Anuario del Instituto de Historia Argentina, nº 14, 2014. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

 

DOSSIER:
Comunistas y anticomunistas. Redes políticas y culturales en Argentina y Chile durante la Guerra Fría (circa 1960)

 

Sino el espanto”. Temas, prácticas y alianzas de los anticomunismos de derecha en Argentina entre 1955 y 1966

 

Ernesto Bohoslavsky

Universidad Complutense de Madrid, España
ebohosla@ungs.edu.ar

Martín Vicente

Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales, Argentina
vicentemartin28@gmail.com

 

Cita sugerida: Bohoslavsky, E. & Vicente, M. (2014). “Sino el espanto”. Temas, prácticas y alianzas de los anticomunismos de derecha en Argentina entre 1955 y 1966. Anuario del Instituto de Historia Argentina, (14). Recuperado a partir de http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn14a11

 

Resumen
Este artículo se concentra en la vida política de algunas organizaciones anticomunistas de derecha en Argentina entre 1955 y 1966: se pone de manifiesto la pluralidad de tradiciones anticomunistas presentes en el país, así como algunas de las diferentes vinculaciones internacionales de las que participaban. A partir de la consulta a fuentes periodísticas, oficiales y de la inteligencia policial, se reunió información para reconstruir las posturas ideológicas, las lecturas sobre los problemas sociales y culturales argentinos y algunas de las actividades políticas lideradas (o acompañadas) por diversos actores anticomunistas. Este período se caracteriza por una súbita coronación del anticomunismo en los discursos políticos, al punto de desplazar o subsumir una preocupación sobre el peronismo, originariamente más relevante. El anticomunismo terminó convirtiéndose en una pieza clave en la articulación entre las familias de derecha.

Palabras clave: Anticomunismo, Argentina, Guerra fría, Historia política.

 

But the horror”. Right-Wing Anti-Communisms’ issues, practices and alliances in Argentina between 1955 and 1966

 

Abstract
This article focuses in the political life of some Anti-Communist argentine organizations between 1955 and 1966: the main purpose is to prove that existed many Anti-communist traditions in the country and that they had participated in differentiated international networks. Journals, official documents and Police Intelligence reports are used to gather information in order to identify political positions, perceptions on national social and cultural problems and some of the political initiatives led (or accompanied) by Anti-Communist actors. This period was characterized by the fact that Anti-Communist discourses had a sudden and increasingly presence in politcal speeches, displacing or minimizing previously overwhelming political concerns on Peronism. Anti-Communism finally became a key idea, shared by different Right-wing families.

Keywords: Anti-Communism, Argentina, Cold War, Political History.

 

Este artículo pretende dar cuenta de algunas de las ideas y prácticas políticas desplegadas por actores y organizaciones anticomunistas de Argentina entre 1955 y 1966. Se ofrece una entrada en torno a tres cuestiones: la primera de ellas hace referencia a las ideas defendidas por estos grupos (especialmente sobre la idea de amenaza comunista y la percepción del vínculo entre peronismo y comunismo), la segunda tiene que ver con las prácticas políticas públicas y clandestinas que llevaban adelante estas organizaciones y la tercera da cuenta de las filiaciones y vínculos internacionales de estos grupos. Este artículo se ha servido de la consulta a fuentes periodísticas, documentos oficiales e informes de inteligencia. Por la enorme escala de las cuestiones aquí abordadas (un período de once años, múltiples organizaciones funcionando en un contexto político especialmente complejo y fracturado), ha sido menester recurrir a la consulta sistemática a la bibliografía especializada en búsqueda de información sobre estos años y sobre los actores que aquí interesan. El recorte temporal del artículo es propio de la historia política, puesto que aparece marcado por dos golpes de Estado: la “Revolución Libertadora” que derrocó al gobierno de Juan Perón en 1955 y la “Revolución Argentina” que acabó con la gestión de Arturo Illia en 1966. Dentro de ese período se expresaron dos ciclos con rasgos propios y particulares, divididos por el impacto de la Revolución Cubana. En ese sentido, la unidad temporal representada en esos once años es considerada tanto una etapa unitaria como un proceso dotado de heterogeneidad interna.

Es necesario establecer ciertas precisiones sobre el contenido que el lector encontrará en este artículo, así como plantear algunos puntos de partida de naturaleza interpretativa:

  1. En este texto no se prestará atención al anticomunismo profesado por organizaciones de izquierda o de centro-izquierda, como podían ser el Partido Socialista o grupos de intelectuales cercanos a esa tradición. Nos concentraremos sólo en las expresiones anticomunistas provenientes desde la derecha o la extrema derecha del arco político, incluyendo entre ellos, como se verá, a liberal-conservadores, nacionalistas y católicos antiliberales;
  2. por otro lado, se hará referencia a aquellas organizaciones en las cuales el anticomunismo es el elemento ideológico central (incluso excluyente), pero no a todas las entidades políticas que desplegaron ocasional o marginalmente expresiones y prácticas anticomunistas. Así, si bien la Unión Cívica Radical del Pueblo tuvo manifestaciones y preocupaciones anticomunistas, no es una de las organizaciones anticomunistas aquí relevadas, como sí lo es el Movimiento Nacionalista Tacuara, que expresaba un anti-izquierdismo sistemático, intenso y agresivo. A pesar de ello,
  3. es crucial para los propósitos de este artículo comprender la naturaleza de los vínculos de colaboración, competencia o enfrentamiento que se dieron entre esas organizaciones anticomunistas de derecha, el Estado y otras entidades de mayor envergadura e incidencia política como eran los partidos, los sindicatos, las asociaciones empresariales, etc. Las relaciones con esos partidos y organizaciones más legitimadas, masivas y de mayor antigüedad podían ofrecer a las agrupaciones anticomunistas la oportunidad de acceder a respetabilidad, recursos políticos, visibilidad pública y, llegado el caso, armas;
  4. Rodrigo Patto (2014:1) ha postulado que de las prácticas e ideas anticomunistas en Brasil en los años cincuenta y sesenta participaban sujetos que trataban de sacar ventaja de esas creencias (lo que llama “industria anticomunista”). Sin embargo, hay que diferenciar analíticamente la pregunta de quiénes eran los anticomunistas y qué intenciones e ideas tenían respecto de la pregunta de quiénes se beneficiaban de manera directa o indirecta de ese accionar anticomunista en universidades, fábricas, escuelas y sindicatos. No planteamos que fueran dos sujetos de facto separados, sino que es necesario demostrar a través de la consulta documental que quienes alentaron el anticomunismo eran simultáneamente quienes obtenían mayores ganancias políticas, simbólicas y económicas de ello. Promotores y beneficiados pueden y suelen -pero no están obligados a- coincidir históricamente. Si se da por buena esa idea, entonces es necesario
  5. percibir que la expansión de las creencias anticomunistas era mucho más amplia que el total de personas y sectores sociales que se beneficiaban de ellas. El anticomunismo tuvo expresiones políticas y sociales mucho más allá de los sectores dominantes. Si bien éstos eran los menos entusiasmados con la promoción de cambios radicales en la redistribución de la propiedad y la alteración del orden social, la tarea de estigmatizar y perseguir al comunismo fue asumida de manera entusiasta por actores políticos que no eran meramente (o en última instancia, no sólo) expresiones de intereses de la clase dominante (o de los aparatos de inteligencia). La fuerza de la convocatoria ideológica del anticomunismo no se restringía a los sectores de mayores ingresos sino que alcanzó y en no pocos casos fue asumida por actores que difícilmente se pudieran caratular como acomodados como los trabajadores urbanos y sus sindicatos.

El estudio del anticomunismo argentino en la década de 1960 es un campo dinámico en la actualidad. Ha permitido saber mucho sobre organizaciones políticas como las diversas agrupaciones que se desprendieron del Movimiento Nacionalista Tacuara (Goebel, 2007; Galván, 2008), agrupaciones políticas aun menores y más agresivas (Senkman, 2001), organizaciones católicas anti-conciliares como Tradición, Familia y Propiedad (Ruderer, 2012), el sindicalismo “libre” promovido por Estados Unidos (Bozza, 2009 y 2012) y los intelectuales “anti-totalitarios”, también vinculados con Washington (Nállim, 2012). Estos grupos compartían el anticomunismo, pero lo hacían por distintas (aunque a sus ojos compatibles) razones: la Doctrina de la Seguridad Nacional de fuerte raigambre castrense; el liberalismo tanto doctrinario como vinculado a posiciones más laxas, pro-empresariales y occidentalistas; el catolicismo integrista entusiasmado con el modelo del tardofranquismo tecnocrático; el sindicalismo peronista, preocupado por mantener la ortodoxia del movimiento y sostener su control político a la espera de un hipotético y anhelado regreso del general Perón. La presencia del anticomunismo en expresiones de diverso tenor se explica por distintos factores que impactaron fuertemente en el campo de las derechas locales: en primer lugar, las alternativas de la Guerra Fría y cómo la división bipolar que planteó fue recibida por las derechas argentinas; en segundo término, las mutaciones de la “cuestión peronista” al interior de estos actores, y; finalmente, las propias facetas del cambio sociopolítico del ciclo. En las articulaciones conceptuales, discursivas y el soporte de vínculos y prácticas que estos ejes produjeron entre las derechas argentinas (y con diversos entramados internacionales), se hallan pautas que explican los modos en los cuales éstas expusieron su anticomunismo, lo relacionaron con problemáticas diversas y cómo esto generó vínculos y lógicas comunes en lo que antes había sido una relación tensa y marcada por lógicas de confrontación y antagonismo.

