamiento” que no se destacó por acciones heroicas en la guerra, pero tuvo “proyecciones salvadoras, alzándose robusto, soberano y altivo sobre las multitudes ofuscadas”. Por eso se le debía un monumento, que propuso fuera erigido en su memoria para que pudiera “ser acariciado por la mirada del pueblo a cuyo mejoramiento consagró sus más grandes y nobles energías”.

Para A. Castell (1893), los hombres primitivos, según mostraba la historia, lucharon por la libertad sin darse cuenta al intentar conquistar sus medios de vida básicos. Para las tribus primitivas, la patria era “el pedazo de terreno donde asentaban su tienda”, por lo que, cuando escaseaba la comida en un lugar, mudaban de “patria”. Sin embargo, para los pueblos civilizados, la patria “no la constituyen solamente los grupos de hombres que la forman, ni el pedazo de tierra en que se nace”; por el contrario, el sentimiento patriótico estaba movido por “intereses locales, por razones económicas, por fines humanitarios y progresistas y por múltiples y comunes aspiraciones”. Desde una mirada evolucionista, siguiendo a Spencer y “otros profundos pensadores”, entendía Castell (1893) que “el amor á la patria tendrá que resolverse en el porvenir en amor á la humanidad”. Este amor a la patria “es puramente afectivo en aquellos pueblos que aún permanecen en estado salvaje”. De allí la importancia de que fuera un ejercicio razonado e interiorizado de forma permanente por los futuros ciudadanos.

Cabe destacar que, a pesar de estas coincidencias entre varios de los pensadores, se continuó exaltando a aquellos hombres que, forzados por las necesidades de su época (la de las revoluciones de Independencia), sin estudios formales, se “formaron” en el campo de batalla y en las duras circunstancias que les tocó vivir; ejemplo de ello, para el caso uruguayo, eran los Treinta y Tres orientales.

Los héroes en general, entonces, eran aquellos hombres que dieron su vida por la patria, tanto en acciones de guerra como en su dedicación por la consolidación de las instituciones democráticas. Eran hombres plagados de virtudes y valores dignos de ser transmitidos a las jóvenes almas para inspirar en ellas el amor y la imitación. Estos hombres, al ser convertidos en héroes (“ficciones orientadoras”: Shumway, 1993) dejaron de ser hombres: se volvieron símbolos que sintetizaban el ideal del hombre necesario y digno de la comunidad que se “imaginaba”. Se inventaron así tradiciones que se tornaron verdades, que no se cuestionarían porque se sentían desde la más temprana edad bajo la legitimidad de la voz del Estado, representante de “la nación”.

Para consolidar el sentimiento patrio era también importante que se lograra definir los contornos de la patria / nación / estado nacional y las diferencias con los otros no-integrantes de la misma “comunidad”. La enseñanza combinada de historia y geografía colaboraría a esta necesidad de los Estados nacionales en proceso de consolidación.

Siguiendo a Hugo Achugar (2000), diremos que la construcción de la nación implica una “fundación por la palabra” que presupone la construcción de un discurso respecto del pasado que legitime la acción presente, muestre la heroicidad que se debe tener para alcanzar tan alto ideal y cohesione a la población. Este es un momento “fundacional” en el que el hombre es creador de su propia realidad, a través del uso de la palabra que cobra legitimidad frente al poder de las armas.

La construcción de la “otredad” ha sido un medio de afianzamiento de los caracteres propios de un pueblo. Como señala Caetano, se construye identidad nacional en “espejo”, en especial en el caso uruguayo. Pero ¿con respecto a quién se construyó el reflejo?, ¿qué se tomó como referencia?, ¿a quién se negó y a quién afirmó? Si bien no aparecen menciones explícitas al respecto, está claro que, por el modelo de sociedad que se pretendía construir (sociedad “civilizada” y “moderna”), la referencia estaba en Europa, en lo “más avanzado” del mundo. Ese era el ideal a alcanzar. De allí se tomaron los modelos de ciudadano, de gran hombre y de sociedad a construir; y se leyó el pasado a partir de este lente. Entonces, ¿qué pasaba con el elemento indígena, con el negro y con todo aquel “no-occidental”?

El Director de Instrucción Pública Abel Pérez (1907) sostenía que los “uruguayos”, como “casi toda” América Latina, reconocían como “único origen” la colonización española. Pero el Uruguay vivía una situación excepcional (y “feliz”) puesto que era el único país latinoamericano en que las “tribus primitivas” habían “desaparecido completamente, no quedando quizás en la actualidad ni un solo representante de esas razas extinguidas”, hecho que había asegurado el “progresivo y triunfante desarrollo” del país.

Sostiene Oscar Oszlak (1997) que en el binomio “orden y progreso” todos aquellos que podían obstruir su camino (fueran indios, negros, gauchos o montoneras) eran excluidos por atentar contra el orden y paralizar el progreso. Para Oszlak, esa idea del orden traía implícita una idea de “ciudadanía”.

