Anuario del Instituto de Historia Argentina, nº 13, 2013. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

DOSSIER: Asamblea Año XIII

La Asamblea del año XIII y la dimensión extraordinaria del orden jurídico tradicional. Reflexiones en torno al juramento e instrucciones del cabildo de Córdoba1

Alejandro Agüero*

* Universidad Nacional de Córdoba / CONICET. Argentina
alejandro.aguero@uam.es

Cita sugerida: Agüero, A. (2013). La Asamblea del año XIII y la dimensión extraordinaria del orden jurídico tradicional. Reflexiones en torno al juramento e instrucciones del cabildo de Córdoba. Anuario del Instituto de Historia Argentina (13). Recuperado de http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn13a11.

Resumen
Considerando los cambios historiográficos relacionados con los primeros constitucionalismos hispanoamericanos, nos proponemos analizar algunos aspectos de la tradición jurídica todavía dominante en el momento de la Asamblea de 1813 que pueden contribuir a una mejor comprensión de su significado como primer ensayo constituyente en el Río de la Plata. Partiendo de la elucidación del calificativo “extraordinario” -como clave del lenguaje normativo precontemporáneo-, analizamos algunos tópicos clásicos como el problema de la representación, las instrucciones a los diputados y el juramento exigido para el reconocimiento de la Asamblea. Aunque usamos testimonios principalmente tomados de Córdoba, aspiramos a que algunas reflexiones puedan proyectarse más allá de ese ocasional punto de observación

Palabras Clave: Asamblea de 1813; Juramento e Instrucciones de Córdoba para 1813; Repúblicas extraordinarias.

The Assembly of XIII year and the extraordinary dimension of the traditional legal order. Reflections around the oath and instructions of the Cabildo of Córdoba

Abstract
Considering the historiographical changes related to the first Hispanic American constitutionalism, we analyze some aspects of the legal tradition still dominant at the time of the Assembly of 1813 that may contribute to a better comprehension of its significance as first constitutional attempt in Río de la Plata. Based on the elucidation of the meaning of the adjective "extraordinary" -as a key in the pre-contemporary normative language-, we focus on some classic topics as the problem of representation, the instructions to the representatives and the oath required for the recognition of the Assembly. Although we have primarily used testimonies taken from the council of Cordoba, we hope that some of our reflections can be projected beyond that occasional scope.

Keywords: Assembly of 1813; Oath and instructions of Córdoba for 1813; Extraordinary republics.


 
I. Introducción

El momento de la Asamblea del año XIII ocupa un lugar significativo en la historia constitucional argentina. El breve lapso que duró esa institución no se condice bien con la intensidad de las discusiones, proyectos y reformas que impulsaron algunos de sus miembros. Historiadores de la política e historiadores del derecho han coincidido en esta valoración, a lo largo de una serie textual tan amplia como conocida. Si para la reciente historiografía política la obra de la Asamblea puede presentarse como un intento por "desmantelar la sociedad de Antiguo Régimen para sustituirlo por un orden fundado sobre los principios del liberalismo político", desde el punto de vista jurídico sus leyes han sido una y otra vez referenciadas como hitos germinales de lo que con el tiempo sería el derecho constitucional argentino.2 Las efemérides no suelen ser la mejor ocasión para recordar, sin embargo, que muchos de los elementos de esa obra no fueron muy bien recibidos por los actores coetáneos, tanto en la capital como en el interior rioplatense, y que -entre otras cosas- ello les valió a los miembros más conspicuos de la Asamblea un triste final, con juicio de residencia y penas de diversa consideración, según los casos.3

Ajustando nuestra mirada a los aspectos jurídicos, pareciera que poco queda por añadir sobre un tópico tan esencial y caro para la historia constitucional como aquel de "la obra legislativa de la Asamblea del XIII". No es nuestro interés reiterar aquí el listado de aquellas célebres leyes, ni volver sobre los proyectos constitucionales que se produjeron, o sobre el clásico contrapunto marcado por las "instrucciones de Artigas". Sin embargo, pese al exhaustivo tratamiento que ha merecido la labor jurídica de la Soberana Asamblea, se echan de menos todavía algunos análisis que reflejen los cambios de enfoque que, al igual que en la historia política, han modificado las perspectivas de la historia del derecho en las últimas décadas. En pocas palabras, nos referimos a estudios que, desde el análisis jurídico, presten más atención a los condicionantes culturales que determinaban las posibilidades discursivas y la lectura de las nuevas formulaciones textuales y que eviten así, en lo posible, una comprensión teleológica de las mismas. Además, esos cambios metodológicos han prefigurado también una nueva dimensión contextual, procurando inscribir este tipo de experiencias institucionales en un escenario no sesgado por retroproyecciones nacionalistas, lo que ha permitido reconsiderar tanto el valor de los espacios locales como las múltiples interacciones del horizonte atlántico.4

Bajo esas coordenadas, la historiografía reciente nos ha llevado a repensar los tiempos y alcances de los primeros ensayos constitucionales a uno y otro lado del atlántico hispano, matizando, además, el "entusiasmo liberal" que se les supo adjudicar desde miradas quizás demasiado ceñidas al "paradigma de la modernidad".5 Esas líneas de trabajo han impulsado, entre otras cosas, un giro “jurisdiccional” en la comprensión del constitucionalismo gaditano, dando un nuevo sentido a su dimensión atlántica, a su fundamento historicista y a la originalidad del texto de 1812 que se presenta mejor como ejemplo de constitucionalización de tradiciones que como acto de imposición de un nuevo paradigma. A nuestro juicio, esto nos obliga a repensar los paralelismos interpretativos que, con acierto, se han marcado tantas veces entre las Cortes de Cádiz y la Asamblea del XIII; aun cuando no haya razones para objetar el paralelismo, quizás debamos ajustar su sentido. Del mismo modo, en función de ello, tal vez tengamos nuevas herramientas para pensar la relación entre la Asamblea y las elites ciudadanas del interior rioplatense.

Con estas perspectivas, nos proponemos aquí analizar algunos rasgos de la tradición jurídica todavía dominante en el momento de la Asamblea cuya elucidación puede contribuir a una mejor comprensión del contexto, en tanto que se trata de condicionantes del lenguaje institucional que operaban con relativa independencia de los posibles posicionamientos políticos. Nos limitaremos a analizar algunos testimonios tomados predominantemente de la ciudad de Córdoba, asumiendo que la historia de la revolución lo es también la del modo en que el proceso fue abordado y comprendido en los espacios interiores. De todas formas, en la medida en que nuestro análisis se centra en aspectos culturales que parecían trascender a los diversos alineamientos, aspiramos a que algunas de nuestras reflexiones puedan proyectarse más allá de ese ocasional punto de observación.

En primer lugar, nos detendremos en el papel que jugaba el par ordinario - extraordinario en la dinámica del viejo orden jurídico, sugiriendo que la lógica que le daba sentido ofrece una interesante clave para comprender el proceso de transformación no rupturista que se da en el marco de los primeros constitucionalismos hispanoamericanos. En segundo lugar, procuraremos mostrar el peso determinante de ciertas representaciones tradicionales inherentemente vinculadas con aquella dinámica, analizando sus connotaciones en el juramento exigido para el reconocimiento de la Asamblea y en las instrucciones que la ciudad de Córdoba proveyó a sus representantes. Estos testimonios nos servirán, además, para referirnos tanto al problema de la representación como al sentido con el que entendemos que debe interpretarse el rol "constituyente" que se dio a la Asamblea. Finalmente, a partir de los argumentos desplegados en un conflicto entre el cabildo de Córdoba y el gobernador, con motivo de las elecciones para los oficios municipales de 1814, recuperamos la clave ordinario / extraordinario para mostrar cómo esa dinámica permitía canalizar jurídicamente parte de las nuevas tensiones políticas, al tiempo que ciertos significantes emergentes del contexto revolucionario venían a ponerse al servicio de antiguos privilegios corporativos.

II. La dimensión "extraordinaria" y la dinámica tradicional de transformación del orden

La renovación historiográfica relativa al primer constitucionalismo hispanoamericano ha venido a poner en primer plano, como decíamos, su carácter no disruptivo con respecto a la tradición precedente. Sin que ello signifique negar su vocación transformadora, y aun con posibles disensos significativos, hoy se tiende a pensar que la novedad de esas primeras experiencias radicaba más "en la reordenación de las piezas tradicionales de gobierno que en la sustitución de las mismas por instituciones que cortaran ataduras con la historia".6 Esta lectura resulta quizás más coherente con las numerosas continuidades que, en el ámbito institucional, caracterizan la primera mitad del siglo XIX.7 Incluso para quienes la revolución de mayo marcó un momento de decidida ruptura con las justificaciones que ofrecía la tradición política española, “no precisaba para ser tal innovar sobre el orden antiguo en los puntos que serían juzgados esenciales en otro tiempo o en otra circunstancias”.8

Si la crisis del atlántico hispano no implicó la súbita clausura del “antiguo orden”, la consideración de las herramientas que ese orden ofrecía para enfrentar situaciones imprevistas puede proporcionar una buena clave a fin de contextualizar mejor algunas de las soluciones que surgieron a partir del colapso imperial. La invasión napoleónica, el quiebre de las leyes de sucesión de la corona, la consecuente vacancia del poder, el depósito de la soberanía en juntas locales, la instauración de una junta general, primero, y de una regencia de dudosa legitimidad después; la destitución del virrey en Buenos Aires; la convocatoria a unas cortes generales y extraordinarias en la península etc., conforman las piezas de un escenario que, en el corto plazo, bien podría describirse como un gran momento extraordinario. Esta condición ofrecía un campo de justificación para quienes entendían que la crisis debía enfrentarse mediante instrumentos tradicionales de ajuste.

El hábito de representarnos al "Antiguo Régimen" en términos monolíticos, nos suele hacer perder de vista que dicho “régimen” había mutado a lo largo de los siglos; que desde su matriz jurídica medieval hasta las reformas impulsadas por el despotismo ilustrado, ese orden había cambiado, permaneciendo. Ello era posible gracias a una dinámica agregativa que permitía incorporar nuevas soluciones, conservando el valor simbólico y virtualmente operativo de las antiguas. Esa dinámica normativa hacía incluso posible justificar soluciones "extraordinarias" para situaciones que no podían resolverse por los consensos normativos preexistentes. El profundo anclaje cultural de esta lógica, hacía que escasamente fuera tematizada, teniendo nosotros que observarla a través de rastros apenas perceptibles que dan cuenta de las conexiones de sentido que la hacían posible.

El adjetivo “ordinario”, que aparece naturalizado en el lenguaje jurídico tradicional junto a significantes de uso cotidiano (alcalde ordinario, procedimiento ordinario, jurisdicción ordinaria, pena ordinaria, etc.), al tiempo que indicaba una cierta prioridad valorativa (para los juristas, en caso de conflicto, lo ordinario tenía presunción a su favor), denotaba, a su vez, la disponibilidad latente de alternativas “extraordinarias”. Massimo Meccarelli, explorando el régimen de la excepción, ha sugerido que toda una “dimensión extraordinaria” operaba en la vieja cultura jurídica y hacía posible integrar soluciones no previstas, sin que ello implicara una ruptura del orden. A diferencia de lo que ocurre bajo el paradigma legalista de la modernidad, la “excepción” no implicaba una suerte de "suspensión" del orden ni era concebida como parte de una dimensión puramente “política” que operara en un espacio “vacío de derecho”.9

En el largo período en el que se inscribe la experiencia jurídica precontemporánea, numerosas innovaciones institucionales fueron integradas mediante el juego dinámico basado en el par ordinario/extraordinario. Soluciones que en principio implicaban cierta violencia sobre consensos preexistentes podían legitimarse como “extraodinarias”, sin perjuicio que, con el tiempo terminaran por hacerse “ordinarias”.10 Normalmente, soluciones ordinarias y extraordinarias convivían en el campo dogmático de los juristas, ofreciendo vías de acción institucional alternativas, según el peculiar equilibrio de fuerzas y la valoración casuística de cada circunstancia. Muchas de las profundas modificaciones en los procedimientos represivos que se experimentaron a partir del siglo XVI en la cultura jurídica europea fueron posible gracias al papel cada vez más preponderante asignado a ciertas innovaciones como la “pena extraordinaria” que permitía sostener toda una economía del castigo sensiblemente diferente a la medieval, sin necesidad de grandes reformas legislativas.11 Y ya en el XVIII, fue una potestad oeconómica "extraordinaria" -que la literatura había comenzado a adjudicar tiempo atrás al príncipe (ordinaria era la “potestad económica” propia de cada corporación)-, la que sirvió para justificar ciertos modos de acción institucional propios del despotismo ilustrado, vedados según la lógica de los poderes jurisdiccionales ordinarios.12