Este artículo sostiene que el anticomunismo no debe ser entendido como la expresión exclusiva del interés o el miedo de clase. Intentaremos mostrar que existió un corpus ideológico compartido (total o parcialmente) por diversos actores del conglomerado anticomunista, así como un conjunto de prácticas extendidas. En tal sentido, si bien las tradiciones de cada una de las vertientes derechistas inmersas en el anticomunismo fueron la base de sus respectivos abordajes a la problemática, ello no impidió que se construyera una gramática común entre esos actores que estaban unidos entre sí sólo por el miedo a un potencial desembarco del comunismo.

Tres familias

Consideramos que es básico atender a la pluralidad de posiciones anticomunistas existentes en Argentina en las décadas de 1950 y 1960. Esas posiciones tenían aspectos ideológicos compartidos, pero también manifestaban divergencias en la interpretación de los procesos políticos nacionales e internacionales, en sus estrategias organizativas, en las prácticas desplegadas para la contención del “comunismo” y en la selección de alianzas políticas locales e internacionales. Aquí se sostiene como hipótesis que, en términos de clasificación ideológica y de comportamientos políticos, entre 1955 y 1966 era posible detectar al menos tres grandes familias anticomunistas, dotadas de características ideológicas, organizativas e históricas diversas. Esta posición parte de interpretar que la conformación de familias políticas viene dada por un conjunto de redes conceptuales, personales y sociales, que marcan una densidad mayor que expresiones más amplias como “culturas políticas”, y que, por lo tanto, se expresan de maneras diferentes.1

La primera de esas tres familias se afincaba en una perspectiva católica y nacionalista, y entendía al comunismo como la expresión de una convicción filosófica e ideológicamente errónea (cuando no perversa) que venía a culminar una larga serie de “errores” modernos como el liberalismo o la democracia de masas. La condena eclesial al comunismo durante el siglo XIX dio lugar a una amplia variedad de posiciones católicas anticomunistas tanto institucionales como del laicado. En esta familia la posición poseía una historia basamentada en el catolicismo y el nacionalismo de la etapa de entreguerras, pero estaba marcada, como se verá, por las transformaciones católicas de la segunda posguerra.2 Sus afinidades internacionales estaban cerca del franquismo y del Vaticano, al menos hasta que el impacto del Concilio Vaticano II y de la Conferencia de Medellín implicó para este espacio la convicción de que la conspiración roja incluso había tomado Roma. La renovación del catolicismo en la década de 1930 y la institucionalización de las reformas vaticanas, convirtieron a esta familia en un actor inspirado por una lógica de “cruzada” muy ligada al extremismo (Dri, 2012). De allí que una parte de las diatribas de estas organizaciones y sus mentores se dirigiera a resolver las disputas y debates ideológicos y políticos entre actores del mundo católico, que al menos desde aquellos años y por varias décadas, se mostró mucho más heterogéneo de lo que la institución eclesiástica estaba dispuesta a admitir (Zanca, 2006 y 2013). Así como el anticomunismo tenía límites difusos puesto que sus discursos, conceptos y actores circulaban muchas veces de modo no fijo ni doctrinario, lo propio puede decirse del catolicismo. Lejos ya de las previas condenas in toto al comunismo, la renovación eclesiástica de los años cincuenta implicó que muchos católicos pudieran acercarse al liberalismo lo mismo que al nacionalismo (Fares, 2007; Vicente, 2014b).

Entre las usinas de esta familia ideológica se encontraban sectores de la propia Iglesia así como algunas agrupaciones del laicado como Tradición, Familia y Propiedad (Ruderer, 2012). La más importante organización anticomunista de la familia católico-nacionalista de estos años fue el Movimiento Nacionalista Tacuara y sus derivaciones (como Guardia Restauradora Nacionalista). Tacuara fue una organización juvenil surgida en el contexto de la discusión parlamentaria en torno al proyecto de ley que autorizaba a las universidades privadas a emitir títulos de validez nacional (el conflicto “laica o libre”) a finales de la década de 1950. Se trataba de un conjunto de organizaciones de fuerte peso juvenil, entusiasmadas con la posibilidad de un golpe de Estado que les brindara la posibilidad de ocupar posiciones de poder y lanzarse a la caza de los comunistas y de la cultura pluralista y laica antes de 1966 (Lvovich, 2006) y sobre todo después de esa fecha (Scirica, 2012). Esta familia ideológica incluía a revistas y nuevas organizaciones políticas explícita y centralmente anticomunistas, varias de ellas inspiradas en el nacionalismo integrista de la década de 1930 (Bohoslavsky, 2010), dotadas con conexiones internacionales y con alguna presencia fuera del área metropolitana. De acuerdo a lo que ha investigado Magdalena Broquetas (2014), los tacuaristas tuvieron vínculos con organizaciones uruguayas en los años sesenta, como eran Montonera y el Frente Estudiantil de Acción Nacional. Esas tramas se expresaban en el intercambio de publicaciones, el uso de los mismos juramentos y rituales de iniciación (así como de la cruz celta como elemento identificador) y la cooperación para el armado de atentados en las dos orillas del río de la Plata.

Sus lecturas comunitaristas y de inspiración hispano-americana postulaban la necesidad de desarrollar una civilización alejada tanto del hedonismo capitalista como del materialismo soviético. Sus perspectivas sobre la economía iban en el sentido de promover un Estado subsidiario, que fuera capaz de apoyar a las iniciativas autónomas de la “comunidad” nacional y sus grupos y organizaciones “naturales” (gremios, corporaciones, universidades, municipios, etc.). Esta lectura les permitía compartir un núcleo con los liberal-conservadores en torno de la subsidiaridad del Estado y con los integristas en torno al corporativismo: si bien se hallaban explícitamente más cercanos a estos últimos, las posibilidades de un diálogo con los primeros no fueron un factor menor.

En esas organizaciones el anticomunismo era obsesivo y se centraba en la forma de teoría del complot, eje tradicional de las posiciones de lo que Pierre-André Taguieff (1992) denomina “el nacionalismo de los nacionalistas”. Esto es, asume que el enemigo que está enfrentando es una figura ubicua, omnipresente, aunque hábilmente camuflado. Esta familia hacía gala de tener múltiples y muy poderosos adversarios: a la vez decía combatir al comunismo ateo, al capitalismo individualista y al igualitarismo social, entendido como pérdida de jerarquías y de valores.3 En el caso de aquellos que se abrazaban a lecturas conspirativas, todos estos males aparecían como tentáculos de un gran pulpo, al que daban en llamar sionismo o alguna otra categoría que apenas ocultaba un abierto antisemitismo. Por eso al comunismo se lo podía ver no sólo donde previsiblemente podía estar (el Partido Comunista y aquellas organizaciones que éste promovía) sino también en asociaciones gremiales, partidos políticos e incluso en sectores que a ojos de la mayoría de la población estaban distantes a cualquier influencia soviética, como podían ser los hippies o las vanguardias artístico-culturales.

Esta tradición fue la que mantuvo relaciones más ambiguas y cambiantes con el peronismo, al que algunos de sus integrantes entendían como una fuerza útil al servicio de la recristianización de la sociedad argentina, pero al que otros consideraban una mera expresión de demagogia y de la voluntad consumista de los sectores bajos del país. Por eso, para algunos podía ser una eficaz barrera contra el comunismo, mientras que para otros su degeneración moral era ya tan evidente que no había en él utilidad política alguna. Diversos sectores del peronismo se acercaron a algunos grupos embanderados con estas tendencias, con las que compartían algunas simpatías ideológicas y cierta marginalidad política que en diversos casos implicó crear o compartir espacios de circulación de sus militantes (eventos, publicaciones, sociabilidad política, etc.) Ese acercamiento fue primero de facto, como en la toma del Frigorífico Lisandro De La Torre en 1959, y posteriormente fue ideológico y organizativo, alcanzando diversos grados de institucionalidad y de presencia pública, como en el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas.