Llamativamente, también se construyó una visión, podríamos decir, “idealizada” de los indígenas; como origen “primitivo” del “ser nacional”. Por ejemplo, José H. Figueira (1892)17 realizó una descripción de los distintos grupos indígenas que habitaron el territorio oriental, en el que se destacaban los charrúas. Les adjudicó ciertas cualidades / virtudes heroicas, coincidentes con los valores del “ser uruguayo”. Empleó expresiones como “los primitivos habitantes del Uruguay”, “los indios que poblaron el territorio uruguayo”, haciendo alusión a los pueblos indígenas, como si para los pueblos originarios hubiera existido un “Uruguay”. También sostuvo que “nuestros inmortales charrúas” defendieron con todo su entusiasmo su “patria”: el Uruguay (Figueira, 1896; Castell 1893). Con este tipo de expresiones se reforzó el discurso basado en la “tesis independentista clásica”, que buscaba remontar sus orígenes en los primeros (los de “mejores” características) pobladores del territorio convertido en República Oriental del Uruguay.

Para Abel Pérez (1907), el amor que sentían los uruguayos por la independencia provenía de los colonos españoles, que debieron resistir difíciles situaciones (e ir creando un gobierno propio, por falta de apoyo de su metrópoli). Incluso, quizás, se les debía una cuota a las “razas extinguidas”, en especial a los charrúas, que poseían un “amor bravío por la libertad”. De ese “germen” provendrían el amor a la libertad y el coraje de Artigas y su valerosa lucha por la independencia del Uruguay18. A partir de este discurso se daba la idea de “naturalidad” al fenómeno nacional uruguayo, a través de la construcción de determinada visión sobre los indígenas para legitimar y reforzar el discurso nacionalista (Carretero & Kriger, s/f).

Una vez rotos los lazos con la metrópoli española, se abrieron los puertos al libre intercambio comercial con el resto del mundo. De esta manera se beneficiaron con la llegada de los avances científicos desarrollados en los países más avanzados de Occidente, y se conocieron las obras de los constitucionalistas ingleses y norteamericanos, y las enciclopedias francesas; todas inspiraciones preciosas para la lucha por la definitiva libertad (Pérez, 1907). La “luz” de la civilización había llegado al territorio oriental.

Construyendo una “nación” civilizada

Sin embargo, no era posible avanzar hacia el ideal europeo mientras existiera población local que continuara con sus propios modos de vida. Si permanecían, lo debían hacer como “hombres civilizados”, negando sus costumbres y adoptando los hábitos occidentales, y convirtiéndose en buenos ciudadanos / patriotas. Sostiene Caetano que, para el caso uruguayo, se siguió un modelo “endointegrador de base uniformizante” impulsado desde el Estado y los partidos políticos, con la presunta meta del “crisol de identidades”: europeas occidentales, “raza blanca, caucásica”.19 La Historia, al colaborar con la enseñanza moral, estaba colaborando en el proceso de civilizamiento de la población local en estado semi-bárbaro (Lugones, 1909a). Con esto, los países del Plata se encontrarían más cerca del ideal de hombre civilizado occidental, logrando “avanzar”.

La enseñanza de la historia permitía, para el Director Nacional de Instrucción Pública Abel J. Pérez (1907), en países como Uruguay con un fuerte componente inmigratorio, integrar a los elementos nuevos, y formar una sociedad cosmopolita a partir de los mejores aportes de los elementos integrados. La construcción de esta ficción orientadora se articulaba con la necesidad de la integración del Uruguay al mundo civilizado, rompiendo con el atraso barbárico del “resto” de América Latina. Era una ficción negadora de la presencia, por más minoritaria que fuera, de la población indígena, afrodescendiente y de otros orígenes (no europeo occidental) (Achugar, 2000).

Pérez (1907) entendía que, si bien era sumamente saludable la presencia del factor inmigrante, sus “buenas cualidades” se encontraban dispersas. Era tarea de la escuela ordenarlas e impartirlas “para construir con ellas el carácter nacional”. El “carácter nacional”, al mismo tiempo, era un “ser complejo” que se conformaba por algo de cada una de las naciones que habían colaborado en su formación, creando en esa combinación una nación nueva.

Para algunos de los autores publicados, el estudio histórico permitiría realizar un análisis / evaluación sobre el avance de la patria en el camino de la civilización, comparando con las naciones más “avanzadas” y marcando la diferencia con las menos. La historia nacional, para Federico Abadie (1895), debía ser ilustrada con la de otros países “en los puntos pertinentes, por ser aclaratorios y comprobatorios de aquella”. Allí se podría ver el grado de integración y desarrollo del país con respecto al resto de las naciones, a través del estudio de su industria y su ciencia. Los “cuadros de los triunfos alcanzados por otras naciones” eran (y debían ser) inspiración también a imitar, a seguir como horizonte a alcanzar (Pérez, 1908). Esto, asimismo, debía reflejarse en las fiestas patrias, que no podían ser exclusivamente dedicadas a la recordación de grandes hazañas del pasado, sino que también debían celebrar conquistas del presente que dieran cuenta del progreso de la nación. Comparar estos logros sería una buena forma de observar el “avance” en el proceso civilizatorio.