Aquella dinámica agregativa estaba, a nuestro juicio, sostenida en dos rasgos culturales del razonamiento normativo precontemporáneo : a) el factualismo, esto es, la posibilidad admitida de derivar argumentos normativos a partir de condiciones fácticas, o calificadas como fácticas; y b) el particularismo, vale decir, la convicción de que cada comunidad humana, fuera de base territorial o estamental, tenía derecho a un conjunto normativo especialmente vinculado a sus condiciones de existencia, siempre que esa particularidad no rompiera con la lealtad a las dos majestades, ni con los elementos esenciales del orden.13 Determinados axiomas operaban como sede para dar entrada normativa a la circunstancias fácticas o a razones calificadas como de "utilidad pública": “necesitas non habet legem” o bien, “necessitas et utilitas aequiparantur”; “necesse id est utile”, “aequitas rationabilis” o, sin más, “ex iusta causa”, por mencionar algunos. Estos argumentos eran posibles, y necesarios, en el marco de un ordenamiento compuesto esencialmente por formas de particularización normativa, tales como, el fuero, el privilegio, la inmunidad, la dispensa o, en su fase dinámica y cotidiana, el prudente arbitrio de los jueces que permitía justificar, entre otras cosas, la adopción de medidas judiciales “extraordinarias”.14

Cada nueva circunstancia imprevista, o exigencia reconducible a un argumento de utilidad pública, podía justificar la necesidad de una solución particularizada bajo la forma de estos instrumentos. En tanto que las soluciones extraordinarias no se representan como quiebres del orden, sino como una complementación específica y, eventualmente transitoria, la dinámica que se desarrollaba bajo el par ordinario extraordinario era inclusiva, es decir, de progresiva acumulación de soluciones particulares. En las vísperas del "tiempo de la política", eran estas formas las que, de modo explícito o implícito, se proyectaban a la hora de afrontar situaciones que tensaban los límites de lo previsto y de lo previsible. Veamos un ejemplo tomado del contexto inmediatamente prerrevolucionario, para luego pensar en su proyección posterior.

En septiembre de 1808, el fiel ejecutor de Córdoba, Francisco Inocente Gache, enterado de las noticias que llegaban de Sevilla sobre las operaciones del "pérfido Napoleón", pronunció, en sesión capitular, una suerte de arenga patriótica fidelista. Luego de señalar que aquellos graves sucesos debían inspirar en todos un “generoso deseo de volar en socorro de nuestros valerosos compatriotas”, y de advertir que como "españoles y creyentes" estaban obligados a sacrificarlo todo en "auxilio de la oprimida Península”, pidió que se adoptaran varias medidas de carácter fiscal para obtener recursos mientras durara "la guerra con el felón Emperador de los franceses”. Solicitó así que el cabildo impusiera diversas tasas sobre el tráfico de granos, cueros, mulas, etc. Al final de su discurso ensayó la siguiente justificación:

“No ignoro que la imposición de un tributo es sólo propia de la Soberanía; pero también sé que en las urgentísimas necesidades del Estado nada debe repararse... Nada expongo que no se simiente en la razón: [no] puede ser hombre, ni digno de asociarse al hombre, quien no se enardezca con un deseo vehemente de cooperar a cualquier precio, a la gloria de Dios, del Rey y de la Patria.” 15

No evocamos este testimonio para dar cuenta del carácter reaccionario de algunos miembros de la elite cordobesa, cosa que es por todos bien conocida. Tampoco nos interesa especialmente, aunque sí es importante destacar, la noción de defensa del catolicismo que operaba como seña de identidad patriótica y objeto de la acción política, algo que llegará al momento de la Asamblea resignificado en la tríada “Religión, Patria y Sistema”.16 Lo que nos interesa poner de relieve ahora es ese particular razonamiento según el cual, ante un determinado estado de necesidad, el cabildo podía realizar un acto "propio de la soberanía". Si Gache, que se preciaba de su fidelidad a la Monarquía, se sentía autorizado a articular ese razonamiento sin figurarse que sus palabras podían implicar alguna transgresión, era porque las presumía justificadas por el carácter extraordinario del contexto. No era necesario invocar expresamente una determinada norma para sentirse autorizado por "la razón". No parece que estas formas de integración del viejo orden hubieran sido sustituidas por el discurso revolucionario. Podemos sugerir que esta lógica siguió operando detrás de muchas de las respuestas institucionales ensayadas durante los primeros tiempos de la revolución, condicionando incluso las propias posibilidades del emergente lenguaje constitucional, en un contexto en el que las apelaciones a instancias extraordinarias serían cada vez más frecuente.17

¿No cabe pensar que era, precisamente, esa silenciosa trama cultural la que dotaba de sentido a las recurrentes concesiones de facultades extraordinarias, leídas incluso en el nuevo contexto como un factor derivado de la "antigua constitución", por más que a nivel retórico se pretendieran justificar con el ejemplo de las dictaduras romanas?18 Si aceptamos que aquella lógica hacía parte de un determinado sentido jurídico común, subyacente a los diversos alineamientos políticos, es posible comprender por qué los jueces que procesaron a los miembros del gobierno central destituido en 1815, no consideraron como parte relevante de la acusación la delegación de facultades "extraordinarias", a pesar de insistir, no obstante, en la vulneración de los derechos individuales. Marcela Ternavasio ha señalado esa llamativa contradicción por parte de unos jueces que, insistiendo en la suspensión de las garantías individuales “no hicieron hincapié en el significado que tenían las facultades extraordinarias para justificar el delito de abuso de poder”.19 Es posible sugerir que, mirado desde los condicionantes culturales tradicionales, ese modo de proceder tuviera un sentido derivado de una racionalidad que no obedecía, todavía, a nuestros criterios constitucionales.

Una buena pista para apreciar, en ese contexto, cómo operaba aquel sentido común, podemos observarla en las palabras con las que Juan José Paso justificó la actuación de la comisión que juzgó a los miembros de la Asamblea. Al referirse a la celeridad con que se había procedido, Paso sostuvo que “en estos casos es con propiedad que el orden del juicio es no guardarlo y que es importante sacrificar la rutina ordinaria de las formas judiciarias a la notoriedad por evidencia de luz y sentimiento, cuando es clara, universal y sostenida”.20 Estas palabras no reflejan ignorancia o cinismo, sino que expresan el uso principios tradicionales según los cuales “ex causa licet iura transgredi” o bien, como decían los tratados de procedimiento“propter enormitatem delicti licitum est iura transgredi”.21 Eran formas de justificar respuestas extraordinarias, esto es, el sacrificio de la "rutina ordinaria", ante circunstancias que tornaban insuficientes, o innecesarios, los mecanismos habituales. Aquellas fórmulas aparecían, además, traducidas y simplificadas en los manuales para jueces inferiores, y apuntaban incluso a legitimar modos de proceder poco ortodoxos, generalmente avalados por razones de “utilidad pública”.22 La notoriedad que, casi al pasar, menciona Paso, implicaba una referencia a la categoría de los hechos "notorios", otro de los tantos dispositivos argumentales que autorizaba a reducir las exigencias “ordinarias”, cuando un difuso consenso (expresado aquí como una "evidencia de luz y sentimiento") las hacía inconvenientes o innecesarias.23

Para comprender cómo esos razonamientos formaban parte de un paradigma de justicia y no eran una mera trasposición de lenguaje para encubrir actos de fuerza desnuda, hay que considerar que ellos funcionaban en el seno de una cultura que, del mismo modo que se representaba al derecho como privilegio antes que como norma general, se orientaba por una concepción de la libertad pensada "como condición más bien colectiva que individual". En ese marco cultural, dice Meccarelli, "las especiales prerrogativas acordadas al sujeto sirven para proteger exigencias de intereses comunitarios" y, precisamente en esa "irrelevancia del fundamento individualista" radica la principal diferencia con el paradigma legalista de la modernidad.24 Con ese entramado cultural de fondo, puede que no hubiera lugar para calificar como irreductible una antinomia entre afirmaciones como las de Paso y un ya vigente decreto de seguridad individual. Las condiciones contextuales bajo las que este último era interpretado podían resolver el conflicto, disolviendo el sentido que hoy tendemos a adjudicarle a ese tipo de textos.

Aquella concepción colectiva de libertad era uno de los fundamentos sobre los que se sostenía una sociedad pensada como agregado de corporaciones; una imagen central para la antropología católica que seguiría proporcionando sentidos al lenguaje constitucional emergente de la crisis del imperio.25 Como hemos señalado antes, la definición católica de patriotismo atraviesa todo el momento revolucionario y llega indemne a los años de la Asamblea. Recordemos, por ejemplo, que un par de años después de aquella arenga fidelista de Gache, ya en clima revolucionario, Ambrosio Funes al hablar ante el cabildo cordobés, con motivo de la primera elección para diputado a la Junta provisional, en agosto de 1810, sostuvo “que el nuevo Gobierno de la capital no tiene otras miras que restaurar la felicidad pública, mediante la firme conservación de los augustos derechos de nuestra Religión, nuestro Rey y de la Patria...".26 Era ese fundamento católico el que tradicionalmente había privilegiado la valencia colectiva de la libertad, sostenida por una antropología que obliteraba el reconocimiento, sin distinciones, del individuo humano como sujeto pleno para el lenguaje del derecho.27 El juramento exigido para el reconocimiento de la Asamblea y las ceremonias que se realizaron para darle cumplimiento, nos ofrecen un excepcional punto de observación para reconocer esa lectura del orden social que traspasaba alineaciones y espacios políticos.

III. El juramento y el problema de la representación en una sociedad corporativa.

El catolicismo y su estructura institucional, como bien se sabe, jugaron un papel determinante, aunque no necesariamente homogéneo, sobre las actitudes adoptadas hacia el proceso revolucionario. Parte de ese andamiaje cultural, junto con sus doctrinas y rituales, sus sermones y ceremonias, ha podido ser considerado como un instrumento al servicio de las luchas desatadas por la revolución.28 El juramento exigido por la Asamblea constituye un buen ejemplo de esa instrumentalización, tal como lo entrevió Canter en su clásico estudio. Al igual que lo ocurrido al otro lado del Atlántico con el juramento de la Constitución de Cádiz, el juramento exigido por la Asamblea tuvo una clara vocación de asegurar la adhesión y de poner en evidencia a los que todavía se mostraban reticentes frente al proceso revolucionario.29 Los trabajos de historia constitucional argentina no suelen reparar demasiado en el valor testimonial de este tipo de ceremonias. Sin embargo, como ha sido demostrado para el caso gaditano, tanto la formulación como los modos de celebración del juramento nos ofrecen valiosos elementos para reflexionar sobre las propias limitaciones que iban implicadas en el instrumento elegido para asegurar la revolución.30

El juramento formulado para la instauración de la Asamblea, además de requerir el reconocimiento a su autoridad, la obediencia a sus determinaciones y el desconocimiento a otras autoridades que no emanaran de su soberanía, exigía a quienes lo prestaban el compromiso de “conservar y sostener la libertad, integridad, y prosperidad de las provincias unidas del Río de la Plata, la Santa religión Católica, apostólica romana y todo en la parte que os comprenda”.31 Las cláusulas de conservación de la santa religión aparecieron, además, de modo más o menos enfático, en los diversos proyectos constitucionales y volverían a aparecer en instrucciones, estatutos y reglamentos propiciados por gobiernos de diverso signo.32 Dicha conservación, en el contexto de una sociedad cerradamente católica, habría de implicar, necesariamente, una predeterminación normativa de amplio alcance, capaz de condicionar cualesquiera pretensiones “constituyentes”. Por otra parte, debe señalarse también que el primer tramo del último enunciado de la fórmula deja en claro que lo que está en juego es la voluntad de salvaguardar valores de naturaleza estrictamente colectiva, como lo eran la libertad, integridad y prosperidad de las provincias.