El catolicismo funcionó como un blindaje ideológico del anticomunismo, lo cual constituía una clara continuidad con las organizaciones nacionalistas de las décadas de 1930 y 1940, aunque dentro de un mundo católico muy diverso, marcado por la presencia del catolicismo humanista y las polémicas internas de la década de 1950 y sobre todo a partir del Concilio Vaticano II. En ese sentido, no sólo el catolicismo como fe y la Iglesia como institución siguieron siendo casi monolíticamente anticomunistas en Argentina hasta los años sesenta, sino que el anticomunismo siguió siendo medularmente católico. Esto fue así al punto de que varias organizaciones anticomunistas (como la Guardia Restauradora Nacionalista) veían al antisemitismo religioso como una continuidad normal y evidente de su actividad contra los “rojos”.

La segunda familia estaba anclada en una perspectiva liberal-conservadora y era la que se podía encontrar entre asociaciones empresariales y sindicales, así como en diversos intelectuales (tanto figuras singulares como agrupados en instituciones), deseosos de combatir el “totalitarismo” soviético y lo que postulaban como sus vertientes regionales: el modelo cubano, los populismos e incluso, por momentos, las tendencias desarrollistas. En su lectura el comunismo era un peligro para la supervivencia de la civilización humanista e ilustrada, equiparable a lo que habían representado los fascismos en las décadas de 1930 y 1940. Su perspectiva era occidentalista y se alejaba del hispanismo de la primera familia puesto que no tenía problemas en reconocer y en exaltar el liderazgo moral e ideológico de Estados Unidos, su cultura política y sus instituciones de gobierno, identificadas como modelo democrático. Su preocupación económica pasaba por limitar el intervencionismo estatal, que se creía que terminaría por ahogar la iniciativa de los actores privados (nacionales y extranjeros) en el mercado y la reflexión autónoma y crítica de los intelectuales: el formato de “Estado mínimo” les ofrecía un equilibrio entre la tradición doctrinaria, la historia nacional y las nuevas posiciones de la renovación liberal. En este espacio no había ambigüedades respecto del peronismo, que era considerado como un sucedáneo o una forma nacional del totalitarismo, sea el nazi-fascista o el soviético. Por su voluntad de otorgarle irresponsablemente poder y recursos a los trabajadores, el peronismo fue asociado por estos actores “al avance del comunismo a nivel mundial, desdibujando cualquier rasgo diferenciador” (Barbero y Godoy, 2003:35).

El liberal-conservadurismo fue el núcleo más visible del amplio universo liberal, en especial por el despliegue y consolidación de una activa generación de jóvenes intelectuales que fueron al mismo tiempo generadores de instituciones, redes de circulación y medios políticos y culturales de diverso tenor. Sus redes internacionales fueron sumamente amplias, e iban desde la organización de instituciones occidentalistas a la publicación por la editorial Sur del libro Vietnam norte: del colonialismo al comunismo del ensayista vietnamita Huang Van Chi, férreo opositor a ambas experiencias mencionadas en el título, o la promoción de vínculos con asociaciones internacionales de existencia breve y vaporosa, pero afincadas en una pertenencia ecuménica. El espacio liberal, al mismo tiempo, fue protagonista central de alternativas como los grupos nacionales e internacionales de diverso alcance e institucionalización y promotor de alternativas como el sindicalismo libre (tanto el de bases católicas como el novedoso modelo neoliberal). Agrupaciones como el Centro de Estudios sobre la Libertad, motorizado por el economista y empresario Alberto Benegas Lynch, fueron ejes centrales en esta construcción que atraía fondos de orígenes diversos y se basaba tanto en la presencia de hombres de negocios como de intelectuales que llegaron a ocupar roles de importancia en instituciones como las Academias Nacionales (Vicente, 2014a y 2015a).

La tercera familia era de cuño autoritario y estatista y encontraba como punto nodal de emisión a las Fuerzas Armadas. Éstas fueron sometidas a un proceso de formación primero bajo influencia del Ejército francés y sus elaboraciones contra la resistencia argelina y vietnamita y luego bajo hegemonía norteamericana gracias al accionar de la Escuela de las Américas que el Pentágono tenía en Panamá (Mazzei, 2000 y 2012). Desde la década de 1950 muchos hombres de las Fuerzas Armadas de Sudamérica tomaron cursos dedicados a la formación en la teoría de la guerra contra-revolucionaria y luego en la Doctrina de la Seguridad Nacional. Esa formación hacía centro en una definición del enemigo que abandonó los tradicionales alineamientos territoriales y asumió la idea de “fronteras ideológicas”. En efecto, la Doctrina de la Seguridad Nacional partía de la consideración de que el “mundo libre” se enfrentaba a un enemigo todopoderoso, pero sobre todo de nuevo tipo. Frente a él no existían las fronteras físicas sino las ideológicas. Ese enemigo se infiltraba en las universidades, en las fábricas, las oficinas e incluso en las parroquias (Buchrucker, 2003:10). Sus vínculos internacionales se configuraban esencialmente con el Pentágono y con otras Fuerzas Armadas del continente. A diferencia de la segunda familia anticomunista, ésta consideraba que la victoria sobre el comunismo no se produciría por las evidentes ventajas económicas y morales del mundo libre sino por una decidida acción preventiva y bélica a escala nacional, que implicaba que el Estado asumiera un gran número de funciones económicas y (sobre todo) de vigilancia y persecución a los posibles lacayos del oro de Moscú. En el espacio liberal, esto apareció como una novedad ante sus planteos temerosos del crecimiento estatal, transformando así lo que entendían como “Estado mínimo”. En cierto sentido, puntuales líneas de vínculo con actores liberal-conservadores enfatizaron un diagnóstico común en torno a algunos tópicos (la geopolítica, el rol de la violencia, las medidas represivas, etc.) que se harían más evidentes en la década de 1970. En esta perspectiva el peronismo aparecía como una fuerza ideológica útil a la expansión comunista, puesto que estimulaba y legitimaba la movilización social y política de diversos sectores sociales, en especial los más proclives a la penetración comunista: las masas trabajadoras y los estudiantes. En una lectura maniquea y conservadora que separaba al mundo entre aquellos que defendían el statu quo y aquellos que lo saboteaban, los peronistas les parecían más cercanos a los segundos que a los primeros.

Más allá de estas tres familias basadas en posiciones ideológicas y prácticas políticas diferenciables (sin por ello obviar, enfatizamos, una serie de vínculos no siempre lineales), debemos marcar la existencia de un cuarto grupo que, por sus singulares características, no conforma una familia ideológica pero sí se recorta respecto de los demás sectores presentados. Se trata de un espacio lábil conformado por obras que circulaban a diversos niveles (prensa masiva, literatura popular de ficción, ensayos polémicos para divulgación masiva), producidos por actores marginales de los espacios intelectuales y políticos. Lejos de estar representada por intelectuales tradicionales, expertos, militantes o activistas -como ocurría en las tres familias precedentes- la trama intelectual de este anticomunismo periférico se formaba básicamente por autores de escaso renombre (en muchos casos periféricos del mundo intelectual: autodidactas, médicos, militares, sacerdotes) o por políticos de mínimo predicamento. Muchas veces editados sin firma autoral o bajo nombres de pluma, este corpus irregular y de bordes lábiles sin embargo es un dato central sobre el peso del anticomunismo en la época y los diversos modos que adquirió. Recordemos que la literatura ficcional fue una clave de la masificación del anticomunismo en los Estados Unidos en la década de 1950, en coincidencia con una renovación de las derechas en ese país al momento de enfrentar la “pesadilla en rojo” (Nash, 1987). Así como una serie de vínculos con la nueva derecha estadounidense son patentes en las transformaciones de las derechas locales (en especial la de tradición liberal y la vinculada a las Fuerzas Armadas), las nuevas formas adoptadas por la industria cultural de masas fueron modelos de esta vertiente. Varios de los tópicos presentes en estas obras, en especial las visiones conspirativas de la política, estaban ya presentes en las derechas nacionalistas desde principios de siglo XX (Lvovich, 2003; Bohoslavsky, 2009), y sobre esa base se construyeron muchos de los ejes temáticos, discursivos y narrativos de esta variopinta corriente. Al tiempo que un espacio de editoriales de corte popular (muchas veces bajo nombres de ficción) eran el origen de la circulación de esta producción, en muchos ocasiones casas editoras y publicaciones de renombre asumían la edición de obras o notas vinculadas con estos lineamientos: así, las posiciones de la popular Selecciones del Reader’s Digest, la exitosa editorial Atlántida y los medios de la modernización periodística con centro en la década de 1960, compartían la preocupación por el status del comunismo. En muchas ocasiones, esta literatura dispar se editaba bajo el sello de organizaciones de dudosa entidad como la Asociación Argentino-Vietnamesa, el Movimiento Unidad Revolucionaria o casas editoriales sin personería real. Este universo laxo y heterodoxo del anticomunismo periférico, no abordado por las investigaciones académicas, aparece como un dato central para captar la diversidad anticomunista en esta etapa.