En similar sentido, para Lugones (1909a), el programa de historia general tenía por cometido “describir la continuidad del esfuerzo humano hacia el progreso y la consiguiente vinculación de los hombres con tan noble fin”. Con esto, se mostraría cómo las civilizaciones más prósperas “han sido las menos egoístas, las más generosas por su acción expansiva en los dominios de la ciencia, del arte y del comercio”. Desde esta visión, las naciones “más generosas” eran las grandes potencias imperialistas que habían esparcido, en un acto de altruismo, la “luz” de la civilización por el resto del globo, sacándolas de la barbarie.

Camilo Salinas (1899) sostuvo que transmitiendo la historia sin infundir sentimientos de odio o rencor se despertaría en la mente de los niños “el alto concepto de la justicia, del derecho y de la dignidad nacional”, y se formarían así así hombres reflexivos, dispuestos a entregarse por la patria y “animados de un espíritu liberal, manso y progresista” digno de las más altas virtudes de los hombres civilizados.

Como decíamos anteriormente, no era posible avanzar hacia el ideal civilizado-occidental mientras existiera población indígena que continuara con sus modos de vida. Si permanecían, lo debían hacer como “hombres civilizados”, negando sus costumbres y adoptando los hábitos occidentales.

Resulta significativo tener en cuenta todos estos aspectos puesto que fueron, en parte, los que condicionaron la construcción de determinado discurso historiográfico. La importancia de este asunto radica en el hecho de que los discursos que se construyeron para y con la enseñanza de la historia tenían un carácter performativo, que daban existencia, convertían en un hecho aquello que enunciaban (Sansón, 2011). La historia que se enseñara influiría en el éxito o el fracaso de los objetivos planteados de orden, progreso, paz, civilización para la consolidación de Estados sólidos y de sociedades industriosas puestas al nivel de las demandas del mundo occidental. Estos temas no estuvieron exentos de discrepancias, hasta llegar a la definición de un “sociolecto encrático”20 con cierto grado de homogeneidad.

Un mecanismo por el cual las autoridades pudieron ir plasmando sus ideas y objetivos en torno a la enseñanza de la historia se dio a través de los programas, del curriculum de las asignaturas. La ley uruguaya de Educación Común de 1885 mantuvo las mismas materias que la de 1877 y estableció que todo aquello relacionado con las materias escolares que no estuviera previsto expresamente en la ley y bajo jurisdicción de los Tribunales ordinarios podía resolverse por las comisiones Departamentales de Instrucción Primaria, con la debida apelación a la Dirección General y el Ministerio de Instrucción y Culto (González y Aguilar, 1885).21 De esta manera se aseguraba el gobierno central el control sobre los contenidos a impartirse, y dejaba un margen de autonomía a las direcciones departamentales.

Cabe destacar al respecto que, como señala Ariadna Islas (2009), varios miembros de la Liga Patriótica de Enseñanza (fundada en 1888 en el marco de la “pacificación” luego de la caída de Santos) integraron los organismos rectores oficiales de la educación pública “en el momento de su mayor extensión”. Sus miembros eran en su mayoría propietarios ganaderos del litoral que pretendían que la educación pública estuviera completamente al servicio de las necesidades productivas para alcanzar el tan ansiado progreso. La difusión de esta organización se dio a través de los clubes “Progreso” locales o del Ateneo y buscaba relacionarse con “las fuerzas vivas”, en especial la Asociación Rural del Uruguay. Que el gobierno central dejara un margen a la acción, aunque controlada, a nivel departamental podría estar dando cuenta de las disputas dentro de la propia oligarquía por el control de un aparato del Estado tan significativo como el educativo. Disputas que se reflejarían en los “debates” que aparecieron en las publicaciones oficiales; aunque tendían a presentar consensos. Si compartimos que las publicaciones fueron influyentes en la construcción de los discursos historiográficos legítimos, que detrás de la construcción de estos consensos legitimantes estuvieron estos actores sociales, estaremos dando cuenta de que la construcción del relato historiográfico no tuvo nada de ingenuo e imparcial, más allá de los argumentos positivistas y cientificistas en los que se ampararan los historiadores “científicos” de la época.