Deliberadamente o no, la propia Asamblea había puesto así en práctica un instrumento que implicaba de antemano una fuerte limitación a su vocación constituyente. En qué medida podía ser cabalmente constituyente quien juraba conservar la religión, cuando buena parte del orden social y político venía restringido por las posibilidades que ofrecía una lectura católica de la naturaleza.33 El margen de interpretación que aquella fórmula de conservación religiosa dejaba abierto era tan amplio que, ya fuera por convicción o por razones puramente pragmáticas, venía a revalidar en el nuevo escenario, la larga tradición de conflictos entre obligaciones externas y de conciencia, con todo el juego de escapatorias argumentales que ello permitía. No se trata de una mera conjetura teórica. Nos recuerda Marta Lorente que cuando las Cortes de Cádiz comenzaron a tomar decisiones que afectaban instituciones religiosas, como la abolición de la inquisición, hubo quienes reaccionaron considerando que se estaba vulnerando el juramento constitucional, al entender que "el principal valor de la constitución, la defensa de la religión, había sido destrozado”.34

Podría argüirse que hacia 1813 el valor del juramento ya se había puesto en cuestión para romper el vínculo con el rey, cuya obediencia se había jurado pocos años antes. Pero, bajo aquella lógica de lo ordinario y extraordinario, ello bien podía ser entendido como un caso de dispensa (una absolución particular de una obligación) y no como un cuestionamiento in abstracto del valor vinculante del juramento en sí.35 La insistencia en aquellas cláusulas de conservación de la religión y la trascendencia dada al juramento parecen indicar que se conservaba todavía solida la prefiguración cultural según la cual “la obediencia del súbdito católico a las leyes era una obligación de naturaleza religiosa que sujetaba a quienes poblaban países cuyos gobiernos se basaban en la defensa de la Religión”.36

Más allá de ese límite sustancial, la formulación del juramento, y su celebración, nos ofrecen una imagen bastante nítida de una sociedad que todavía era pensada en términos orgánicos antes que como suma de individuos. El juramento no se dirigía a una ciudadanía de base individual. El decreto de 1 de febrero ordenaba prestar juramento a “todos los generales, gobernadores, autoridades civiles y eclesiásticas, y los vecinos cabezas de familias en esta Capital, y todos los pueblos y lugares de la comprensión del territorio de las provincias unidas...”37. Los sujetos que debían de jurar eran, esencialmente, autoridades (personas públicas en el lenguaje tradicional) y sujetos colectivos (pueblos y lugares) o representantes de tales (cabezas de familia). El texto del decreto revela así cómo la representación orgánica de la sociedad es otro denominador común que está en la base del lenguaje institucional. En este punto, la experiencia del juramento se conecta, inevitablemente, con un tema central para el proceso de la Asamblea: el de la representación. Pese a los giros que tensarán este tema con el célebre decreto del 8 de marzo, el juramento inicial de la Asamblea parecía asumir esa pluralidad de sujetos colectivos de carácter histórico. Constituidos en personas a partir de sus particulares privilegios, se estructuraban, a su vez, sobre la base de múltiples relaciones internas de representación que permanecerán intactas. Asumida la densidad de esa trama corporativa, ninguna eficacia transformadora podía esperarse del referido decreto que pretendió desvincular la representación de los diputados del mandato de sus electores, más allá de otorgar un poco más de margen a los miembros de la Asamblea.

La ceremonia que se llevó a cabo en Córdoba para prestar el juramento requerido por la Asamblea, ilustra muy bien, a nuestro juicio, aquel juego de ensambles corporativos. El acto se realizó el 9 de febrero de 1813 en un cabildo –valga destacarlo- “extraordinario”, al que asistieron el gobernador intendente Santiago Carrera, el cabildo secular, el cabildo eclesiástico, la Real Universidad y “demás corporaciones, militares y vecinos y extantes de este Pueblo”, según reza el acta. Se utilizó la fórmula dispuesta por la Asamblea. Resulta significativo el orden en el que se procedió al juramento. En primer lugar, el alcalde ordinario de primer voto, en representación del Cabildo, tomó juramento al gobernador intendente. Este momento inicial marcaba así la continuidad de la primacía natural de la autoridad capitular en un orden ontológico que no respondía a lógicas de centralización. Por otra parte, el rito seguía la tradición colonial, de acuerdo con la cual, el gobernador de nombramiento real debía jurar en el cabildo para tomar posesión de su oficio. Así se había seguido haciendo con los nuevos gobernadores designados por las autoridades revolucionarias de Buenos Aires, conservando el tracto ceremonial “conforme a derecho”, tal y como se dejaba constancia al recibirles juramento, aclarándoles que se procedía con ellos del mismo modo que se había hecho “con los predecesores señores gobernadores”.38

Sólo después de haber jurado ante el cabildo, el gobernador estaba en condiciones de ejercer su jerarquía y proceder él, ahora sí, a tomar juramento al cabildo secular y demás sujetos. De este modo, después de haber jurado, el gobernador intendente “procedió a juramentar a todas las corporaciones, Magistrados y vecinos que asistieron a esta augusta ceremonia: primeramente al Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento quien puestas las manos de los Señores Capitulares sobre los Santos Evangelios, juró (repárese en el singular) bajo la misma fórmula con que lo había hecho dicho Sr. Gobernador”. Luego, según consta en el acta, prestaron juramento: “...el venerable deán y Cabildo eclesiástico”, y “...el Sr. Provisor interino Dr. D. Juan Antonio Crespo”. Luego hicieron lo propio “los prelados de las religiones Santo Domingo, San Francisco, la Merced, y Beletmitas, cada uno por sí” a los que siguieron “los clérigos seculares y regulares de dichas comunidades, sucesivamente de seis en seis”. Después juró “la Universidad Mayor de San Carlos... que asistió con sus insignias correspondientes para mayor solemnidad”. Prosiguieron, “el comandante de Armas y demás militares”, “los Alcaldes de barrio por sus respectivos cuarteles”. Finalmente, “todos los vecinos, cabezas de familia y otros que sin serlo concurrieron a prestar dicho juramento...”. El orden con el que se procedió al juramento, da cuenta de una particular jerarquía en esa constelación de corporaciones que, llegando a su base, se precipita en individuos (no personas) que no se identifican ni con una autoridad o comunidad, ni como vecinos o cabezas de familia.39

Pero si hasta este punto habían jurado aquellos que se habían congregado en torno al ayuntamiento, faltaban todavía los habitantes de su inmenso territorio. Por este motivo, el gobernador volvió a tomar juramento al cabildo secular, esta vez, para que lo hiciera “en representación del pueblo”, con especial mención de los pobladores de su jurisdicción. Así se dejó constancia en el acta: “Concluido que fue este acto en la Sala Capitular, salió el Ilustre Ayuntamiento a la plaza con todas las corporaciones y vecindario que concurrieron, y estando el Sr. Gobernador Intendente en el balcón del Cabildo a presencia del antedicho concurso, interrogó a dicho Ilustre Ayuntamiento, que actualmente estaba tocando los Santos Evangelios en voz alta e inteligible á todos los circunstantes y á nombre del pueblo y restantes vecinos que con algún motivo legal no hubiesen concurrido a este acto y en especial por los de su jurisdicción juraban...”. Pero aun este juramento representativo prestado por el cabildo no fue suficiente para satisfacer la puntillosa exhaustividad con la que se había requerido su celebración. Antes de terminar el acto, el gobernador decidió dirigirse “a los Monasterios de monjas Catalinas, Teresas, y Colegio de Huérfanas, asociado del muy Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento, Venerable Cabildo Eclesiástico, y todas las demás corporaciones y vecindario que va referido; y estando en cada uno de ellos, salieron las expresadas monjas, y huérfanas a sus respectivas Iglesias y puestas sus manos derechas sobre los Santos Evangelios que estaban sobre una mesa a presencia de un Santo Cristo y de todos los concurrentes, celebraron el antedicho juramento...”.40

Las rúbricas que se estamparon al final del acta también dan cuenta de aquellas relaciones de representación. Firmaron el gobernador, el cabildo secular, el cabildo eclesiástico, el Sr. Provisor “por sí y su clero”, el comandante de armas “por sí y sus subalternos”; los prelados de las religiones “por sí y sus súbditos”; las madres prioras de los monasterios, la abadesa del Colegio de Huérfanas, que lo hicieron “en la forma expresada”, y los alcaldes de barrio “por sus respectivos cuarteles”. No faltó algún caso en el que un individuo firmó como dos personas diferentes; Juana María de San Alberto firmó primero como rectora de las Huérfanas y luego como “Priora de Carmelitas descalzas”.41 Probablemente la ciudad no recordara un acto de juramento tan meticuloso. Indudablemente el juramento se instrumentó con la deliberada intención de garantizar una adhesión excluyente. Pero esa adhesión no podía ser otra que la de un cúmulo de cuerpos que en sí mismos constituían ámbitos de relaciones de representación. De esta manera, el instrumento elegido por la Asamblea para asegurar la adhesión revolucionaria, venía a consagrar esas relaciones de representación mediante el reconocimiento de quienes se entendían facultados a jurar por otros, validando así la densa red de privilegios sobre los que se sostenían dichas comunidades.

En un contexto así, el problema de la representación resultaba más complejo que el de la mera oposición entre el tradicional mandato imperativo y la moderna representación nacional desvinculada. En la base de ambos extremos se encontraban activas estas múltiples relaciones de representación identitaria que, en diversas escalas, integraban el cuerpo político de una "república" y que nadie parecía dispuesto a desconocer.42 Sobre esa base, cualquier pretensión de convertir a la Asamblea en una representación nacional estaba lejos de afirmar, en forma simultánea, la emergencia de una ciudadanía de base individual, sino que podía implicar, a lo sumo, la constitución de un gran cuerpo integrado por un universo de entidades corporativas, en cuyo trazo más grueso se situaban las antiguas jurisdicciones ordinarias municipales, revalidadas en su condición de representantes naturales por el juramento que acaban de prestar.43

Recordemos que, precisamente, a ese juramento de tenor corporativo apelará el diputado por Tucumán, Nicolás Laguna, para objetar el sentido del decreto de 8 de marzo que declaraba que los diputados lo eran de “la nación en general”. Según palabras que Posadas le atribuye en sus memorias, Laguna expresó: "Si ellos no entienden lo que significan las palabras 'Provincias Unidas', los que han prestado juramento lo han hecho de manera sacrílega. El que ha prestado juramento a las Provincias Unidas no ha jurado a la unidad de las provincias. El que ha jurado fidelidad y declarado las 'Provincias' en 'Unión' no ha reconocido la unidad ni la identidad sino de la confederación de ciudades”.44 Laguna trataría luego de excusarse ante su cabildo por haber dado un juramento que era potencialmente “destructor de la soberanía” de su ciudad y por las contradicciones entre el comportamiento de la Asamblea y las instrucciones que había recibido de sus electores.45

Las instrucciones que dieron los pueblos a sus representantes nos ofrecen una buena guía para conocer el punto de vista relativo a ciertos tópicos significativos para la historia constitucional. Sin embargo, aquí también creemos que debe considerarse, además, el sentido mismo con el que fueron requeridas dichas instrucciones, así como su proceso de formulación. Ambos elementos son igualmente indicativos de aquella fragmentación corporativa basilar del orden social y de otras connotaciones respecto al significado que podía adjudicarse entonces al proceso "constituyente".

IV. Las instrucciones de Córdoba: representación y constitucionalismo consultivo

Normalmente la historia constitucional ha focalizado su atención sobre las instrucciones para los diputados de la Asamblea procurando determinar las opciones de los electores con relación a ciertos tópicos tales como la declaración de independencia, la forma de gobierno, la organización territorial, las garantías individuales, etc.46 En cierta manera, la agenda de nuestro pensamiento constitucional ha condicionado la valoración histórica de lo que el testimonio de las instrucciones nos puede ofrecer más allá de aquellas puntuales cuestiones. Es posible que esto también haya incidido para que la cuestión sobre el federalismo fuese el lugar común para el análisis de las mismas, o para que unas fueran estudiadas y evocadas frecuentemente por la historiografía y, otras, apenas mencionadas o simplemente tenidas por irrelevantes.47 Con estos recaudos nos detendremos en algunos aspectos de las instrucciones que envió el cabildo de Córdoba a sus representantes en la Asamblea.