1955-1959: ¿Vencedores o vencidos? El lugar del comunismo

El proceso político iniciado en 1955 con el enfrentamiento entre el gobierno nacional y la coalición antiperonista que finalmente lo desplazó en septiembre se expresó en una polarización muy intensa, aunque desigual. La auto-exaltación pública y festiva del antiperonismo triunfante, esas “otras multitudes” como las denominó María Estela Spinelli (2005), no daba demasiado lugar a las perspectivas anticomunistas, salvo dentro del enfoque antitotalitario, en el que, sin embargo, era un referente menor comparado con el lugar que ocupaban las diatribas y detracciones contra el peronismo. Tanto los militares golpistas como sus apoyos político-partidarios sabían bien que los comunistas se contaban entre las víctimas de la persecución política y policial que el gobierno depuesto había desplegado (Nazar, 2007 y 2009): por otro lado, la posición anticomunista del propio Perón había sido manifestada en muchas ocasiones en las décadas de 1940 y 1950.4 Tampoco la militancia peronista, sometida a fuertes niveles de represión ya hacia finales de 1955, encontraba sentido en exaltar lecturas anticomunistas para enfrentar a sus enemigos. Más allá del anticomunismo explícito de la doctrina justicialista, los peronistas difícilmente habrían podido señalar que era el Partido Comunista el que estaba detrás del golpe de Estado en el que las Fuerzas Armadas tuvieron el papel central y en el que se adivinaban rasgos de venganza de clase. En este sentido, la intensidad del enfrentamiento de las agrupaciones políticas y sindicales peronistas con el nuevo orden de la “Revolución Libertadora” no admitía “distracciones” ni ofrecía usos evidentes o muy útiles del anticomunismo. Como se verá, esas pautas cambiaron en los siguientes años.

Así, Mariano Plotkin (2004) mostró que Perón en la primera edición de La fuerza es el derecho de las bestias, en 1956, culpaba de su caída a los sacerdotes y ofrecía una asimilación de la represión comandada por la “Revolución Libertadora” con la que había producido la Mazorca rosista un siglo atrás. Como los antiperonistas lo habían hecho previamente, la remisión negativa al rosismo se volvía clave de la lucha interpretativa, aunque llamativamente invirtiendo sus términos, con lo cual se inscribía así en una gramática sumamente compleja con una historia propia (Quatrocchi-Woisson, 1995). La segunda edición del libro publicada dos años después, reemplazó la comparación con la Mazorca por la KGB. De manera complementaria, la responsabilidad por el golpe ya no recaía en los hombres de la Iglesia sino en los comunistas y los masones. Al menos en la mirada del ex presidente Perón el anticomunismo había ganado un nuevo peso hacia 19585. Pero también lo había ganado entre aquellos que tenían como norte político la eliminación del peronismo de la vida nacional.

En efecto, desde 1956 se incrementó la vigilancia policial sobre los militantes comunistas porque se sospechaba que existía la posibilidad de que llegaran a acuerdos con el peronismo, sobre todo a nivel de las bases, con el propósito de intensificar la conflictividad laboral y facilitar las actividades de resistencia política y sindical en la sede de trabajo (Marengo, 2012). Como señaló Spinelli (2005: 247) dado que la “Revolución Libertadora” se había planteado como una misión inexcusable la remoción del “totalitarismo nazi-peronista”, no había mucho margen para tolerar otras formas de “totalitarismo” potencialmente cercanas o funcionales al “tirano prófugo” como podía llegar a ser el Partido Comunista. Esa es la razón por la cual se creó en 1956 la División de Investigaciones de Partidos Antidemocráticos de la Policía Federal, que fue alimentando un aparato de vigilancia y represión de creciente complejidad (Ubertalli, 2010:251). La “Revolución Libertadora” creó en 1956 la Junta de Defensa de la Democracia (decreto-ley 18787) con el propósito de investigar las actividades públicas y clandestinas que llevaba adelante el comunismo en el país (Barbero y Godoy, 2003:38). A partir de entonces el comunismo y el peronismo compartían el inesperado sitio de ser destinatarios conjuntos de la represión estatal, lo cual ha sido destacado por Oscar Terán (1991) por su peso en la formación de la nueva izquierda intelectual. A escala estatal, por lo tanto, el comunismo apareció como un problema de índole nacional, pero centrado en la represión del Partido Comunista y por ello mismo canalizado a través de la fuerza represiva estatal.6 Las redes internacionales anticomunistas y una lectura en extenso del comunismo como una problemática heterogénea y de alcance universal eran, por lo tanto más frecuentes entre intelectuales y sacerdotes que entre actores estatales, salvo a nivel de las Fuerzas Armadas y la trama intelectual vinculada con ellas, que sin embargo ganaría centralidad en la siguiente etapa, con figuras como Jordán Bruno Genta.

La familia liberal-conservadora asimiló de inmediato el derrocamiento de Perón con el contexto de la Europa de posguerra, de igual manera que el régimen peronista había sido considerado una experiencia totalitaria. Al igual que en los países que habían sufrido los años fascistas, este espacio entendía que la Argentina debía purgarse de la mácula peronista: la “desnazificación” alemana operaba como espejo tanto como cruda evaluación de lo ocurrido en el país desde 1943 (Vicente, 2015b). Por ello mismo, entre estos actores (en especial los jóvenes intelectuales formados en los años previos) fue común colocar el problema del vínculo entre peronismo, nacionalismo y fascismo dentro de un molde más amplio: el del totalitarismo, en el cual también ingresaban al comunismo. Un seguimiento de las inquietudes, usos conceptuales e inflexiones de las intervenciones liberal-conservadoras grafica con claridad cuán enraizadas estaban sus posiciones con su tiempo, al punto que, leídas a la distancia repiten las diversas estaciones que el concepto de totalitarismo experimentó en el período (Traverso, 2001). El anticomunismo comenzó a operar a través de una serie de líneas mayores: en primer lugar, la preocupación por el fascismo y por el peronismo se imbricaba y superponía con las lecturas sobre el comunismo; en segundo término, con la progresiva centralidad que el comunismo fue ganando como eje de las aversiones de este sector; tercero, mediante la compleja red de reciprocidades y de exclusiones que las diversas derechas tramaron sobre el anticomunismo. En esa red el liberal-conservadurismo se articuló allí con una retórica libertaria que sobre el final del siglo XX reordenó y reorganizó a las derechas argentinas bajo el marco conceptual del neoliberalismo (Morresi, 2008).

El espacio católico, por su parte, vivió un punto álgido del importante proceso de diferenciación interna iniciado en 1936 y consolidado durante la Segunda Guerra Mundial y el ciclo justicialista. Aquel año, marcado por el inicio del conflicto civil en España y la visita de Jacques Maritain al país, separó al cuerpo católico en dos partes visiblemente contrapuestas: los integristas y los humanistas (Zanca, 2013). El primer sector, contrario al pluralismo y la democracia, se había consolidado en la década de 1920, en tanto el segundo grupo se imbricó con el antifascismo primero y con el antiperonismo luego, y estuvo influido por la renovación católica europea con lo cual quedó profundamente ligado al liberalismo, pero no por ello puede ser directamente clasificable como catolicismo liberal, El influjo de la división ideológica internacional propulsada por la Guerra Mundial llevó a que el sector humanista más claramente militante (como la revista Orden Cristiano y sus intelectuales) explicitara la alianza con la Unión Soviética como una decisión situacional ante un contexto límite. Una vez finalizada la guerra, sin embargo, el comunismo ganó lugar en las preocupaciones de este sector, si bien sus modos interpretativos distaban de las lecturas conspiracionistas y apocalípticas del sector integrista (por ej. el padre Julio Meinvielle, numen de Guardia Restauradora Nacionalista) y se traducían en un discurso centrado mayormente en la problemática democrática7Para este sector, el peronismo había representado una continuación local de los fascismos y una forma posible de totalitarismo, pero menos vinculado con el comunista que con los modelos propios del nacionalismo decimonónico representado por Juan Manuel de Rosas y el caudillismo regional, así como con la dictadura de Uriburu en 1930: a diferencia del espacio liberal-conservador (que también exponía una notable influencia de la renovación católica), los humanistas no subsumían peronismo, fascismo y comunismo en un mismo conjunto totalitario. Tras 1955, sin embargo, la unidad del humanismo se desintegró y un sector evidenció un notorio acercamiento a posiciones de izquierda mientras que otro evidenció una marcada tendencia anticomunista. En esta división aparecerá un conflicto durante la década siguiente, como veremos, que repondrá una problemática de este espacio: cómo asumir la pregunta por el socialismo abierta en la renovación católica europea y cómo colocar el problema del comunismo dentro de una agenda política pluralista. Acaso en la obra de Pedro de Basaldúa (1962) La garra comunista en América Latina, se representen las problemáticas de este sector en el tránsito entre ciclos: exiliado vasco representante del gobierno republicano en el exilio, factótum de Orden Cristiano, Basaldúa pasó de referente antifascista a fervoroso denunciador de la amenaza comunista, cuando la agenda del humanismo había cambiado tan claramente. Que la obra fuera editada por la occidentalista Asociación Argentina por la Libertad de la Cultura, vinculada a las redes anticomunistas internacionales y prologada por el referente demo-católico Manuel Ordoñez, completaba el simbólico lugar de este trabajo en su espacio ideológico.