Ante los cambios de programas de estudios en las escuelas urbanas, rurales y de adultos de la provincia de Entre Ríos en 1908, las autoridades sostuvieron que a la Historia correspondía analizar el desarrollo evolutivo de la idea de libertad y de “gobierno propio”, y la solidaridad entre los pueblos y grupos sociales a través del tiempo. El objetivo de la enseñanza de la Historia (responsabilidad de las direcciones de Historia) era “comprobar la ley del progreso” y generar confianza en “la grandeza futura de la patria y en los mejores destinos de la humanidad” (Consejo Nacional de Educación, 1908). Grado de evolución que se alcanzaría si se seguían determinadas pautas de conducta colectivas e individuales.

Afirma Lionetti (2005) que los contenidos de los manuales escolares se regularon y controlaron para que transmitieran la versión oficial de la historia y se cumplieran los objetivos morales, cívicos, civilizatorios y económicos de la educación en general: “formar un ciudadano obediente que no alterara la estabilidad política ni la paz social (...) e integrar a todos los habitantes en un sentimiento y certidumbres comunes, especialmente la legión de inmigrantes” (Sansón, 2014).

En 1904, la Comisión uruguaya encargada de evaluar los libros a ser aceptados para ese año lectivo expresó que estudiar de modo útil la Historia era conocer y evaluar los móviles de las acciones humanas desde el punto de vista moral para que significara, de esta forma, una enseñanza para el presente y el futuro, puesto que era “prepararse a la vida aprendiendo a distinguir el bien que hay que hacer y el mal que se debe evitar”, por el bien de toda la comunidad nacional a la que se perteneciera y de la humanidad (Pérez, 1904a).

Ya observamos la existencia de diferencias entre lo que llamaban en la época “infundir el sentimiento patriótico y el cosmopolitismo”. Aparentemente, era un requisito de “ingreso” al mundo civilizado que los ciudadanos del “concierto de naciones” que lo integraban reconocieran los principales hechos de los países más avanzados, que eran el ejemplo a seguir. Pero si esta admiración era mayor que la que se expresara a los hechos locales (“propios”), no se lograría el fin de infundir amor por la propia patria y predisposición a su férreo respeto y defensa. No apareció una única fórmula para solucionar este asunto sino múltiples expresiones.

Principalmente hacia fines del siglo XIX y principios del XX se planteó la necesidad de fortalecer el relato “pacifista” respecto de la relación con las demás naciones. Sin embargo, para Abel Pérez (1909), la exageración del pacifismo y el cosmopolitismo habían originado la negación del sentimiento patrio en aras de sentimientos superiores, de valor “universal”. Esto, en el caso uruguayo, como ya hemos visto, era peligroso por la fragilidad intrínseca de la existencia de un Estado pequeño y poco significativo en el contexto internacional, sobreviviendo entre dos Estados fuertes como los de Argentina y Brasil.22 La viabilidad del Uruguay se veía permanentemente cuestionada y debía ser reafirmada a través de los sentimientos patrios. Por esto, era menester “agrandar y modernizar el concepto de patria para que no disuene con las ideas modernas dándole así una base amplia e inconmovible”. Una posible forma era eliminar del sentimiento patriótico todo aquello que inspirara odio por los extranjeros (Pérez, 1909).

Una nación civilizada era, en parte, una nación en la que sus integrantes (ciudadanos, patriotas) respetaban las instituciones que le daban forma. En este sentido, para Leopoldo Lugones (1909a), la Historia permitiría “dar la explicación razonada de nuestras instituciones”, explicar por qué “y cómo fuimos una democracia, y no otra cosa”. Para José Pedro Varela (1879), la enseñanza de la historia era también una enseñanza política y “un medio de influencia moral” puesto que permitía observar cómo han cambiado a lo largo del tiempo las leyes, las instituciones y las relaciones entre gobernantes y gobernados. A través de la enseñanza histórica se podían conocer la “naturaleza humana”, los móviles profundos de las acciones humanas; así como la naturaleza de la sociedad, entendida como “una reunión de seres humanos sobre un territorio determinado, organizada en vista de la seguridad y del interés común, bajo una dirección o un gobierno único”. De dicha reunión, nacía “la ley y la obediencia social, que constituye una gran parte de la moral y que es el tipo de toda moral entera”.

Estas instituciones, que eran las que daban forma al Estado nacional, debían ser respetadas y defendidas en el caso que fuera necesario. La independencia no fue obra de un día para el otro y, si bien se había “conquistado” y era reconocida por el resto de las naciones, sus ciudadanos debían estar dispuestos, si fuera necesario, a volver a luchar por ella. De allí la importancia de observar e imitar el ejemplo de los grandes hombres y las grandes proezas del pasado.

La viabilidad de esos Estados existía en tanto se siguieran las normas civilizatorias occidentales, que habían construido por siglos sociedades “disciplinarias” (Foucault, 2002) y que habían permitido el desarrollo del capitalismo. Por lo tanto, los modos de vida y los valores de sociedades “atrasadas” como las originarias de América y de África eran un estorbo que, o bien se “integraba” o se eliminaba o se negaba como un virus que infecta un cuerpo.