Lo primero que hay que destacar es que las instrucciones de Córdoba no constituyen un pliego metódico y coherente de propuestas como a veces se las ha presentado, sino que son simplemente el testimonio del debate que tuvo lugar en una sesión extraordinaria del cabido en la que, junto a los alcaldes y regidores, asistieron también los electores que habrían de designar a los diputados para la Asamblea. La sesión tuvo lugar el 11 de diciembre de 1812, a pocos días de haberse recibido en el cabildo un oficio de la Sociedad Patriótica, fechado en 5 de noviembre, en el que se sugería la necesidad de facultar a los diputados por “clausula especial” para que procedieran a la “declaración de la independencia”.48 El registro del debate nos permite apreciar la diversidad de opiniones al interior de la comunidad, algo que ya no parecía reducirse a las viejas luchas de parcialidades, por más que éstas siguieran activas. El carácter ampliado de la discusión capitular es también indicativo de la significación del momento y del impulso que el gobierno revolucionario intentaba dar a ese proceso de apertura.49

El acta de la sesión registra el orden de exposición y las propuestas que cada uno de los participantes hizo. Intervinieron diecinueve oradores, siendo los más expresivos, el alcalde de primer voto José Matías de Torres (10 instrucciones); su par de segundo voto, Eufracio Agüero (13 instrucciones), el elector José Manuel Vélez (8 instrucciones) y el gobernador intendente Santiago Carrera que pronunció un discurso cargado de propuestas no numeradas por el actuario. Los demás se limitaron a adherir en forma general o particular a uno de esos votos, agregando, eventualmente, una o más sugerencias. Hubo también una intervención breve pero significativa del elector Alejo Villegas.50 Podríamos entresacar del acta algunos enunciados e imponerles cierta coherencia, para alinearlos con un presunto proyecto modernizador. Así, podríamos decir que se habló de una Constitución provisoria, de la conveniencia o no de declarar la independencia, de dictar los códigos civil y criminal, de establecer escuelas, de extinguir la esclavitud, etc. Presentadas de este modo, cabría pensar que las instrucciones de Córdoba (y otras similares) eran “convergentes” con la obra de transformación de la Asamblea, siendo el punto relativo al modo de concebir la soberanía el único aspecto discordante.51

Sin embargo, mirado el texto de las instrucciones sin el sentido que dicta nuestra precomprensión del leguaje constitucional actual, la imagen resultante puede ser algo diferente. De entrada, como ya dijimos, no se trata de un listado metódico y consensuado en su totalidad, sino de un conjunto dispar de proposiciones, muchas veces contradictorias entre sí, que poco valor podían tener como programa de acción para un diputado constituyente. Esto no se le pasó por alto a uno de los abogados que participó en el acto; el Dr. Alejo Villegas sugirió, en dos ocasiones, que se hiciese un escrutinio para extraer los puntos más votados y ponerlos en “forma metódica” según el siguiente orden: “primeramente los que conciernen a la Constitución, en segundo a la institución, y en tercero al beneficio particular de este Pueblo, a fin de que así se conozca mejor la voluntad general de él, y no se inutilicen estos artículos por falta de estos requisitos”. Fue precisamente Villegas quien, en una segunda intervención, propuso también que los diputados tratasen en la Asamblea “la extinción de la esclavatura como un mal de la humanidad, a lo menos la del vientre”.52 Su propuesta de seguir un método para el pliego de las instrucciones no fue atendida y se optó por enviar a los diputados el testimonio completo del acta de la sesión; no parecía posible, o quizás no se creyera necesario, consensuar un programa más o menos coherente para los representantes.

La diversidad de opiniones era ostensible entre los oradores. Había quienes estaban más alineados con el gobierno central, mientras que otros se mostraban más reacios y por eso suelen ser calificados por los historiadores como "autonomistas". No obstante, el tenor de las instrucciones nos permite advertir que, muchas veces, las propuestas no se condicen con esas presuntas alineaciones ni existe tampoco acuerdo programático dentro de un mismo grupo. Por otra parte, gracias a ese formato, podemos apreciar también, una vez más, las diversas relaciones de representación con las que se concebía la participación de los oradores en dicha instancia. Mientras los miembros del cabildo hablan en nombre de la ciudad y su jurisdicción, los electores, ajenos al regimiento, lo hacen invocando las instrucciones recibidas por “el cuartel que representan” o como “representante de su barrio”.53 Algunos alegaron haber recibido instrucciones de ciudadanos de su barrio “en virtud de los carteles que se pusieron por orden de este gobierno”, según se había hecho cumpliendo con lo dispuesto por el decreto de convocatoria. Incluso al interior de ese espacio otrora monolítico en términos políticos, la representación parecía necesitar esa referencia a un mandante concreto.

La convocatoria, de 24 de octubre de 1812, mostraba, precisamente, aquel impulso de apertura que hemos señalado; sin embargo su técnica respondía aún a la lógica que concebía la representación como mandato-poder y, en consecuencia, abrigaba diversas interpretaciones. El artículo 8, por un lado, parecía orientado a evitar que el mandato obstaculizara la labor de los diputados apelando a la fórmula de que los poderes fueran “concebidos sin limitación alguna” pero, por el otro, el texto se cerraba con una expresión que traslucía la indeleble vinculación, al sostener que las instrucciones de los diputados no conocerían "otro límite que la voluntad de los poderdantes...". Al mismo tiempo, en su artículo siguiente, la convocatoria invitaba a los ciudadanos a indicar, a los fines de conformar los poderes e instrucciones, todo lo que creyesen "conducente al interés general y al bien y felicidad común y territorial”.54 Poderes sin limitación, pero poderes al fin, que expresaban, por medio de instrucciones, la voluntad de unos "poderdantes" reconocidos como tales en el juego de corporaciones desplegado en torno a un cabildo extraordinario. Cierto es que el carácter imperativo pudo verse después atemperado por la amplitud de los poderes y el escaso arraigo local de buena parte de los representantes.55

Aún así cabe preguntarse por el sentido que tenía requerir poderes ilimitados pero cargados de instrucciones. Si se atiende a esa forma de convocatoria y a muchas de las respuestas que generó, podemos ver que más allá de la cuestión relativa al mandato imperativo, las instrucciones expresan también una determinada concepción sobre lo que se esperaba de la función que había de cumplir la Asamblea constituyente. Una concepción todavía vinculada, de alguna manera, al factualismo jurídico tradicional, que entendía la tarea de normativizar una sociedad -incluso mediante un texto constitucional- como un proceso que debía responder a su constitución "real" o "histórica”, siendo necesario para ello tener un conocimiento empírico de lo que esa sociedad era y necesitaba. Es un modo de pensar el papel del legislador, incluso del constituyente, que, distante del racionalismo normativo del modelo francés, entronca mejor con la tradición jurisdiccional, para la cual toda decisión para causar estado debía estar basada en un conocimiento específico de los extremos fácticos contextuales, al tiempo que todo proceso de producción normativa era pensado como un acto de "descubrimiento". Fernando Martínez ha propuesto la expresión “constitucionalismo consultivo” para dar cuenta de este matiz jurisdiccional en el emergente constitucionalismo hispano.56

Esa concepción denota el tracto no rupturista de un proceso constituyente que es pesando en términos de reforma, y que asume, en consecuencia, el legado normativo de numerosos elementos preconstituidos, algunos de los cuales se muestran incluso como indisponibles (i.e., la religión católica como religión de estado, la conservación de identidades territoriales, etc.). La base de justificación que ofrecía la consulta podía ir acompañada también de una explícita fundamentación historicista, como se observa en el discurso preliminar de la Constitución de Cádiz. En nuestro caso, el cierre esa posibilidad argumental por el giro que adquirió la retórica revolucionaria, no implicó la clausura de la vocación consultiva que aparecía en toda su dimensión en aquella fórmula de convocatoria. La legitimación historicista se canalizaría, sin embargo, mediante apelaciones a la “antigua constitución” o a través de argumentaciones derivadas del derecho tradicional que, presentadas como razones autónomas, servirían para sostener viejos privilegios sin implicar ya un compromiso con las estructuras de gobierno del pasado colonial.57

Muchas instrucciones que suelen ser omitidas en los análisis de historia constitucional por considerarse que abordan cuestiones "puramente locales", reflejan la virtualidad de ese constitucionalismo consultivo. Se trata de instrucciones que, por su contenido y formulación, muestran también la vigencia de otro modo tradicional de concebir la representación: aquella que se vinculaba con una manifestación ante el soberano para obtener una determinada ventaja, mediante súplicas, quejas, "representaciones", peticiones, etc.58 En el caso de Córdoba, vemos esa comprensión de la representación cuando, por ejemplo, el acalde de primer voto incluye entre sus instrucciones que los diputados pidan "que en esta capital se formen sociedades patrióticas para fomentar la agricultura, artes y comercio..." o que el ramo de la sisa que se pagaba en Salta "se divida por mitad con aquella ciudad conforme lo dispuesto por el anterior gobierno"; o bien, cuando el alcalde de segundo voto – de signo adverso a su colega de vara - instruye a los diputados para que, a los fines de fomentar la labranza, comercio e industria, pidan "que se establezcan correos y postas mensuales, fuera del correo general de las administraciones" para que se "comuniquen con más facilidad las producciones y frutos de un país con otro"; o cuando pide que "se fomente por todos los medios el mineral de Famatina y se ponga en esta capital el cuño y Casa de Moneda"; también cuando otros electores piden que se conserve y mejore la Real Universidad, que se creen nuevas cátedras, que se preserven la Armería Nacional y las instalaciones de la Compañía de Jesús y que se establezca en la ciudad una fábrica de papel, etc.59

El tenor de estas instrucciones no sólo nos muestra la inercia reformista con la que se percibía el proceso político, sino también el papel institucional que los participantes parecían atribuir a la Asamblea: ésta, antes que ser vista como un poder constituyente originario -en el sentido que hoy damos a este concepto-, era tal vez pensada como un soberano al que cabía acudir mediante una “representación” –vehículo propio de los actos de petición- para obtener, por concesión graciosa, una determinada ventaja en forma de privilegio. Más allá de su autoproclamación como poder constituyente y legislativo, y de las medidas adoptadas en pos de una mentada división de poderes, muchos actos de la Asamblea nos indican que esa concepción graciosa de antiguo cuño, la de un soberano más "dispensador" que legislador, seguía siendo operativa también, en cierta forma, entre sus miembros.60

Esto no implica negar el profundo significado de cambio que la propia convocatoria podía representar para los participantes, tanto por el motivo de su llamado como por los temas que se debatieron. Ningún registro de la tradición precedente podría mostrarnos a alcaldes y regidores, más un puñado de electores –que hoy no consideraríamos en absoluto representativos pero que en ese momento significaban una módica ampliación del coto capitular-, participando en una sesión en la que se debatieran, con tanta intensidad, medidas sobre un futuro incierto que abría interrogantes para los que no se tenían respuestas definitivas. En este sentido, podríamos decir que el debate de las sesiones en las que se produjeron las instrucciones trasunta así una sensación de irrupción de lo que Elías Palti ha caracterizado como el “tiempo de la política”.61 Los oradores de aquel cabildo perfectamente podían prefigurarse que estaban formando parte de un proceso colectivo de decisiones sobre materias y cuestiones que hasta muy poco tiempo antes estaban fuera de discusión o, al menos, les habrían sido competencialmente ajenas.