De la revolución cubana a 1a “Revolución Argentina” (1959-1966)

El estímulo para el desarrollo de las fuerzas anticomunistas después de 1959 fue el miedo a la reproducción del experimento cubano en la región y a que Moscú hiciera de nuevo pie en el continente. La primera opción sistemáticamente desarrollada por Washington en previsión del “contagio” del comunismo de La Habana fue la Alianza para el Progreso. Promovida por el gobierno demócrata de John Kennedy, la Alianza postulaba un vínculo modernizante entre los Estados Unidos y el subcontinente capaz de promover el cambio social sin caer en las opciones maximalistas. Diversos actores locales, desde políticos hasta medios periodísticos tradicionales e instituciones de diverso tenor, vieron en esta alternativa una verdadera nueva vía para completar el ansiado proceso de desarrollo regional, en coincidencia con la preocupación modernizante central en la etapa. Sin embargo, esa vía fue dejada en la medida en la que avanzaba la década de 1960 y dio paso a posturas más preocupadas por la seguridad hemisférica que por la promoción del desarrollo. Los grandes medios liberal-conservadores como La Nación y La Prensa, entusiastas del vínculo entre los Estados Unidos y el subcontinente y de las políticas del asesinado líder demócrata, fueron los mayores representantes del tránsito del entusiasmo a la decepción y, luego, a la atención a las medidas que tendían a percibir al comunismo como un problema de “seguridad”. Las nuevas concepciones sobre las “fronteras ideológicas” y la centralidad de la pauta geopolítica redefinieron las agendas anticomunistas de la región. A partir de allí, la contención del comunismo fue más un asunto de los agregados militares que de los intelectuales y las ONGs gestoras y estudiosas del (sub)desarrollo. El comunismo vino a quedar recortado no sólo un enemigo temible, sino como el único responsable de todos los males de las naciones occidentales, y entre ellas las latinoamericanas (Bohoslavsky, 2015). Desde esta posición, una serie de lecturas en general basadas en el ensayismo y la reflexión polémica postularon la existencia de una suerte de patrones ideológicos (cuando no psicológicos) que explicaban “la mentalidad” comunista como un marco interpretativo erróneo: a medio camino entre las teorías anti-totalitarias de autores como Erich Fromm, los argumentos libertarios de autores como Frederic von Hayek o Karl Popper y una peculiar tradición de pensamiento conspirativo (expandido ahora desde el nacionalismo hacia el liberalismo), estas posiciones del anticomunismo permitieron abroquelar interpretaciones de las diversas derechas sobre puntos de diversas tradiciones y líneas analíticas. En un sentido, el avance de las ciencias sociales en la época había validado este tipo de lecturas sobre “mentalidades”, en especial con la recepción de la Escuela de Frankfurt llevada a cabo por Gino Germani (Blanco, 2006), y muchas de las posiciones anticomunistas de la hora evidenciaban una agenda de lecturas al día, en especial en los segmentos más académicos, como los intelectuales liberal-conservadores.

En este nuevo planteo, el problema del comunismo era presentado como de orden internacional más que nacional, en línea con la visión geopolítica que el sector militar y los diversos intelectuales vinculados a él comenzaron a renovar y centralizar. El punto que marca claramente el cambio que se produce en el imaginario y las prácticas anticomunistas de Argentina en la década de 1960 es la definición del actor estatal al que se le asigna la misión de controlar y combatir al comunismo. A mediados del siglo XX seguían siendo secciones específicas de las policías las que tenían las tareas de registrar, intimidar y reprimir al comunismo: se trataba de un problema nacional que requería de aquellas herramientas de las que el Estado disponía para restaurar el orden. Pero tras 1959, la situación cambió puesto que fueron las Fuerzas Armadas las que asumieron (y/o a las que se les concedieron) nuevas funciones, ligadas al mantenimiento del orden social.

La presidencia de Arturo Frondizi (1958-1962) estuvo marcada por la intensificación del anticomunismo. El decreto presidencial 4965 de 1959 creó una comisión encargada de “planificar, dirigir y supervisar la acción del Estado en materia de comunismo y otros extremismos” (Padrón 2012: 165), que por su mismas pautas promovía una concepción amplia en materia represiva. El Partido Comunista fue ilegalizado en 1961 y se habilitó el juzgamiento de sus miembros en el fuero militar si participaban de actividades de conmoción pública (definición sumamente laxa en el ordenamiento dispuesto por el Plan de Conmoción Interna del Estado) o de atentado a la autoridad.

El combate a la penetración del “castro-comunismo” fue asumido por múltiples actores por fuera de la coalición gobernante y de las Fuerzas Armadas, al tiempo que éstas se sumaban a lo que previamente era un plano mayormente policial. Entre los nuevos partícipes del anticomunismo, se destacaron los vinculados a la familia católico-nacionalista como Tacuara y los actores liberal-conservadores, sumamente occidentalistas, pero también partidos más tradicionales como la Unión Cívica Radical del Pueblo y agrupaciones que se reconocían como peronistas y que repudiaban el “imperialismo soviético”. Hacia mediados de la década de 1960, por lo tanto, el discurso anticomunista aparecía muy difundido entre actores políticos tradicionales de Argentina. En 1965 el Ateneo radical de Buenos Aires postulaba que era una imperdonable ingenuidad despreocuparse

del comunismo en la inteligencia de que su doctrina está superada por las concepciones que inspiran nuestra organización democrática o por el escaso número de sus votantes en las urnas […] La actividad comunista se despliega en todas partes, siguiendo normas y tácticas previstas según las circunstancias de lugar y tiempo, y entre nosotros, aunque sus escenarios preferidos son los institutos de enseñanza, los sindicatos gremiales y las agrupaciones estudiantiles, no están excluidos otros centros religiosos, políticos o económicos, donde su acción y propaganda se infiltran subrepticiamente8

Para entonces el accionar de diversos grupos de derecha extrema era un dato que se corroboraba en la realidad argentina. Tacuara, Liga Nacional Contrarrevolucionaria (Senkman, 1989), Guardia Nacional Restauradora, son algunos de los voceros del anticomunismo, antisemitismo y antiliberalismo que tomaron fuerza en la década de 1960. Los registros del espionaje de la policía bonaerense dan cuenta del surgimiento de estas organizaciones.9 Uno de esos grupos, el minúsculo “Frente Nacional-Socialista Argentino (Sección Argentina de la Unión Mundial de Nacional-Socialistas)” realizaba un apesadumbrado diagnóstico de la situación nacional, en el que la presencia del comunismo estaba a la orden del día:

Ante esta incierta hora, por la que atraviesa nuestra querida patria.
Ante la caducidad del régimen capitalista-liberal-burgués.
Ante el peligro comunista que se cierne sobre nuestra patria.
Ante la continua violación de la soberanía nacional por parte de las potencias extranjeras (ocupación internacional de la Antártida Argentina, la retención de las islas Malvinas por Inglaterra, la continua injerencia de los EEUU de Norte América en problemas internos argentinos; el secuestro del teniente coronel Adolfo Eichmann, realizado por agentes de Israel)10

Diversos actores del peronismo tejieron vínculos con organizaciones anticomunistas como Tacuara, unidos por la existencia de enemigos comunes en los sindicatos o en ámbitos educativos. Si esto fue así se debió a que para ese momento el peronismo ya no era aquel del ciclo gubernamental iniciado en 1946 y se había fragmentado en una multiplicidad de vertientes. Muchos de los actores peronistas, incluso centrales como el poderoso sindicalista metalúrgico Augusto Timoteo Vandor, asumieron claras posiciones anticomunistas. El diputado salteño Juan Carlos Cornejo Linares propició el acercamiento entre peronismo, antisemitismo y filo-arabismo. En su libro El orden sionista en la Argentina de 1964, denunciaba que el sionismo alentaba a la izquierda local (trostkismo, socialismo, comunismo) para penetrar en el movimiento peronista al efecto de “disolverlo lo antes posible” (en Senkman, 1989:104). La particularidad de la existencia de corrientes peronistas anticomunistas complejizó el sitio del peronismo pues para muchos políticos e intelectuales embanderados con el anticomunismo el peronismo era un fenómeno peligrosamente cercano al colectivismo, tesitura confirmada por el propio Perón cuando elogiaba al socialismo cubano, se equiparaba con Mao Tsé Tung o elogiaba a Ernesto “Che” Guevara.