Para “conservar” la independencia y la patria los ciudadanos debían respetar las instituciones que daba la nación, trabajar para hacer progresar al país y estar predispuestos a luchar por la defensa de su comunidad (el Estado-nación). La institucionalidad educativa se utilizaba para transmitir una versión de la historia (la “verdadera”) que se condecía con estas necesidades; una historia que inspiraba respeto por las instituciones, que inspiraba la laboriosidad y no la holgazanería (propia de la “barbarie”), que inspiraba amor a la patria y a sus símbolos; que creaba hombres que estarían dispuestos a dar la vida en la lucha por su defensa; que respetaban las jerarquías e instituciones que cimentaban estos “elevados” ideales.

Conclusión

En medio del proceso de modernización, a la enseñanza de la historia (como una “técnica de poder” en términos foucaultianos) se le adjudicó un rol para nada despreciable. Se le concedieron virtudes y objetivos diversos que se acompasaban con el alcance de determinados ideales políticos, sociales y económicos.

El aporte de las publicaciones oficiales de las Direcciones de Educación de Argentina y Uruguay al estudio de la historiografía rioplatense resulta ineludible pues nos muestra una faceta del proceso de conformación del campo historiográfico regional hasta el momento poco abordado. Esto conlleva una serie de desafíos que nos debería incitar a profundizar en su estudio, reflexión y puesta en diálogo con otras fuentes y abordajes.

En las fuentes estudiadas podemos observar un conjunto de debates, aseveraciones y acuerdos que habrían afectado de modo directo a la construcción de los relatos históricos en el marco del proceso de consolidación de los Estados-nación. Sería un gran aporte a la comprensión de la consolidación del campo historiográfico y los intereses que lo atravesaron observar de modo sistemático estas posturas y contrastarlas con los postulados expuestos en los textos de Historia por los autores especializados en la materia.

A través de distintas enunciaciones se buscaba afianzar el sentimiento de nación / patria necesario para la consolidación de los Estados-nación en arduo proceso de conformación. En este proceso eran clave los niños, futuros ciudadanos, almas jóvenes que podían ser moldeadas de acuerdo a estos preceptos.

Esa nación no podía ser de cualquier tipo. Debía ser civilizada. De allí el rol adjudicado a la enseñanza de la historia para la moralización y “civilizamiento”; y, nuevamente, eran clave los niños, en quienes se depositaba la esperanza del alcance de tamaño ideal.

En una nación civilizada los hombres son respetuosos de las instituciones, de las autoridades, de las normas establecidas. Ante los distintos cambios suscitados por la modernización económica (principalmente en el campo), grandes contingentes de la población debieron adaptarse a las nuevas reglas del “juego”. El discurso (moralizante y civilizatorio) histórico que se pretendía impartir colaboraría en la integración (disciplinante) de estos elementos “dispersos”.

Al parecer, estas fueron las bases legitimadas para la construcción de determinado discurso historiográfico que, con sus revisiones, aún aparece sustentando y sosteniendo la existencia de determinados tipos de Estados-nación en la región.

 

Notas

1 La educación podría ser entendida como uno de los medios por los que la estructura estatal en proceso de conformación alcanza “estatidad”; a través de la conquista de determinados atributos: “capacidad de externalizar el poder”; “capacidad de institucionalizar su autoridad”, “diferenciar su control” y, especialmente función de la enseñanza de la historia, “capacidad de internalizar una identidad colectiva, mediante la emisión de símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia y solidaridad social y permiten, en consecuencia, el control ideológico como mecanismo de dominación...”. (Oszlak, 1997: 16-17)

2 Por mucho tiempo hubo una importante distancia entre el proyecto inspirado en la idea de “Progreso” y la realidad; salvar esa distancia implicaba mayor dominación del Estado sobre la sociedad civil. Para lograr esto, era sustancial hacer aparecer como ventajoso para el colectivo aquello que lo era seguramente para una clase (Oszlak, 1997: 58).

3 Cabe mencionar aquí que, en la materia que nos convoca (la historiografía), el positivismo tuvo su expresión esencial a través de la tendencia erudita de la que habla Oddone, contrapuesta a la tendencia filosofante. La primera “tendió a la construcción historiográfica integrada con el aporte documental y la depuración crítica”, y la segunda era “propicia al ensayo interpretativo y a la fundamentación causal”. Representantes de la tendencia erudita fueron Pedro de Angelis (precursor de la misma), Bartolomé Mitre, Andrés Lamas, Carlos María Ramírez. El precursor de la tendencia filosofante fue Magariños Cervantes, continuado entre otros por Francisco Berra y Vicente Fidel López. En. la docencia en Uruguay, se destacaron Luis Desteffanis y, con menos trascendencia, López Lomba (Oddone, 1959).