Aun así, nada indica que procuraran desmantelar lo que hasta unos años antes había sido su orden político ni que pensaran que su labor debía darse sobre una suerte de vacío originario. Deliberadamente asumían innumerables elementos preconstituidos de la tradición que no sólo no parecían objetar sino que se mostraban dispuestos a defender. Quizás por ello no hubiera lugar todavía para una separación definitiva de esa nueva dimensión "política" y el viejo derecho y su justicia. Consecuentemente, tampoco había lugar para una noción de poder constituyente en sentido fuerte; y esto no se debía, en nuestro criterio, a una laguna conceptual o a que no fuera posible imaginarse una construcción política racionalmente producida ex nihilo.62 Teorizaciones precedentes en ese sentido las había; pensemos en las reflexiones de Sieyès sobre el poder constituyente, o en las más radicales afirmaciones de Thomas Pain para quien “cada generación debía ser tan libre para actuar por sí como las generaciones precedentes", con palabras que se plasmarían en el artículo 28 de la declaración de los derechos del hombre de 1793 y que desbarataban cualquier pretensión de condicionamientos históricos preconstituidos.63

Explicar la ausencia de un sentido fuerte de poder constituyente a partir de una laguna conceptual, o de las aporías inherentes al concepto, implica no tomar en consideración los numerosos testimonios que dan cuenta de una serie convicciones relativas a diferentes aspectos del pasado que los actores no estaban dispuestos a remover, por más que el imperio de las circunstancias les exigiese dar pasos aventurados para generar tentativas de organización que, en la mayor parte de los casos, percibían todavía como provisorias.64 Esas convicciones parecen reflejarse, en primer lugar, en todas aquellas instrucciones que hemos calificado como peticiones o representaciones (en su sentido más tradicional), alentadas por el mismo espíritu reformista que operaba desde finales de la época colonial (fomento de la agricultura, la ganadería, escuelas de primeras letras, estudios universitarios, etc.) y que expresaban un deseo de mejorar y consolidar la propia entidad política local, cuya presencia en el nuevo escenario estaba fuera de discusión. Pero aquellas convicciones resultan incluso más evidentes en las instrucciones que tocaban cuestiones centrales de una constitución “política”. Veamos, por ejemplo, cuál fue la primera instrucción que formuló el alcalde ordinario de primer voto al abrir, según la tradición, la sesión capitular: "Que todas las causas civiles o criminales de cualquier gravedad o entidad que sean, pertenecientes a los habitantes de esta ciudad sean sustanciadas y concluidas en todos los grados y recursos; incluyendo también el último de suplicación dentro del territorio y jurisdicción de esta ciudad".65

Más que un reclamo de autonomía judicial, como suele calificarse esta instrucción, su fórmula encierra un mandato de reafirmación y, eventualmente, de ampliación de los tradicionales privilegios jurisdiccionales que constituían la seña de identidad de cada ciudad como sujeto político en el concierto del antiguo orden colonial.66 En este sentido, la citada instrucción muestra de qué manera algunos miembros de la elite cordobesa veían el momento revolucionario como un contexto adecuado para restaurar y, eventualmente ampliar, los tradicionales privilegios corporativos.67 Efectivamente, la instrucción de Torres va en esa línea cuando pide que el recurso de última suplicación se sustancie también en el propio territorio, lo que en tiempos de la dominación hispana equivalía a convertir al distrito en sede de una Audiencia; una vieja aspiración de la elite colonial.68 De cualquier manera nos interesa destacar que la fórmula empleada por Torres -"todas las causas civiles y criminales"- era una expresión de arribo en la tradición jurídica para designar lo que los juristas del derecho común y los manuales prácticos denominaban técnicamente como "mero mixto imperio". Esta expresión, que hacía referencia al núcleo de potestades constitutivas de la ciudad como territorio dotado de jurisdicción ordinaria, se encontraba fijada en sus privilegios fundacionales y estaba, a su vez, íntimamente relacionada con una concepción relativa y jurisdiccional de la soberanía.69

Si miramos hacia el interior un poco más profundo, veremos cómo todavía se conservaban las relaciones de significación entre justicia, mero mixto imperio y soberanía -entendida ésta como capacidad de auto gobierno y de auto administración de justicia-. En las instrucciones del cabildo de La Rioja, ciudad subalterna de Córdoba, se dice: "Que este pueblo quiere se le conserve en toda su integridad de mero y mixto imperio, que adquirió al tiempo de su fundación y es equivalente a la soberanía, que tiene y debe poseer sobre toda la extensión territorial...”. Luego de explicitar esa equivalencia conceptual, la instrucción agrega que, como consecuencia de conservar dichas potestades “quiere también [este pueblo] gobernarse por sí solo... sin dependencia alguna de las Capitales de provincia.” Vemos también la vocación de ampliación de privilegios pero en la escala de su condición subalterna. Si Córdoba, como capital provincial, aspiraba a obtener potestad para los recursos de última suplicación, La Rioja pedía que los tenientes no dependiesen de la capital provincial, aprovechando el reconocimiento de la Asamblea para sortear esa dependencia: "Que tampoco reconoce ni puede reconocer otra superioridad que la que ha depositado en el centro de unidad que forma la augusta Asamblea... y que los recursos que se interpusieren se versen en derechura con aquel Gobierno..."70 Había, así, una lógica emancipadora en el reconocimiento de una autoridad central como la Asamblea; pero el sujeto de esa emancipación no era el hombre in abstracto, sino una corporación municipal. Esa lógica emancipadora de base corporativa, como bien sabemos, hará eclosión poco después, entre 1815 y 1820.

Si volvemos entonces a las instrucciones del alcalde cordobés de primer voto, podemos comprender que sus argumentos encontraban más apoyos en la tradición jurídica vernácula que en los Artículos de la Confederación Norteamericana como se ha sugerido alguna vez. Disuelto el lazo colonial, la lucha no giraba tanto en torno a un preciso concepto de soberanía, cuanto a todas aquellas potestades que antiguamente se reconocían a la monarquía y que algunos no parecían dispuestos a ceder a una institución de reemplazo. De ahí que Torres también propusiera otras medidas, calificadas de “inaceptables aun en el sistema federal”, como la de negar cualquier potestad tributaria común a la Asamblea o la de exigir la intervención del cabildo para el reclutamiento de tropas.71 Ante el desmoronamiento del viejo orden, el sentido jurídico común parecía orientar a Torres, como a muchos otros miembros de las elites locales, a proteger -frente a posibles innovaciones- lo que había sido aquella libertad colectiva como privilegio de la ciudad. En su instrucción séptima expresó: “Que en la formación de la Constitución que nos ha de regir, y demás actos a que se le diputa por esta Capital de Provincia, tenga [el representante por Córdoba] el especialísimo cuidado de salvar siempre los derechos de esta Ciudad, de modo que por ninguna consideración y respecto puedan ser, en punto alguno, defraudados”.72

Cierto es que Torres representaba el núcleo más localista y que sus instrucciones recibieron menos adhesiones que las de su adversario, el alcalde de segundo voto, Eufarcio Agüero (aunque finalmente no se hiciera ningún escrutinio sobre los votos recibidos). De todas formas, un buen indicio para cotejar la presencia de algunos elementos tradicionales vinculados con aquel localismo que trascendía los posicionamientos circunstanciales, podemos verlo en las instrucciones de un hombre alineado con el gobierno central, como lo era el gobernador intendente de Córdoba, Santiago Carrera.73 Si por un lado, algunas de sus instrucciones parecen responder a tendencias opuestas a las de los más acérrimos defensores de los privilegios locales, y aun cuando en otras exhibe un lenguaje que muestra cierta sintonía con conceptos claves de la nueva cultura jurídica, no por ello deja de concebir la existencia del poder local del cabildo como un factor indisponible para el nuevo horizonte constitucional. Después de decir que era imperioso sancionar una Constitución provisoria y de señalar la necesidad de evitar usurpaciones del poder ejecutivo sobre el legislativo, Carrera sostuvo que debía instruirse a los diputados para que la Asamblea pudiese “hacer las variaciones que considerase más urgentes en nuestra legislación con la precisa calidad de obtener antes la aprobación de las Juntas Electorales de las Provincias Unidas”.74

Más allá de la continuidad implícita manifestada en la expresión “nuestra legislación”, no ha dejado de llamar la atención esta posición de Carrera, que sometía la potestad legislativa de la Asamblea a una suerte de derecho de nulificación previo (como, con perplejidad, la calificó Segreti) localizado en las juntas electorales de provincia.75 Podría explicarse esta presunta inconsistencia apelando al contexto de provisionalidad y urgencia en el que se produjeron aquellas instrucciones. Sin embargo, en nuestro criterio, es más plausible pensar que su posición respondía a la inveterada concepción particularista de la legislación, rasgo que el propio Carrera parecía sostener en otra de sus instrucciones, a pesar de utilizar un giro relativamente novedoso (cuyo sentido original era, precisamente, inverso al particularismo) como era la idea de codificación legal.76 En este aspecto, sostuvo el Gobernador: “Del mismo modo se debería encargar la formación de un código civil y criminal, para que el Congreso lo presentase a los Pueblos inmediatamente después de su instalación, con las reformas que conceptuase necesarias”. La idea de que una codificación nacional debiese ser presentada "a los pueblos", estaba en sintonía con aquella concepción particularista y resultaba, por lo demás, coherente con una noción fragmentaria de la representación. Ya no debería sorprender que Carrera considerase “absolutamente necesario”, que los diputados fuesen “responsables de sus conductas a las Juntas que los nombraron” y que pudieran ser removidos "sin causa por las mismas corporaciones...”.77

A la luz de estas expresiones, se comprenden las reacciones que generó y lo sorpresivo que debió resultar, para propios y extraños, el decreto de 8 de marzo, postulando que los diputados lo eran "de la nación en general", incluso con las matizaciones que sufrió la formulación original instada por Alvear.78 Esa pretensión chocaba contra un sentido común que no había sido aún objeto de un abierto cuestionamiento y que, incluso, parecía compartido por quienes se consideraban alineados con el gobierno central. A este propósito, es interesante el discurso del alcalde Eufracio Agüero quien, siendo parte de la corporación municipal, sostuvo posiciones que claramente parecían favorecer una cierta centralización del poder.79 Así, en materia de tributos, se situó en las antípodas de su par de primer voto. Mientras éste, como adelantamos, consideraba que cualquier subsidio, contribución o impuesto, antes de ser sancionado por la Asamblea, debía sujetarse "al examen del cuerpo representativo de esta Ciudad" no pudiéndose proceder a su exacción hasta "haber obtenido la aprobación y ratificación de dicho cuerpo”, Agüero pidió que para financiar las medidas de fomento, los diputados presentaran un plan sobre contribuciones o que se estableciera un nuevo derecho municipal que “una vez admitido y sancionado por la Asamblea" se mandase a exigir por el Superior Gobierno. Reconoció además a la Asamblea la facultad de decidir el cobro exclusivo en Córdoba "del derecho de tránsito sobre carretas y carruajes".80

La discrepancia no era menor, considerando que lo que estaba en juego era el reconocimiento de una potestad tributaria concentrada en la Asamblea, o localizada en cada cabildo. Sin embargo, más allá de esos aspectos, el alcalde de segundo voto se mostró conteste con aquel lenguaje que daba cuenta del carácter agregativo de la soberanía y de que los protagonistas excluyentes de la discusión constitucional eran sujetos colectivos, pueblos y provincias. En sus instrucciones pidió que los diputados se encargaran de "cuidar, promover, discutir y resolver todos los asuntos públicos de necesidad o conveniencia sobre que hagan moción los Pueblos de las Provincias Unidas, o el Superior Gobierno, a fin de reconcentrar más la unión recíproca de ellos y consolidar el sistema de la libertad, y del gobierno"; por otra parte, pidió que promovieran "por todos los medios la concordia y unión de las Provincias y pueblos discordes", solicitando, al igual que Carrera, la inmediata sanción de una constitución provisoria "bajo la cual sean regidas las provincias". Más aún, fue precisamente este alcalde, el hombre cuyas instrucciones parecían más alineadas con la pretendida centralización impulsada por la Asamblea, el que expresó la fórmula que venía a resignificar, en el nuevo escenario, aquella tríada presidida por la religión que señalaba el rumbo de la acción política. Sus instrucciones se cerraron con una propuesta para que los diputados “uniformándose con las intenciones del Gobierno obren con arreglo a circunstancias cuanto sea y crean conducente a salvar los tres sagrados objetos, Religión, Patria y Sistema”.81

Aun entre los oradores más favorables al proyecto constituyente promovido por el Segundo Triunvirato, aparecen esos giros que revelan convicciones basilares de la tradición católica. Sobre esta base, resulta coherente que las referencias a la libertad, lo fueran siempre a su sentido colectivo, del mismo modo que la invocación de "derechos", con carácter subjetivo, fuera frecuentemente ligada a la defensa de privilegios corporativos. Hacia el final de la sesión, el alcalde de primer voto intervino por segunda vez para pedir que se facultara provisionalmente "a los diputados para que formen en consorcio de los representantes de los otros Pueblos la Constitución" y para que definiesen una forma de gobierno que se conformase "con sostener la libertad general de las Provincias”, con reserva de mejorarla cuando mejorase la situación política. Leídas todas las opiniones, se resolvió de común acuerdo que fuese remitido un testimonio del acta a los diputados para que hicieran "el uso que convenga de los que encuentren más adaptables en las presentes circunstancias al bien general de la nación y bien particular de este Pueblo y que sirvan de suficiente instrucción acompañando el poder sin limitación alguna”.82