La aparición de numerosos (aunque efímeros y poco institucionalizados) grupos como el mencionado Frente Nacional-Socialista Argentino da cuenta de al menos tres mutaciones en las prácticas anticomunistas en la década de 1960. Esos cambios fueron, en primer lugar, en el sentido de desarrollar una campaña de amplio espectro no ya contra el Partido Comunista de Argentina, sino contra una entidad fantasmática, inabarcable y a la vez omnipresente, a la que se daba en llamar comunismo, que lo mismo se podía encontrar en las minifaldas, el ateísmo, las vanguardias artísticas, la prensa alternativa, los universitarios, los libros de Horkheimer, los curas obreros y el presidente Frondizi -e incluso las drogas-.11 En efecto, en esta etapa el PCA dejó de ser el blanco principal del anticomunismo: a tono con la concepción de la “amenaza comunista” como un fenómeno múltiple, la voluntad represiva apuntaba contra objetivos heterodoxos dado que la definición de comunismo perdió especificidad y quedó dotada de una laxitud antes ausente a la hora de identificar a los potenciales focos rojos. Éste fue el caso de la Federación Argentina de Entidades Democráticas Anticomunistas (FAEDA), que desarrolló una agenda de tinte “cultural”, en ese sentido más próxima a las prácticas del espacio liberal-conservador. Su negativa percepción de algunas de las implicancias del proceso de modernización cultural desarrollado en la Buenos Aires y la recepción de algunas formas de consumo simbólico ligadas a la cultura norteamericana, le dio una impronta particular. Su definición de lo que los hippies o los comunistas eran apuntaba a una hidra monstruosa, que contenía en sí todo aquello que asociaban con lo malvado o lo indigno: homosexualidad, izquierdismo, consumo de drogas, contracultura, abuso sexual, holgazanería, etc. Según joven de FAEDA, los hippies tienen la postura de que

lo mejor es amarse entre personas del mismo sexo […] No son comunistas, pero están auspiciados por ellos […] Se volverán guerrilleros comunistas cuando se acostumbren a vivir al aire libre y a comer lo menos posible 12

La segunda tendencia fue la de incorporar crecientemente el uso de la violencia para herir, intimidad o asesinar a quienes fueron señalados como comunistas, criptocomunistas o facilitadores de la penetración comunista en la Argentina. Se produjeron un conjunto de atentados personales contra sujetos sospechados de ser comunistas (y sobre todo judíos sospechados de ser comunistas, como fue el caso de Graciela Sirota en 1962 o de Raúl Alterman en 1964) así como diversos episodios armados, como el tiroteo en el local del sindicato de cerveceros en Rosario a inicios de 1964 protagonizado por Tacuara. En otros casos se trató de palizas contra jóvenes varones que usaban cabello largo. Y si bien la violencia política anticomunista no era un dato novedoso en la historia argentina del siglo XX (Ubertalli, 2010), la innovación pasaba por el hecho de que la violencia fuera organizada y desplegada por grupos políticos civiles y sólo no por organismos de seguridad o defensa, como había sido en el enero de 1919 (Lvovich, 2003).

El tercer sentido de las modificaciones en los comportamientos de los anticomunistas fue la creciente transnacionalización de su imaginería y representaciones durante este período. Los vínculos internacionales de FAEDA con organizaciones anticomunistas parecen cosa cierta: su pertenencia a la World Anti-communist League se prueba por las referencias explícitas a su actividad en la primera conferencia de esta institución en Taiwan en 1967 (World Anti-communist League, 1967: 2). En noviembre de 1964 Corrêa de Oliveira, el fundador Tradición, Familia y Propiedad, visitó Buenos Aires para dictar un conjunto de conferencias por invitación de la FAEDA, en el Colegio Lasalle.13 Una transnacionalización de la agenda, de los motivos y de la bibliografía anticomunista es probable que trajera consigo una pérdida de relevancia del problema del vínculo entre peronismo y comunismo, que en el período anterior había concitado más preocupaciones. Pero esa transnacionalización también se expresó en la realización de eventos públicos (congresos, ateneos, debates) en los cuales la “amenaza comunista” era el eje convocante. Así, el país fue testigo de la organización de eventos específicamente dedicados al estudio de ese “problema”. Fue el caso del “Congreso Juvenil Argentino frente al Comunismo” organizado por Unitas14 y de otros eventos motorizados por diferentes agrupaciones anticomunistas, en los cuales había invitados extranjeros, que anoticiaban al país sobre cuán extendida estaba la amenaza soviética.

Tras el derrocamiento del presidente Arturo Frondizi, los jóvenes liberal-conservadores fundaron el Club de la Libertad en torno al economista Alberto Benegas Lynch, un notorio creador de redes y vínculos nacionales e internacionales. Parte de una familia bodeguera, Benegas Lynch articuló conexiones empresariales e intelectuales a nivel nacional e internacional en las que el anticomunismo “libertario” fue un eje central. “El derrocamiento de Frondizi resultó entonces una consecuencia inevitable de sus propios errores”, señalaba el grupo en su documento constitutivo (Club de la Libertad, 1962). Como expresó una de las efímeras organizaciones anticomunistas emergidas después de la revolución cubana, la Acción Revolucionaria Argentina a la hora de referirse al ex presidente, se trataba de un

marxista vergonzante, vestido de radical y antiperonista, pactó con el tirano prófugo para llegar a la más alta posición pública y así cumplir su trabajo de dividir y enconar al pueblo argentino15

El fracaso del anticomunismo oficial, enfatizaba el sector liberal, quedaba plasmado en el Informe Oficial sobre Actividades Comunistas, al que entendían tanto un fracaso como la confirmación de la peligrosa ambigüedad del frondizismo y el desarrollismo como una fórmula tercerista (sospechosamente cercana a la concepción peronista), justamente en horas en las que la batalla contra el comunismo debía ser frontal. En 1963 una organización cercana a esta tradición se señaló que:

la lucha por la argentinidad, recomenzada en 1955, no pudo concluir por factores varios, después se cayó en las trampas programadas por compañeros de ruta, idiotas útiles y lacayos del actual imperialismo ruso-chino, que mediante pactos ignominiosos, con las huestes totalitarias del dictador prófugo, llegaron y se mantuvieron en el poder16

Sin embargo, aquí aparece un punto interesante dentro del discurso del liberal-conservadurismo puesto que esta posición contraria al desarrollismo convivió con una evidente admiración por el crecimiento económico brasileño, presente en voceros tradicionales como La Prensa o modernizadores como la revista Primera Plana. El vínculo entre el desarrollismo local y el peronismo sospechado de identificación “roja” junto con la atención a la tradición anticomunista del país vecino parecen haber sido claves para sostener estas posturas. Durante el tiempo que va del desplazamiento de Frondizi al de Illia en 1966, la tradición liberal-conservadora le otorgó centralidad al anticomunismo junto a la problemática de instaurar un orden político que fuera capaz de recuperar el marco social y político extraviado luego de la promulgación de la ley Sáenz Peña. En ese sentido, el imperativo desarrollista-modernizador, entendido como antítesis (por prevención) de la opción comunista, operaba bajo opciones tan poco cercanas a este espacio, como la expectativa abierta ante la figura de Juan Carlos Onganía y su proyecto.