4 Se encuentra desde 1881 en la página web de la Biblioteca Nacional de Maestros, en la sección “Biblioteca Digital”, como resultado de un proyecto emprendido en el 2000 para la preservación y valorización de las colecciones históricas en materia educativa que allí se depositan. Se creó una base de datos de registros analíticos de El Monitor... de fácil uso, por la que se puede acceder a la información que se encuentra en la web. En la Biblioteca Museo Pedagógico “José Pedro Varela” de Uruguay, se encuentra también desde 1895 a 1907; para consulta en sala con la posibilidad de fotocopiar o escanear.

5 Se encuentran en la Biblioteca Museo Pedagógico “José Pedro Varela” de Uruguay, repositorio de fácil acceso para la investigación

6 Su padre Dionisio Varela fue desterrado por Rosas por ser unitario. Varela nació el 19 de marzo de 1845 en Montevideo. Era común en la familia de su padre el hábito de la lectura y la escritura. Se iba a dedicar a eso, luego de culminar sus estudios en el Colegio de los Padres Escolapios; pero cedió ante el pedido de su padre de ayudar a su hermano Jacobo en los negocios familiares (barraca de maderas). Bajo el pseudónimo de Causimodo comenzó a aportar con sus ensayos en periódicos y revistas. Se comenzó a interesar por el periodismo político. Ante los hechos de 1871, y las gestiones de Carlos María Ramírez de formación de un nuevo partido, no apoyó la idea, entendiendo que “sólo existía salvación para la patria con los partidos históricos, mejorándolos y remodelándolos.” (Fernández Saldaña, 1945:1262). Apoyó la fracción principista del Partido Colorado oponiéndose al gobierno autoritario de Flores. En 1867 viajó a Europa. Desde España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos envió correspondencia a “El Siglo”. En Estados Unidos se conoció con Sarmiento, “quien lo inició en cuestiones educacionales, lo puso en contacto con los principales educadores norteamericanos, lo llevó a todos los institutos especializados, le enseñó las escuelas, lo guió en las lecturas, le marcó direcciones...” (Fernández Saldaña, 1945:1262). Volvió de su viaje con muchas ideas para implementar en su país. En 1868 se fundó la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, producto de este impulso. Prosiguió su actividad opositora al gobierno del general Batlle desde “La Paz”, fundado en 1869. Apoyó la candidatura del principista José María Muñoz en 1873; al perder las elecciones, atacó al presidente electo desde esa tribuna. Rápidamente dejó de publicarse “La Paz” y Varela abandonó temporalmente su actividad política, y regresó a la comercial. En 1874 publicó en dos tomos su primer libro La educación del Pueblo. En 1875, proclamado dictador Lorenzo Latorre, puso a José María Montero (amigo de Varela que se encontraba en el cargo de Director del Instituto de Instrucción Pública) como Ministro de Gobierno; Montero le sugirió a Latorre que designase a Varela en el lugar que quedaba vacante (ver también Bralich, 1989:41). El 29 de marzo de 1876 entró a desempeñar el cargo de Director de Instrucción Pública, luego de importantes dilemas por ser un principista de primera línea. A principios del año siguiente sufrió un accidente de caza que lo dejó sentido, y su salud se fue deteriorando paulatinamente. El 24 de octubre falleció, a los 34 años (Fernández Saldaña, 1945:1261-1265).

7 Se lo encuentra en la Biblioteca Nacional de Uruguay; para su consulta se solicita un carné especial de investigador.

8 Se puede consultar en la Biblioteca de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación-Universidad de la República (Uruguay) y la Biblioteca Nacional.

9 Esta publicación puede ser consultada también en la sala de la Biblioteca de la Facultad de Humanidades.

10 Abel Pérez nació en Montevideo en 1857. Con 25 años se tituló de Doctor en Derecho y Jurisprudencia. Entre 1883 y 1888 estableció su estudio jurídico en Salto. Como representante nacional, defendió la candidatura de Julio y Herrera Obes, vinculándose en esa ocasión con José Batlle y Ordóñez. Conformó luego la redacción del Diario “El Día”. Si bien no apoyó la candidatura de Idiarte Borda a la Presidencia, éste le ofreció el Ministerio de Fomento, responsabilidad que rechazó. En 1898, cuando asume Cuestas, se radicó por unos meses en la provincia de Santa Fe. Vuelto a Uruguay, se desempeñó como director de la Administración de la Lotería del Hospital de Caridad hasta julio de 1900,cuando fue designado Inspector Nacional de Instrucción Primaria. Integró por años la Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública y la Comisión Revisora del Libro IV del Código de Comercio. Hacia 1918 fue también Presidente de la Sección Educación del 2° Congreso Americano del Niño e integrante de la Comisión Nacional de Educación Física. Ver (Scarone, 1918:447-448).