Quedaba así plasmada esa delicada ecuación en la que se conjugaban unos poderes sin limitación alguna con la irreductible dualidad de un interés general de la nación y otro particular de cada pueblo, con todo lo que ello implicaba de carga normativa preconstituida. De partida, implicaba la vocación de conservar esas identidades particulares que condicionaban toda posible significación de nociones potencialmente disruptivas como la de "voluntad general" que, justamente, en su formulación original, pretendía negar relevancia a voluntades “particulares” como la que podía expresar un cuerpo municipal.83 En la sesión siguiente, después de haber sido designados Posadas y Larrea como diputados por Córdoba, el cabildo les otorgó “los poderes generales sin limitación alguna", acompañados del testimonio autorizado "del acta de instrucciones" para que estuvieran así en conocimiento "de la voluntad general de este pueblo...”.84

Cualquier enunciación que, en el texto de las instrucciones de Córdoba tal y como fueron remitidas a sus representantes, pudiera presentarse como parte de un programa orientado a “desmantelar el antiguo régimen”, debe ser considerada en el contexto de un lenguaje que todavía reflejaba la vieja semántica jurídica y que condicionaba incluso el sentido de nuevos significantes. El ejemplo de la mención a los códigos civil y criminal es el más expresivo. Aunque en parte pudiera ser el caso, no resulta del todo satisfactorio explicar esas manifestaciones apelando a un déficit de saberes relativos al nuevo lenguaje constitucional. Ellas parecen más bien fruto de la densidad de ciertos elementos de la tradición que, como lo reflejan las instrucciones, nadie parecía dispuesto a cuestionar. Contribuía también a este efecto, la ductilidad del lenguaje jurídico tradicional, y la elasticidad de su dimensión extraordinaria, que permitían asimilar nuevos significantes, reorientando su sentido y neutralizando su potencialidad disruptiva, facilitando así la revalorización, en el nuevo contexto, de algunas piezas claves del viejo orden. Un último testimonio nos ayuda a ilustrar este punto.

V. Privilegios corporativos, derechos del hombre y el derecho a resistir en “caso extraordinario"

Hemos visto cómo, en el contexto que el que dialogaban partidarios y detractores de la Asamblea, la codificación legal se entendía sometida a la aprobación particularista de los pueblos, la noción de “voluntad general” aparecía reducida al posicionamiento de un cabildo y el concepto de soberanía parecía seguir ligado a la clave gradual del modelo jurisdiccional, con su doble sentido de localización de la justicia y de autogobierno corporativo. El último testimonio que queremos analizar aquí nos muestra cómo una expresión que había cobrado particular eficacia simbólica para el leguaje revolucionario como la de “derechos del hombre” podía esgrimirse para hacer referencia, no a un ámbito de libertad individual innato, sino a los privilegios de un cabildo. El caso ilustra también, en nuestra opinión, de qué modo la apelación a la dimensión extraordinaria ofrecía una sutil vía argumental para canalizar jurídicamente la tensión política.

Los argumentos que nos interesa analizar surgieron a raíz de un conflicto entre el cabildo de Córdoba y el gobernador intendente, con motivo de las elecciones capitulares de 1814. La presencia en Córdoba de la “Comisión Directiva de lo Interior” envida por la Asamblea para tener un control más preciso de las ciudades, así como una serie de desencuentros con el nuevo gobernador, Francisco Xavier de Viana, habían alarmado al cabildo de Córdoba hacia finales de 1813. Bajo ese clima se realizó la elección de oficios capitulares para 1814. El detonante del conflicto fue la negativa del gobernador a confirmar a uno de los electos, el Dr. Marcelino Tissera, para el cargo de regidor defensor de menores; en su lugar, Viana designó a quien había recibido un solo voto, Bernardino Cáceres. El cabildo consideró la decisión del gobernador como un agravio que contrariaba el “espíritu de las leyes” y se negó a poner en posesión a Cáceres, pero el gobernador procedió a la designación desoyendo los recursos interpuestos por los regidores.85

Trabado en esos términos, el conflicto no parecía muy distinto a otros tantos casos similares que desde los tiempos coloniales habían afectado las relaciones entre municipios y gobernadores. Éstos, basándose en que el acto de confirmación implicaba una evaluación sustancial de la elección en términos cuantitativos y cualitativos (según la fórmula canónica que remitía al doble juego de la maior et sanior pars), solían eventualmente apartarse de la voluntad mayoritaria alegando vicios en la elección o razones de “pública utilidad”.86 Sin embargo, en el contexto de 1814, ese conflicto dio lugar a un debate cuya intensidad parecía exceder el rango de aquella rutinaria tradición de desencuentros. Ante la obstinada actitud del gobernador de desconocer la decisión de la maior pars, el cabildo convocó al abogado José Ignacio Lozano para que dictaminara sobre el asunto. El dictamen de Lozano, a nuestro juicio, pone de manifiesto de modo elocuente el uso de la más clásica tradición jurídica, mixturada con significantes modernos, para sostener el carácter “constitucional” -en términos tradicionales- de un elemento clave en el orden colonial como eran los privilegios capitulares. No podemos analizar ahora el caso en detalle, pero veamos los argumentos principales y las ulteriores razones expresadas por el cabildo.87

En primer lugar, Lozano sitúa en el centro de su dictamen la clásica lectura que los juristas del Ius Commune hacían sobre un pasaje del derecho romano, la lex regia de imperio. De acuerdo con esta longeva interpretación, el pueblo romano al crear el principado había transferido todo su poder al príncipe, pero se había reservado una parte para "sus asuntos menores".88 Esta autoridad reservada, dice Lozano “fue transferida a los cabildos, y representando a los pueblos respectivos desde un tiempo inmemorial, han obtenido originariamente grande dignidad y ese derecho de elegir sucesores.” Sobre esta base, Lozano argumentará que el poder de los electos derivaba exclusivamente de la elección y no de la confirmación; ésta no era más que un mero acto protocolar de respeto al gobernador. Si en tiempos de la Monarquía este argumento era matizable, en el contexto revolucionario dicho principio parecía haber adquirido una valencia política insoslayable. Por ello, ocultando los posibles matices de la vieja tradición, Lozano dirá que de ese “poder originario tan majestuoso que las leyes jamás han desposeído a los Ayuntamientos”, nace la jurisdicción de los elegidos y que, sin el sustento de los sufragios, la confirmación no es más que “un acto ilegal que desquicia al orden”.89

Ese orden, para el abogado de la ciudad, aseguraba el respeto que, según leyes y doctrinas, merecían los cabildos "como originarios de los derechos de la naturaleza”. La apelación a la naturaleza no era ajena a la tradición jurídica castellana. Implicaba alojar determinados aspectos del orden institucional en un nivel "constitucional", es decir, indisponible para el legislador humano.90 Sobre esta base, Lozano argumentará que los “privilegios de un Cabildo... no han nacido inmediatamente de las leyes, sino de aquel derecho originario que nace con el hombre, como lo prueban la Curia y Bobadilla”. La referencia a estas dos autoridades clásicas del derecho colonial (La Curia Filípica de Juan de Hevia Bolaños de 1603 y la Política para Corregidores de Castillo de Bobadilla de 1597), venía así a dar sustento a ese anclaje natural de los privilegios capitulares, con un giro que puede tener alguna connotación más moderna como el que remite al hombre, en términos abstractos, y a un derecho originario que nace con él. Esa nota se confirma en otro pasaje de su argumento en el que Lozano sostiene que aquellos fundamentos naturales de los derechos del cabildo “son parte de los derechos del hombre”. Como conclusión, dirá que el caso debía ser resuelto por el Supremo Poder Ejecutivo a través de una “sentencia definitiva”, previo "conocimiento de causa", y que hasta entonces el gobernador debía abstenerse de dar la posesión del oficio por tener efecto suspensivo la apelación interpuesta por el cabildo. Esta peculiar sintaxis judicial aplicada a todas las instancias del poder público –reflejo de la vigencia del paradigma jurisdiccional con independencia de las constantes formulaciones relativas a la división poderes-91, no dejaría de tener consecuencias en cuanto a las vías disponibles para justificar modos de acción política, como enseguida veremos.

La negativa del gobernador a suspender su designación, generó una nueva respuesta del cabildo, esta vez, expresada en una sesión capitular cuyo testimonio fue remitido al Directorio, junto con los antecedentes del caso. El tenor de la respuesta nos lleva a pensar que quizás los regidores percibieran que detrás de aquel conflicto había mucho más en juego que el nombre del defensor de menores para 1814. A poco menos de un año de la crisis de 1815, es probable que esta disputa estuviera canalizando, en términos jurídicos, parte de la creciente tensión política. Así se puede comprender el sentido de la doctrina que el cabildo esgrimió en su respuesta. Citando con toda precisión un pasaje de la célebre Política para Corregidores de Castillo de Bobadilla, el cabildo advirtió al gobernador que este autor "grave y maestro de los demás", enseñaba que los corregidores [equivalente a nuestro gobernador] no debían escandalizarse "de los privilegios de los Cabildos" y que, según su interpretación de las leyes castellana, el cabildo podía "con mano armada contradecir al Corregidor cuando en una sentencia injusta no quisiere otorgar la apelación”92.

La cita que hacían los regidores era algo sesgada. Dejaba de lado la sede penal en la que el jurista castellano del siglo XVI inscribía aquella doctrina. Bobadilla sostenía, efectivamente, que los regidores podían resistir con mano armada el intento de ejecución de penas corporales cuando injustamente se procediese a ellas a pesar de estar pendiente una apelación.93 Lejos estaba la doctrina evocada, de los extremos del caso en disputa. El cabildo de Córdoba equiparaba las consecuencias de denegar el efecto suspensivo a una apelación para el caso de una ejecución de pena corporal, con las que corresponderían ante la actitud de un gobernador que, sin atender a los recursos interpuestos, insistía en poner en posesión de un oficio a quien no había sido mayoritariamente votado por el regimiento. Podemos presumir que los regidores procuraban de este modo respaldar doctrinariamente su voluntad de resistir con las armas las decisiones de un gobierno cuya legitimidad terminarían por impugnar poco tiempo después. Quizás esto les llevara a forzar aquella doctrina así como a omitir los recaudos con los que Bobadilla la exponía. En un giro que nos sitúa en nuestro punto de partida y nos recuerda el papel del par ordinario / extraordinario, Bobadilla, después de enunciar aquella doctrina, decía que él no aconsejaría a los regidores que hiciesen tal resistencia, a menos que "fuesse caso muy extraordinario, y exorbitante, y muy notorio de que el juez procedía de hecho, y ex abrupto...”.94

VI. Reflexiones finales

En esas palabras de Bobadilla, escritas hacia finales del siglo XVI, e invocadas con cierto sesgo por el cabildo de Córdoba a comienzos de 1814, resonaba el lejano eco de los principios que darían sentido también a aquellas otras pronunciadas en 1815 por Juan José Paso para justificar el sacrificio de las rutinas ordinarias en el juicio que condenó a los miembros de la Asamblea, tras la caída de Alvear. Que las mismas mantuvieran su valor como argumentos normativos, es decir, que siguieran proporcionando una pretensión de justificación institucional a actos que se situaban en el límite entre el poder y la fuerza, es indicativo de la conservación de todo un marco cultural de referencia que determinaba las posibilidades del lenguaje jurídico.