Estas posiciones, propias de tradiciones y discursos de las derechas más intransigentes, no fueron expresadas sólo por sectores nacionalistas o tradicionalistas, sino que permearon también el espacio liberal-conservador después de la Revolución Cubana y el fracaso de la operación “desperonizadora” (Vicente, 2015b). En efecto, si entre las décadas de 1930 y hasta 1959 el liberal-conservadurismo, inscrito en la dinámica que la tradición liberal expresó en ese ciclo (Nallim, 2014), había colocado al nacionalismo como una otredad múltiple que incluía a fascismos y populismos, desde finales de los años cincuenta comenzó a expresar una gramática común con otras derechas, incluso con aquellas a las que había combatido y vilipendiado en las décadas previas. La convergencia sobre una serie de temáticas ya presentadas (la geopolítica, las “fronteras ideológicas”) se haría una clave de articulación entre las diversas derechas, que sin embargo mostraría en el liberal-conservadurismo, una vez avanzada esta etapa, una serie de rostros diversos. La centralidad que la retórica anticomunista ganó entre las derechas nacionales (y también en varios sectores de la izquierda tradicional) se forjó como un eje articulador de las posiciones discursivas y de una serie de relaciones personales e institucionales entre actores a priori tan distantes como liberal-conservadores, nacionalistas e integristas. Esta suerte de “contradicción principal” expresada por el comunismo permitió la cercanía y los intercambios entre actores previamente enfrentados y fue un punto clave en la renovación de las derechas locales. Si por un lado los liberales debieron dejar de lado una serie de temas que eran claves en sus intervenciones y que tocaban directamente a las otras derechas, lo mismo hicieron éstas con respecto al liberalismo: la centralidad del anticomunismo marginó (en algunos casos, hasta la desaparición) una serie de tópicos que habían sido conflictivos en las décadas precedentes dentro del amplio espacio de las derechas. Así, en el caso del liberal-conservadorismo, su férreo antipopulismo de antaño fue incluido dentro de postulados anticomunistas: si en los años cuarenta y cincuenta el peronismo (así como los demás “populismos” de la región) era interpretado como una versión local de los fascismos y una encarnación del fenómeno totalitario, en la década de 1960 la metonimia populismo-comunismo era una preocupación central de este espacio. La preocupación liberal-conservadora por las diversas formas en las cuales se ordenaba políticamente la “era de las masas” (leída en términos mayormente orteguianos) llevaba a equiparar y mimetizar fenómenos como el fascismo, el justicialismo y las vertientes socialistas y comunistas. Desaparecida la amenaza fascista y articulado con tradiciones nacionalistas, integralistas o corporativas (con las cuales sobrevivieron conflictos menores), la equiparación entre justicialismo y comunismo concentró los desvelos liberal-conservadores, en especial en momentos en que una parte del peronismo giraba a la izquierda.

Conclusiones

Entre 1955 y 1959 la represión al comunismo fue pensada como una cuestión principalmente de escala nacional y que debía concentrarse en la persecución a militantes y dirigentes del Partido Comunista argentino y de sus ramas sindicales, estudiantiles y femeninas. Esa represión fue llevada adelante por diversos organismos estatales (básicamente la policía y áreas de inteligencia) y apuntaba a desactivar su supuesta peligrosidad política. Las alianzas internacionales sobre esta agenda eran, en consecuencia, más bien escasas y son un patrimonio casi exclusivo de las Fuerzas Armadas. Es que la agenda política es tan irreductiblemente nacional (¿qué hacer con el peronismo?) que el ingreso de los ideologemas del anticomunismo fue un poco oblicuo y estuvo mediado y condicionado por la necesidad de ponerlos al servicio de la lucha antipopulista. Por ello mismo la pregunta acerca del vínculo peronismo/comunismo era central en este periodo.

En cambio, en el ciclo que va de 1959 a 1966 la persecución al comunismo es una actividad pensada a escala transnacional, y además, por efecto de la Escuela de las Américas, como una actividad a desarrollar con mucha fiereza entre los países del hemisferio americano (con derivas conocidas en el Plan Cóndor). No se trata de una batalla contra el Partido Comunista de Argentina sino de una guerra contra un enemigo mucho mayor, peligroso e inasible: la definición de lo que es el comunismo pierde especificidad e incluye no sólo al partido sino a los hippies, los estudiantes, los curas progresistas, el presidente Frondizi, etc. En este período las actividades de represión siguieron bajo control policial, pero a ellas se les sumaron crecientemente las Fuerzas Armadas, intervenciones de civiles en actividades clandestinas (como golpizas, atentados, secuestros, etc.) y públicas, como la organización de eventos dedicados a estudiar “el problema del comunismo”. Dado que la agenda política se puso un poco más en sintonía con la de Washington y su manía persecutoria, perdió un poco de peso la pregunta por el peronismo y más bien ésta quedó subsumida en la lógica de la guerra fría, invirtiendo lo que había ocurrido en el periodo inmediatamente anterior. Es comprensible que esa agenda transnacionalizada facilitara los vínculos internacionales no solo de las FFAA sino de los tacuaristas, de gente vinculada a la TFP y figuras del liberal-conservadurismo. En los años sesenta el peronismo es presentado en algunos textos anticomunistas como un idiota útil al comunismo, mientras que en 1956 la acusación era la contraria. Por otro lado, para entonces “el peronismo” ya no era sólo el régimen político establecido entre 1946 y 1955 sino que ya hay múltiples representaciones y actores asociados a él: varios de ellos, como los sindicatos vandoristas o el diputado Cornejo Linares asumen el discurso anticomunista sin dejar de reclamarse peronistas, pero hay otros peronistas que -como el mismísimo Perón- que parecen encantados con la revolución cubana.

Las tradiciones ideológicas anticomunistas operantes en Argentina en la década iniciada tras la caída de Perón tenían orígenes diferenciados. Más bien se puede pensar que el anticomunismo era una combinación heterogénea de figuras, instituciones, publicaciones y organizaciones culturales, sociales y políticas, algunas de ellas estatales, otras para-estatales y otras no oficiales. Había allí organismos de seguridad especializados en espionaje y represión a los militantes, pero también se contaban asociaciones internacionales de intelectuales (muchas abierta o secretamente financiadas por la CIA) unidos por la promoción de la “libertad cultural”, la jerarquía de la Iglesia católica, Fuerzas Armadas, estudiantes universitarios, partidos políticos y aquellos variopintos integrantes del anticomunismo periférico. En efecto, en la galaxia anticomunista es posible encontrar a instituciones formalizadas y bajo funcionamiento legal pero también grupos de choque, provocadores a sueldo de la policía e instituciones fantasmagóricas y efímeras.

Un análisis de ellas muestra que la “unión sagrada” que los anticomunistas promovían sólo se conseguía al precio de no prestar atención central a las contradicciones existentes (o a entenderlas como parte de otro tipo de pujas) entre empresarios liberales deseosos de reducir el intervencionismo estatal, militantes católicos empeñados en la regulación corporativa de las relaciones laborales y jefes castrenses vinculados con la trama geopolítica e interesados en que el Estado avanzara sobre áreas estratégicas de la producción de energía y acero, así como entre intelectuales liberal-conservadores enfáticos de las principios ideológicos y humanistas católicos comprometidos con la democracia. Unidos en su anticomunismo podíamos encontrar a la Doctrina de la Seguridad Nacional, el liberalismo pro-empresarial laxo en sus principios y el liberal-conservadurismo doctrinario, el catolicismo tradicionalista y a algunas fuerzas del sindicalismo peronista. El punto relevante no es que esas contradicciones existieran, sino que éstas no impidieron la colaboración entre actores formados en distintas tradiciones ideológicas o amparados en posiciones políticas heterodoxas. La preeminencia del anticomunismo como aglutinante de las diversas derechas nacionales reformuló, por ello mismo, la historia de sus relaciones no armónicas. En un sentido, el anticomunismo -marcado por su transversalidad, heterogeneidad y multiplicidad de expresiones- fue una de las lenguas francas de las derechas locales. En tal sentido, como se ha marcado recientemente (Vicente, 2014a), algunas concepciones unieron y diferenciaron a las diversas expresiones derechistas de esta etapa en torno a las concepciones de la amenaza. Si para los nacionalistas e integristas la otredad era una amenaza multiforme y mítica, para los liberal-conservadores el gran problema era la concientización de las masas. Por lo tanto, mientras entre los primeros primaron estrategias como la animalización del denunciado, el vocabulario belicista o la inflexión de cruzada, los segundos enfatizaron que la débil racionalidad política de las masas era el sustrato que permitía la penetración comunista, pero ambos se encontraban a la hora de predecir un diagnóstico oscuro y postular la necesidad de salidas drásticas, que coincidían con las que proponían las voces militares.