11 Partían de la famosa expresión de Cicerón “Historia magistra vitae”.

12 Nació en una localidad de la provincia de Buenos Aires en diciembre de 1844. Su padre era carpintero. Por causa de la salud de su madre se trasladaron a Montevideo, donde cursó parte de sus estudios primarios. Luego se trasladaron a la ciudad de Salto; allí cursó parte de sus estudios secundarios, y en la Universidad de la República se recibió de Licenciado en Jurisprudencia en 1872. Estuvo vinculado a la Sociedad de Amigos de la Educación Popular, al Club Universitario y luego al Ateneo del Uruguay en 1877. Perseguido por sus posturas anti-artiguistas por el general Máximo Santos, emigró a Buenos Aires. Tiempo después volvió a Montevideo y desarrolló realizando actividades de docencia e investigación. Regresó finalmente a su Buenos Aires natal y fue designado Director General de Escuelas de la Provincia, cargo que ocupó entre 1894 y 1902. Murió en marzo de 1906. Sus principales trabajos son: Apuntes para un curso de Pedagogía, publicado en Montevideo en 1878; La doctrina de los métodos, en 1882, una extensa serie de artículos sobre pedagogía; y su Bosquejo Histórico de la República Oriental Del Uruguay, que fue reeditado cuatro veces hasta el año 1890 y que abarca desde el descubrimiento del Río de la Plata hasta 1830. Ver http://www.ateneodemontevideo.com/fundadores/franciscoberra.htm, consultado el 1° de abril de 2014.

13 Siguiendo las nociones de John Langshaw Austin sobre los distintos tipos de enunciados, los performativos pretenden dar existencia a algo a partir de su enunciación. Como podremos ver a lo largo de este análisis, en el proceso de construcción de una Historia para enseñar aparecieron enunciaciones como que las “tribus primitivas” habían “desaparecido completamente” (Pérez, 1907), que contribuyeron en la consolidación del hecho que se pretendía confirmar.

14 Nació en 1874 en Villa María del Río Seco, Córdoba. Al tiempo su familia se trasladó primero a Santiago del Estero. Terminados los estudios primarios, sus padres decidieron enviarlo a Córdoba con su abuela materna para que prosiguiese los estudios superiores. Su familia perdió su estancia, y se mudó a Córdoba en 1892, momento en el que Leopoldo volvió a vivir con ella, en una crítica situación económica que lo obligó a comenzar a trabajar de forma autodidacta. En esos momentos, dio sus primeros pasos en la vida pública; dirigió el periódico liberal y anticlerical "El Pensamiento Libre" y se alistó voluntariamente para enfrentar a las fuerzas radicales sublevadas en Rosario.

En 1896 se instaló en Buenos y se casó con Juana González. Allí se unió al grupo socialista de escritores integrado por José Ingenieros, Roberto Payró, Ernesto de la Cárcova; escribió en el periódico socialista "La Vanguardia" y en la "Tribuna", órgano del roquismo, y se ganó al distinguido auditorio del Ateneo. A los 22 años comenzó a escribir en "La Nación", con el apoyo de su amigo Rubén Darío.

Bajo órdenes de Pablo A. Pizzurno y Virgilio Magnasco, se desempeñó como Inspector de secundaria y normal desde 1901; tiempo más adelante, asumió la Inspección General, en la que puso en práctica varias de las ideas plasmadas en su estudio sobre la "Reforma educacional": cursos especiales en vacaciones, fundación del Instituto Nacional del Profesorado Secundario, creación de las cátedras de Educación Física y Dibujo, reglamentación para el ingreso de alumnos a la enseñanza secundaria.

Fue enviado a Europa para estudiar las novedades pedagógicas. Desde 1915 se desempeñó en la dirección de la Biblioteca Nacional de Maestros, que ejerció hasta su muerte.

En el marco del Centenario de la Revolución de Mayo, Lugones publicó varios trabajos: Odas seculares (1910) y la Historia de Sarmiento (1911).

Su particular análisis del Martín Fierro lo propuso como "Cuento homérico de la cultura argentina"; luego de largos debates por lo controvertido del asunto, esta obra fue aceptada como obra emblemática de la identidad literaria argentina.

La crisis desatada en Europa por la Gran Guerra y la difícil situación que vivía su país lo hicieron pasar de las ideas socialistas a apoyar el Golpe de Estado de Uriburu. En 1938 se suicidó en la ciudad de Buenos Aires. Recuperado: http://www.los-poetas.com/c/biolug.htm, 29 de enero de 2014.