Entre los rasgos esenciales de dicho marco cultural, se destaca en primer lugar el incuestionable carácter excluyente de la religión católica que contribuía a limitar la emergencia de un orden social que no estuviera, en buena medida, predefinido de manera heterónoma. El valor asignado a razonamientos factualistas y particularistas estaba ligado, en cierto modo, a esa función integradora de la religión como depósito de argumentos que opacaban el lugar de la voluntad en la definición del orden jurídico. Estos factores culturales de larga duración determinaban necesariamente el sentido con que las leyes e instituciones eran pensadas. El romanticismo, que llegaría a mediados de siglo, pondría nuevas palabras a esos rasgos silenciosos que se hundían en la profunda tradición precedente. Para Alberdi era un “sacrilegio” de la revolución francesa haber definido a la ley como la “voluntad general de un pueblo”. Remitiendo a una imagen muy familiar para la vieja cultura jurisdiccional, Alberdi sostendría que legislar no era una tarea de voluntad sino de “simple interpretación”, puesto que: “La voluntad es impotente ante los hechos, que son obra de la Providencia.”95 Dentro de la noción de "hechos" cabía incluir artificios tan consolidados como el propio federalismo, algo que, en contextos similares, podía representarse también como obra de la misma providencia.96

Es posible que los miembros más decididos de la Asamblea mostraran expresiones de voluntarismo en muchas decisiones. Ese contrapunto contextual no es suficiente para explicar su fracaso, pero sí para comprender muchos de los argumentos de sus oponentes. Aun así, lo más relevante es que, pese a todo, ese contexto también sirve para comprender las limitaciones de algunas estrategias institucionales que el propio gobierno surgido de la revolución de octubre de 1812 puso en marcha. Tanto la convocatoria a las elecciones, con su fórmula relativa a poderes e instrucciones, como el juramento, con su particular modo de celebración, vinieron a consolidar elementos históricamente preconstituidos de hondo calado, entre ellos, una constelación de corporaciones erigidas sobre la base privilegios inmemoriales e integradas por múltiples relaciones de representación identitaria. Si esto parece evidenciarse con el ceremonial realizado en Córdoba para prestar el juramento de obediencia a la Asamblea, las instrucciones que la ciudad otorgó a sus representantes son indicativas de que los mismos elementos parecían condicionar por igual el discurso de partidarios y detractores del gobierno revolucionario.

La lucha por la localización de la justicia y la defensa del autogobierno corporativo, que comienzan a plantearse abiertamente en el terreno argumental, expresan también la adherencia de los actores a un orden de valores que seguía poniendo en primer plano el viejo sentido colectivo de la libertad.97 Bajo esas condiciones, el papel constituyente era visto como proceso de reforma, que requería la consulta y participación de sujetos colectivos preconstituidos cuya existencia política no era cuestionable. Aquella adherencia valorativa condicionaba la posibilidad de optar por un constituyente en sentido fuerte. Ese condicionamiento no derivaba, a nuestro juicio, de un problema conceptual o de falta de técnica constitucional, sino de una vocación por conservar elementos de la propia experiencia precedente para la que un constituyente en sentido fuerte resultaba peligroso, indeseable o, al menos, innecesario. Esa adherencia contaba a su favor con una larga serie de argumentos que ponían en el plano ontológico, factual, determinadas opciones naturalizadas por la tradición, desacreditando como "voluntaristas" los intentos disruptivos. Sin una distinción operativa entre hechos institucionales y hechos brutos98, los argumentos factualistas, usados constantemente en el razonamiento jurídico, podían fungir como un modo velado de historicismo selectivo.

Bajo estas condiciones, la apelación a la dimensión extraordinaria seguiría proporcionando una base de justificación para soluciones emergentes y de emergencia. Es posible que explorar esas soluciones por la vía del viejo lenguaje jurídico nos ayude a comprender mejor la experiencia de la primera mitad del XIX, uno de cuyos segmentos más significativos lo constituye el bienio 1813-1815, que haciéndolo por el lado de una supuestamente mal aprendida doctrina de división de poderes, o por el de las influencias clásicas (i.e. las dictaduras romanas), aunque algunas referencias en ese sentido aparecieran a nivel retórico. Sin una constitución pensada en términos mínimamente formales y voluntaristas, aquel viejo par ordinario-extraordinario seguiría ocupando el lugar de conservante dinamizador del orden tradicional.99 Por otra parte, si bien durante el momento de la Asamblea se consolidó la sensación de ruptura definitiva del orden colonial, abordándose ya abiertamente la cuestión de la independencia y de la organización constitucional, no parece que dicho quiebre hubiera implicado, necesariamente, el abandono de las antiguas "garantías trascendentes" del orden.100

Si los privilegios corporativos habían sido protegidos durante siglos por la tradición jurídica mediante su vinculación a una determinada lectura de la naturaleza, la misma garantía podía esgrimirse frente a las incertezas abiertas en el nuevo escenario. El viejo derecho, combinado con algunas nuevas expresiones, ofrecía un buen resguardo para ciertos elementos que se pretendían indisponibles. Hemos visto cómo el lenguaje del derecho tradicional, matizado con expresiones de particular eficacia simbólica en el contexto de la época, fue invocado por el cabildo de Córdoba para defender unos privilegios derivados de aquella concepción colectiva de la libertad que se enunciaba como parte de la naturaleza del hombre. Revestidos con una expresión revolucionaria, como la de los derechos del hombre, los privilegios corporativos proporcionaban, desde la tradición, un inmejorable punto de partida para la emergente noción de los "derechos de los pueblos", lema que sería clave en el discurso de las revoluciones hispanoamericanas y su querencia federalista.101

Irresuelta aún la zona de penumbra entre el derecho tradicional y el emergente campo de la política, la dimensión extraordinaria seguirá proveyendo incluso razones jurídicas para justificar un una posible "resistencia armada" orientada a la defensa de los viejos privilegios. En tanto la lucha se siguiera dando en el plano de la libertad colectiva, el lenguaje de lo ordinario y extraordinario seguiría ofreciendo su valencia justificativa: permitiría, por ejemplo, sacrificar las formas procesales ordinarias para juzgar y condenar sumariamente a adversarios políticos, sin que en ello fuera visto como una derogación de las declaraciones de derechos o de seguridad individual. ¿Hasta dónde podía estirarse la valencia justificativa de aquella dimensión extraordinaria que latía como contraste imperceptible y constante en el orden jurídico tradicional?

En algunos aspectos, tal vez los más ostensiblemente incompatibles con la vieja estructura colonial, los desplazamientos producidos por la revolución impondrán soluciones construidas con un nuevo lenguaje. Así ocurrirá, por ejemplo, con ciertas formas extraordinarias como los cabildos abiertos, cuya recurrencia terminará por desbordar el monopolio de la representación municipal que históricamente habían ostentado los regidores, exigiendo transformaciones que sustentaban su legitimidad en ideales de participación política.102 Desde 1815 las formas de selección y participación en el gobierno de las repúblicas comenzarán a cambiar su base de legitimación, transformando progresivamente las viejas ciudades regidas por una corporación cerrada, en repúblicas soberanas, bajo un "sistema representativo” casuísticamente ajustado a las claves inveteradas de la tradición (religión de estado e intolerancia de cultos, modelo paternal de la máxima autoridad, rechazo del disenso político, etc). Los nuevos esquemas de representación no generaron, por lo demás, sustanciales cambios en cuanto al perfil de las elites dirigentes.103

La vía extraordinaria se conservará, sin embargo, para justificar modos acción institucional que, respondiendo a viejas lógicas, difícilmente encajaban en la nueva textualidad constitucional. La recurrente y difundida práctica de dotar de facultades extraordinarias a los gobernadores, permitirá conservar la vieja conmistión de justicia y gobierno, acercando los nuevos ejecutivos a los viejos intendentes. También ofrecerá argumentos para consolidar formas de “justicia expeditiva” en la campaña, bajo el argumento particularista de la "especialidad" de ese ámbito y la condición -degradada- de sus pobladores, superando así las posibles antinomias entre los reglamentos específicos y las fórmulas constitucionales.104

Todos estos rasgos, muchos de ellos comunes a las experiencias provinciales de la primera mitad del siglo XIX, darán forma a un orden cuyos actores políticamente relevantes no serían otros que un conjunto de “repúblicas extraordinarias”, usando la inmejorable denominación recientemente propuesta por Gabriela Tío Vallejo para el caso de Tucumán.105 Los testimonios que hemos analizado aquí, parecen indicar que en el momento más álgido de la revolución, más allá de los proyectos y de las leyes sancionadas por la Asamblea, vinieron a revalidarse una serie de determinaciones culturales sin cuya consideración cualquier análisis basado en una lectura textual de proyectos constitucionales, o demás instrumentos normativos, resulta irremisiblemente superficial.

Notas

1El presente texto es un desarrollo de la conferencia pronunciada en el marco de las V Jornadas de Trabajo y Discusión sobre el siglo XIX, Mar del Plata, en el panel “A doscientos años de la Asamblea de 1813”. Este trabajo se enmarca en el Proyecto HICOES: "Cultura jurisdiccional y orden constitucional: justicia y ley en España e Hispanoamérica III", DER2010-21728-C02-02

2Verdo, 2006, p. 90 para la cita textual (traducida aquí del original francés). Véase también Ternavasio, 2007, pp. 99-178. Para una síntesis del punto de vista estándar de la historia constitucional, Bianchi, 2007, pp. 57-76. Este punto de vista en detalle, González, 1962, pp. 181-204; Demicheli, 1955, I, pp. 135-289

3Ternavasio, 2007, 179-217. Para un panorama general sobre la Asamblea, Canter, 1947, 29-249

4Un balance reciente sobre los cambios de enfoque en ambas disciplinas, en el Dossier coordinado por Darío Barriera y Gabriela Tío Vallejo, 2012, pp. 23-205

5Portillo Valdés, 2012, p. 32

6Portillo, 2012, p. 33

7Son innumerables los trabajos que dan cuenta de las “pervivencias” en el campo jurídico durante la larga primera mitad del XIX. Para un enfoque teórico desde la historia crítica del derecho sobre la relación entre independencia política y orden jurídico, Garriga, 2010. Para ejemplos locales, véase Cansanello, 2003; Agüero, 2010a.

8Halperín Dongui, 1985 (1961; 2010), p. 115

9Meccarelli, 2009, pp. 493-494. La noción de la excepción como un espacio vacío de derecho, que remite a Agamben, 2003, p. 66-67, sólo cobra sentido dentro del paradigma constitucional contemporáneo. Sobre la excepción articulada como protección extraordinaria del estado, surgida de los procesos revolucionarios europeos, Cruz Villalón, 1980. Sobre la función de la dimensión extraordinaria en el juego de categorías jurídicas y políticas de la cultura tradicional, Hespanha, 1996, especialmente pp. 98-81

10Ejemplos de esta dinámica en Meccarelli, 1998, pp. 365 ss. Sobre el mismo argumento, Hespnaha 1993, p. 82.

11Una síntesis en Agüero, 2008, pp. 279-282 y 367-374

12De Benedictis, 2001, pp. 335-337

13Para esos caracteres en el derecho colonial, Agüero, 2012b, pp. 179-181

14Las bases doctrinarias de lo que se afirma en este párrafo pueden verse en Hespanha, 1996, Meccarelli, 1998 y 2009 (de donde hemos tomado las formulas citadas)

15 Archivo Municipal de Córdoba, 1969, pp. 468-471

16Así lo dirán las instrucciones del cabildo de Córdoba, por moción de su alcalde ordinario de segundo voto, como veremos más adelante. Sobre la relación entre religión y revolución, Di Stefano, 2004.

17Tío Vallejo, 2011, 21-77

18La apelación a la “Antigua Constitución” o al “derecho de gentes” para justificar las “potestades extraordinarias” (Chiaramonte, 2010), ofrecía un canal de expresión adecuado al contexto para este tipo de razonamiento propio del discurso jurídico tradicional. Véase también, sobre las facultades extraordinarias, el enfoque de Cansanello, 2003, pp. 190-192. Sobre carácter extraordinario de las experiencias provinciales venideras, da buena cuenta el libro coordinado por Tío Vallejo, 2011. La virtualidad jurídica de la categoría en un temprano testimonio novohispano puede verse también en Garriga, 2009. Para un enfoque institucional en la experiencia rioplatense, Tau Anzoátegui, 1961.