Valdría la pena señalar algunas de las diferencias que se observan entre los temas y prácticas anticomunistas del período aquí considerado con los que se podían observar dos décadas antes. Probablemente el punto de mayor distancia es que para las derechas autoritarias de las décadas de 1930 y 1940 existía un vínculo causal (e incluso criminal) entre el liberalismo y el comunismo, considerados igualmente descendientes de 1789 e incluso de 1517. Esa creencia fue en general abandonada después de la segunda guerra mundial, salvo por grupos marginales e identificados con el tradicionalismo católico. Por el lado del liberalismo de finales de los años sesenta, más allá de que persisten sus diferencias ideológicas con el nacionalismo de tono hispanoamericanista, es en pos de la necesidad de enfrentar enemigos comunes que se enfatiza que el problema son los nacionalismos “extremos” y “patológicos” (esto es, fascismos y se le abre la puerta a una mirada fuertemente geopolítica, cara a argumentos del nacionalismo territorial y la doctrina de la seguridad nacional.

En segundo lugar, el rol del catolicismo en el anticomunismo de la entreguerra es más orgánico en orden a una Iglesia romanizada y vertical en varios aspectos, entre los cuales se contaba el seguidismo a las encíclicas condenatorias del comunismo. Sin embargo, el vínculo de la Iglesia local con el peronismo hasta 1954 la tornaban poco confiable a ojos de liberales, quienes preferían rescatar la idea de ecclesia (comunidad de creyentes), por lo menos hasta el tiempo de las reformas del Concilio Vaticano II, la Conferencia de Medellín y el surgimiento de movimientos identificados con el catolicismo progresista e incluso izquierdista. Con posterioridad a 1966 el anticomunismo se usó como modo de “limpiar el patio interno” eclesiástico, alcanzando su punto más alto durante la última dictadura, cuando, como ha mostrado con claridad Obregón (2006:148), se pasó “de la pastoral popular al reino de los cielos”.

Por otra parte, si bien en todas las etapas hay una concepción amplia del anticomunismo como una mentalidad, cultura o modo de acción que va más allá de quienes se identifican como comunistas (sea desde discursos conspiracionistas o desde lecturas meta-políticas), la década de 1960 se recorta por las lecturas anticomunistas que adivinan que se cierne una amenaza total al sistema de dominación social y político: peronistas, sacerdotes tercermundistas, feministas, hippies, obreros, intelectuales progresistas, mujeres en minifaldas, todos son percibidos como socios o empleados del comunismo, al que los uniría la voluntad de desafiar a las formas tradicionales y naturalizadas de autoridad.

Como se ha visto a lo largo del trabajo, la idea de la postulación de una otredad negativa fue clave en las concepciones de las derechas locales. En tal sentido, el comunismo fue progresivamente desplazando al peronismo como preocupación (lo cual habilitó el diálogo –cerrado hasta 1959- con sectores del propio justicialismo) que imbricaba la faceta nacional con el plano internacional en los años álgidos de la Guerra Fría. Este exterior constituyente de la identidad relacional de las derechas fue, por lo tanto, un factor clave en la reformulación de sus postulados básicos como en la creación de lógicas y espacios comunes que llevaron a tejer nuevas relaciones entre expresiones derechistas que dejaban de lado muchos de los conflictos previos y enfatizaban la unidad contra el enemigo común. El hecho de que ese éste actuara como catalizador de la casi totalidad de postulados negativos que cada uno de estos sectores concebía (en un arco heterodoxo que iba desde la tiranía política a la dictadura económica, pasando por la desintegración de la fe y la familia o la amenaza a las tradiciones nacionales) fue decisivo para la construcción de esos vínculos. En definitiva, los anticomunistas estaban más unidos por el espanto ante esos actores y tendencias que por el amor recíproco.

 

Notas

1 El término “familias”, a diferencia del concepto “culturas políticas”, propone la centralidad de las redes, circulaciones y recepciones entre espacios político-ideológicos por encima del abordaje de fenómenos más puntuales y cerrados. Puede verse un ejemplo de este proceder analítico entre diversas posiciones de derechas y su conformación en un bloque amplio en Nash (1987). Una buena discusión bibliográfica sobre la historia del uso historiográfica del concepto “familia politica” en Sánchez Recio (2013).

2 En el siglo XIX el comunismo fue condenado por Pio IX y León XIII. El núcleo dogmático de entreguerras apareció en la encíclica Divini Redemptoris “Sobre los peligros del Comunismo Ateo” de Pio XI en 1937.

3 Uno entre tantos ejemplos que podrían brindarse. Una organización anticomunista argentina advertía, a través de solicitadas publicadas en varios matutinos de Buenos Aires, que: “Una siniestra confabulación se cierne sobre la Patria. Una organización internacional y nacional se ha dado cita en el país pretendiendo destruir nuestro sistema de vida y nuestra civilización. Aspiran a reemplazarlos por el sistema de esclavitud del mundo rojo: de ese mundo del terror y de ignominia”. La Nación, 10 de octubre de 1965, Buenos Aires, p. 17. “Solicitada Nº 2”.

4 El anticomunismo durante el régimen peronista estaba lejos de ser un monopolio estatal puesto que formó parte del horizonte ideológico de un gran sector de la clase trabajadora. Como señaló recientemente Omar Acha (2014), “el peronismo transformó la naturaleza del anticomunismo” puesto que “devino, modificado, en un aspecto de la refundación ideológica de la clase obrera” y fue una “dimensión del advenimiento del peronismo como identidad mayoritaria de clase”.

5 Eso implica, como ha analizado Quattrocchi-Woisson (1995), una reformulación de la lectura del legado rosista como motor discursivo del conflicto político.

6 El Partido Comunista apoyó la candidatura de Frondizi y poco después de su asunción pasó a ser objeto de represión: en el medio de este tránsito se encuentra la derechización del frondizismo, el desarrollo del plan de Conmoción Interna del Estado y la investigación sobre actividades comunistas en el país, considerado un giro moderado por otros actores de la derecha argentina, más involucrados en una agenda anticomunista,

7 Entendida ésta como una esfera de orden político al cual subsumían otros puntos de central importancia en sus posiciones, como los derechos humanos (en una fórmula que remitía tanto a la concepción del derecho natural como a los novedosos estándares internacionales), la libertad religiosa, las posiciones geopolíticas del gigante soviético, entre otros. Es decir, una concepción basada en las ideas integrales de la renovación católica.

8 “Expresa un grupo de ciudadanos radicales su apoyo al Gobierno”, La Nación, 11 de octubre de 1965, Buenos Aires, p. 5.

9 Cfr. el documento presente en el archivo de la inteligencia policial bonaerense que gestiona la Comisión Provincial Provincial de la Memoria en el que un agente de espionaje menciona como organizaciones anticomunistas de la “zona oeste” del gran Buenos Aires a la Federación Argentina de Entidades Democráticas Anticomunistas, el Movimiento Latinoamericano Anticomunista, la Cruzada Internacional Anticomunista, la Liga Occidental Anticomunista, el Comando Civil Anticomunista Zona Oeste, la Liga Anticomunista Pro Defensa de la Familia, la Organización Juvenil anticomunista, la Brigada Civil Anticomunista, el Movimiento Anticomunista Zona Oeste, Lucha Estudiantil Anticomunista y la Agrupación Civil Anticomunista. Archivo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, S.I.P.B.A., Mesa C, Carpeta 7, Legajo 211.

10 Archivo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, S.I.P.B.A., Mesa “A” Legajo 173, Carpeta 37 “Frente Nacional-Socialista Argentino”, s. f., probablemente 1961.

11 En efecto, como mostró Manzano (2014:74) la reactualización del ‘problema de las drogas’ en Argentina a fines de los años sesenta “se entrecruzó con un proyecto autoritario más amplio que posicionó a la juventud como el epítome del caos cultural y político”.

12 “Festival para delirantes”, Primera Plana, n. 264, Buenos Aires, 1968.

13 Puede verse la cobertura del diario La Prensa, en la edición del 3 de noviembre de 1964.

14 Cfr. el II Congreso realizado en la Iglesia del Carmelo, en Buenos Aires en octubre de 1965 en el que participaron delegaciones provinciales y de Uruguay. Cfr. “Congreso Juvenil Argentino Anticomunista”, Clarín, 30 de octubre de 1965.

15 Acción Revolucionaria Anticomunista, A diez años de la gesta heroica, Buenos Aires, 1965. Incluido en DIPBA, Mesa A, Factor político, Legajo 75. No es mucha más la información que tenemos sobre la A.R.A., salvo la que está señalada en el informe de inteligencia y en el propio folleto de homenaje a la Revolución Libertadora.

16 Discurso producido en el acto del Frente de Entidades Revolucionarias Democráticas en Bahía Blanca el 22 de marzo de 1963. Archivo de la inteligencia policial bonaerese (DIPBA), Mesa A, Factor político, Legajo 75. El jefe de la Brigada “Z” encargada del espionaje del acto acotó que el citado Frente estaba compuesto por “personas que de una otra manera han intervenido en la revolución del 16 de setiembre de 1955, hallándose ubicados políticamente como ‘gorilas’”.

 
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