15 Nació en Montevideo en 1808, ciudad en la que cursó sus primeros estudios. Durante la ocupación portuguesa se radicó en Santa Fe con sus padres. Concluyó sus estudios secundarios en Córdoba. Culminada la ocupación brasileña, regresó a Montevideo, donde fundó una escuela y publicó una obra para enseñar la lectura llamada Anagnosia. En 1930 se trasladó a Buenos Aires, donde inició sus estudios de Derecho, y también realizó estudios de pintura. En 1931 abrió la “Librería Argentina”, en la que, desde 1935, comenzó a funcionar el “Salón Literario”, que frecuentaban los jóvenes Juan Bautista Alberdi, Miguel Cané, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría, Vicente Fidel López. Discutían de temas varios, influidos por las ideas del Romanticismo europeo. Durante el gobierno de Rosas decidió no exiliarse, como muchos de sus compañeros de la que se conocería luego como “Generación de 1837”. Se retiró a la localidad de San Fernando, donde en 1842 abrió una escuela. Allí escribió su obra principal como naturalista autodidacta: El tempe argentino. Perseguido por las fuerzas parapoliciales que apoyaban a Rosas, debió huir primero a Santa Fe y luego a Entre Ríos; allí fundó en 1849 el periódico “El Sudamericano”. Al año siguiente, Urquiza, gobernador de Entre Ríos, lo nombró Inspector General de Escuelas y director del periódico oficialista “El Federal”. Luego de la batalla de Caseros, en la que las fuerzas rosistas fueron derrotadas, regresó a Buenos Aires y fue nombrado director de la Biblioteca Pública. En 1853 fue separado de ese cargo por su simpatía con Urquiza, por lo que regresó a Entre Ríos y ocupó el cargo de director de la Inspección General de Escuelas de la Confederación Argentina. Después de la batalla de Pavón continuó trabajando en la Dirección de Escuelas de la Nación. En 1865 fue designado director de la Escuela Normal de Entre Ríos. Hasta su muerte en 1887 fue miembro del Consejo Nacional de Educación. http://es.wikipedia.org/wiki/Marcos_Sastre Consultado el 31 de marzo de 2014.

16 Federico N. Abadie nació en 1855 y murió en 1910. Fue profesor de matemáticas, física y gramática. Fundó y dirigió la revista pedagógica El auxiliar del maestro. En 1896 se publicó su obra La gramática de la lengua castellana por la Real Academia Española; aumentada a un nuevo método de enseñarla y ejercicios de composición, por la Imprenta Artística de Dornaleche y Reyes, y en 1904, Nociones de geometría elemental. Tomo primero, por la misma imprenta. También escribió apuntes de agronomía y varios opúsculos sobre temas pedagógicos. Recuperado: http://www.1811-2011.edu.uy/B1/glossary/7/letterf 16 de noviembre de 2013.

17 Fue un pedagogo y antropólogo uruguayo que vivió entre 1860 y 1946. Realizó estudios de arqueología, geografía, botánica, zoología, y se dedicó al estudio del territorio uruguayo. Fue miembro de la Sociedad de Ciencias Naturales desde 1877; preparador y ayudante de zoología del Museo Nacional de Montevideo entre 1880 y 1884. Fue designado Inspector de Instrucción Primaria en Rocha en 1884, cargo que ocupó hasta 1889. Fue Inspector técnico de Enseñanza Primaria y Normal entre 1889 y 1907, y fundador y director del “Boletín de enseñanza primaria” entre 1889 y 1899. En 1892 se publicó su estudio sobre Los primitivos habitantes del Uruguay. http://www.1811-2011.edu.uy/B1/glossary/7/letterj Consultado el 31 de marzo de 2014.

18 Aunque, como hoy reconocemos, no haya luchado por la independencia del “Uruguay”, sino por la conformación de una Confederación de las provincias del Plata.

19 Este discurso, según Caetano, de una hiperintegración excluyente y hasta racista, disciplinador; también contenía un anhelo cosmopolita y universalista y humanista (Caetano, 2011:34-35); esto se ve reflejado en los manuales escolares, principalmente de moral (en proceso de laicidad).

20 Se puede hablar de distintos “sociolectos” (lenguajes o vocabularios de cada clase social). En este caso observaremos el sociolecto encrático, aquel construido desde el poder (Sansón, 2011).

21 Cabe destacar que, según la legislación uruguaya, los inspectores departamentales estaban encargados, entre otras cosas, de velar e informar sobre el cumplimiento de los programas y métodos establecidos por la Dirección General. Por lo tanto, es posible que en sus informes aparezcan menciones al respecto.

22 Real de Azúa (1984) habla de Uruguay como un “estado amortiguador”, que debe cumplir la función de evitar la colisión entre los dos “gigantes” entre los que se encuentra. Esta misma idea se habría trasladado a su identidad societal, y consolidado una “sociedad amortiguadora” en la que se evitan los conflictos y las “colisiones” entre los sectores sociales que la componen.

 

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Fecha de recibido: 25 de febrero de 2015
Fecha de aceptado: 28 de junio de 2015
Fecha de publicado: 1 de diciembre de 2015

 

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