19Ternavasio, 2007, p. 197. Antes también la autora ha dicho: “Es llamativo que, durante el proceso judicial, los jueces no retomaron como parte de la acusación esta delegación de facultades al ejecutivo, aun cuando se refirieron de manera permanente a la sesión del 8 de septiembre por haberse prorrogado en ella la suspensión de las garantías individuales” (p. 196)

20Idem, pp. 181-182

21Sobre el sentido de estas fórmulas, una síntesis en Agüero, 2008, pp. 279-282

22"Juzguen en cualquier instancia según la verdad que hallaren probada... aunque haya falta en el orden del derecho", Vizcaíno Pérez, ([1781] 1979), p. 224

23Sobre la categoría del “notorio” en la tradición jurídica del Ius Commune, Ghisalberti, 1957, I, 403-451

24Meccarelli, 2009, 496

25Portillo, 2000; Lorente, 2010; Portillo, 2012; Clavero, 2013

26Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p. 81

27Clavero, 2013

28Con miradas no siempre convergentes, Peire, 2000; Di Stéfano, 2003 y 2004; Garavaglia 2007; Ayrolo, 2009

29A propósito del rigor con que se exigió el juramento, comenta Canter: “La Asamblea presumía de un liberalismo aparentemente nivelatorio; pero, en realidad se hallaba formada por un conjunto egregio y calificado que no toleraba discrepancias, dispuesto a estrangular cualquier rebeldía”, Canter, 1947, pp. 72-77

30Lorente, [1995] 2007, pp. 73-118, partiendo del estudio de largo alcance sobre el valor del juramento en la historia jurídico política de Occidente de Prodi, 1992. En cuanto al argumento de las limitaciones implícitas en el instrumento de propagación de la revolución, Di Stéfano ha señalado también de qué manera, durante los primeros años posteriores a 1810, al sacralizar la lucha revolucionaria, el discurso religioso también imponía sus condiciones y límites a las posibles derivas postrevolucionarias. Di Stéfano, 2004, pp. 118-126

31Ravignani, 1937, I, p. 6

32Con diferentes matices, la referencia a la religión católica como religión de estado aparece entre los proyectos y textos normativos de la primera década revolucionaria: Proyecto de enero de 1813, Cap. 4, art. 8; Proyecto de Constitución Federal de 1813, art. 45; Proyecto de la Sociedad Patriótica, 1813, Cap. 3, arts. 12 a 15; Proyecto de la Comisión ad-hoc, 1813, Cap. 3, arts. 1 a 3; Estatuto de 1815, Secc. I, cap. II, arts. 1 y 2; Reglamento provisorio de 1817, Secc. I, cap. II, arts. 1 y 2; Constitución de 1819, Secc. I, arts. 1 y 2 (http://www.cervantesvirtual.com/bib/portal/constituciones/)

33Véase, por ejemplo, Calderón-Thibaud, 2010, pp. 128-150, con reflexiones que pueden proyectarse al caso rioplatense.

34Lorente, [1995] 2007, p. 108. Recordemos que la célebre norma gaditana, en su artículo 12, establecía: "La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra".

35Fray Pantaleón García, último rector franciscano de la Universidad de Córdoba antes de que esta pasara al clero secular en 1807, otrora militante de la facción peninsular y célebre por sus sermones en defensa de la monarquía, en su Oración patriótica de 1814, pronunciada en la catedral cordobesa con motivo del cuarto aniversario de la revolución, “dispensó” a los cordobeses de los juramentos anteriores a Fernando VII. Cfr. Llamosas, 2011

36Lorente, [1995] 2007, p. 115

37Ravignani, 1937, I, p. 6

38El 15 de agosto de 1810 el cabildo había recibido juramento “acostumbrado conforme a derecho” del primer gobernador intendente interino nombrado por la Junta de Buenos Aires, Juan Martín de Pueyrredón (Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p. 77). Lo propio había ocurrido con Santiago Carrera, a quien el cabildo le tomó juramento el 17 de enero de 1812, dejando constancia que se procedía con él, del mismo modo que se había “verificado con los predecesores señores gobernadores” (Ídem, p. 97). Para las citas sobre la ceremonia de juramento para reconocimiento de la Asamblea, Archivo Municipal de Córdoba, 1967, pp. 11-14

39Individuos no es lo mismo que sujetos de derecho ni que personas, Clavero, 2013, pp. 214-217

40Archivo Municipal de Córdoba, 1967, p. 12-13

41Ídem, p. 14.

42Sobre la noción de representación identitaria, véase Costa, 1999 y 2004; Duso, 2003

43Véase sobre estos argumentos, Portillo, 2000; Lorente, [1995] 2007; Lorente y Portillo, 2012

44El fragmento ha sido citado y analizado en Verdo, 2006, p. 101.

45Sobre esa actitud de Laguna, Ternavasio, 2007, p. 132-133

46Por ejemplo, González, 1962, 205-245; Demicheli, 1955, II, pp. 251-270

47Ha señalado este sesgo en la historiografía Verdo, 2006, p. 90-92

48Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, pp. 104-105

49El impulso de la Asamblea a esa apertura aparecía en el decreto relativo a las instrucciones que podían dar los ciudadanos, como luego veremos.

50Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, pp. 105-117

51Con este tipo de análisis, Verdo ha sostenido que no es adecuado presentar a las ciudades del interior como replegadas en la tradición y enfrentadas a una “elite nacional” capitalina montada sobre la modernidad y que la única “fosa” que separaba ambos campos radicaba únicamente en la manera de concebir la soberanía, Verdo, 2006, pp. 102-103

52Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p. 115

53Ibíd.

54San Martino de Dromi, 1994, p. 2014

55Verdo, 2006, p. 103

56Martínez, 2011, pp. 88-99. Rasgo compartido por casi todos las experiencias constituyentes iberoamericanas, Martínez, 2013; Lorente-Portillo (dirs.), 2012, 85-111.

57Sobre la invocación a la “antigua constitución”, Chiaramonte, 2010. Por otra parte la autonomización de los argumentos jurídicos derivados del antiguo derecho a fin de sostener privilegios tradicionales, actuaría en numerosos textos como enlace historicista implícito sin necesidad de reivindicar el viejo orden monárquico. Algo similar ocurre con la doctrina religiosa y las enseñanzas bíblicas que pueden invocarse para encauzar la revolución sin necesidad de defender la organización eclesiástica colonial. Di Stefano, 2004.

58Lempérière, 2000, pp. 58-59. Sobre la relación entre este sentido de representación y la noción de mandato-poder, en contexto gaditano pero mirando a Nueva España, Lorente, [2006] 2010b, p. 109-127

59Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, pp. 105-117

60Sobre esa imagen tradicional del soberano, Mannori, 2007, p. 132. A esa imagen de soberano responderían los indultos, los premios, designaciones, pensiones, respuestas a quejas y peticiones, etc., que forman parte de la actividad cotidiana de la Asamblea, así como también en la adjudicación de la potestad para resolver recursos de segunda suplicación a la Comisión permanente de la Asamblea. Cfr. Canter, 1947, pp. 148, 248; Chaneton, 1947, p. 625. En sentido similar se ha sostenido que las Cortes de Cádiz actuaron más como un antiguo Consejo, dando respuestas a requerimientos particulares, luego generalizados, que desarrollando una iniciativa legislativa de carácter general, Lorente [2004], 2010b, pp. 38-39

61Palti, 2007 p. 255

62Ternavasio, 2007, p. 135, con remisión a Palti, 2007, p. 92

63Sieyès, [1789] 2003, p. 143. El desplazamiento pasaba por admitir o no un punto de partida individualista y voluntarista del orden político. Para este punto de vista, lo aporético no era el concepto de poder constituyente, sino la justificación historicista de la legitimidad hereditaria y tradicional o las apelaciones historicistas para sostener determinado orden político. Véase Thomas Pain, [1791], 1795, pp. 1-15. Esos argumentos de Pain circularon, como bien se sabe, en versión castellana adaptada, véase García de Sena, 1811, p. 64. De ello no se puede inferir que fueran seguidos. Sobre el sentido del artículo citado la declaración jacobina, Fioravanti, 1996, 68-69.

64Una aproximación plausible al problema de la “insuficiencia del poder constituyente en el mundo hispánico” en Lorente y Portillo (dirs.), 2012, pp. 85-108

65Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p. 105

66Sobre la relación entre civita, territorio y jurisdicción, Hespanha, 1993, p. 108-109

67Verdo, 2006, pp. 132-139

68Agüero, 2008, pp. 419-420; Vivas, 2012

69En dicha simplificación, “mero imperio” equivalía al poder de gobierno e imposición de penas aflictivas y “mixto imperio” a la facultad de adjudicación propia de los pleitos civiles. Sobre estas categorías dogmáticas en su formulación original, Hespanha, 1993, pp. 61-85. Sobre la circulación de sus sentidos simplificados en el orden colonial, Agüero, 2008, pp. 52-53. Sobre el concepto de soberanía relativa Calderón y Thibaud, 2010, p. 123

70Las instrucciones de La Rioja están fechadas el 4 de febrero de 1813, González, 1962, p. 234

71Ídem, pp. 217-218, para la comparación con los Artículos y la calificación de “inaceptables” para el sistema federal de las referidas instrucciones.

72Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p. 106

73Sobre esa calificación para Santiago Carrera, Segreti, 1995, p. 87; Carrera había sido designado gobernador intendente por el Primer Triunvirato, el 23 de diciembre de 1811.

74Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p. 115

75La sorpresa de Segreti sobre este posicionamiento de Carrera es bien significativa: "Carezco de elementos de juicio para saber si Carrera tuvo conciencia de que, en definitiva, pide el establecimiento de una especie de derecho de nulificación previo y la transformación de las juntas electorales -de provincias y subdelegaciones- en poco menos que órganos soberanos", Segreti, 1995, p. 87

76Sobre la construcción del ese nuevo sentido de la voz código en la cultura jurídica, Caroni, 2013; para los condicionamientos que la emergencia de este nuevo sentido debió enfrentar en el contexto de la Monarquía católica, Clavero, 1979.

77Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, p.115

78Ternavasio, 2007, p. 130-131

79Él apoyó la elección de Larrea y Posadas como diputados por Córdoba, con un argumento que luego aparecería en las sesiones de la Asamblea con motivo de la posible colisión entre intereses locales y generales. Agüero dijo que “si bien ambos son vecinos de la capital de Buenos Aires está seguro que tendrán en cuenta los derechos particulares de Córdoba y con preferencia los generales de la nación.” Segreti, 1995, p. 85

80Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, pp. 108-109

81Ídem, pp. 107-110

82Ídem, p. 116

83Sobre el sentido de la noción de "voluntad general" en el significado moderno de soberanía, Duso, 2007, pp. 67 y ss.

84Actas capitulares de Córdoba 1808-1813, 2010, pp. 117

85Archivo Municipal de Córdoba, 1967, p. 105-107

86Para el contexto colonial, Levaggi, 1991.

87Hemos analizado con cierto detalle este caso en Agüero, 2013b.

88Vale señalar que en la tradición jurídica de antiguo régimen la lex regia de imperio cumplía un doble papel normativo. Por un lado justificaba el poder del Príncipe, puesto que el pueblo le había entregado el imperio (traslatio imperii), pero por el otro servía también para defender los privilegios corporativos que se entendían protegidos por aquella “reserva” para cosas menores o, más propiamente, domésticas de los pueblos. Agüero, 2013a, pp. 145-161.

89Archivo Municipal de Córdoba, 1967, p. 115

90Hespanha, 2000, pp. 6-7

91Agüero, 2010a, pp. 3-5

92Archivo Municipal de Córdoba, 1967, p. 119.

93Decía el jurista castellano: "si el Corregidor, o su Teniente quisiesen de hecho executar alguna sentencia de pena corporal muy iniqua, è injustamente, sin embargo de apelación, deviendo otorgarla, que en tal caso, por causa del instante è irreparable peligro, podran con mano armada los Regidores estorvar è impedir la tal execucion", Castillo de Bovadilla, [1597] 1759, II, pp. 175-176

94Ibíd. Tras una larga serie de vicisitudes, con cambio de gobernador y designaciones interinas, el Directorio resolvió que se realizara una nueva elección para el cargo de defensor de menores. La elección tuvo lugar el 8 de julio y, sin esperar confirmación alguna, el cabildo puso en posesión del oficio y tomó juramento al electo, Benito Piñero. Archivo Municipal de Córdoba, 1967, p. 165-166

95Alberdi, [1852], 1993, p. 112

96Calderon y Thibaud, 2010, p. 98

97En términos de Constant, la “liberté des Anciens”, Verdo, 2006, p. 102

98Searle, 1997, pp. 49 y ss.

99Bajo una noción predominantemente material de constitución y con la inercia de las lógicas jurisdiccionales, las facultades extraordinarias de los gobernadores decimonónicos quizás se acercan más al sentido de la fórmula canónica de la plenitudo potestas que al estado kenomatico (Agamben, 2003, pp. 14-15) que presupone el estado de excepción como suspensión del orden constitucional.

100Discrepamos en este punto con Palti, 2007, p. 161, donde se afirma: “La ruptura del vínculo colonial trajo aparejadas, como vimos, alteraciones políticas irreversibles. Privadas ya las nuevas autoridades de toda garantía trascendente, sólo la voluntad de los sujetos podría proveerles un fundamento de legitimidad. Y ésta encarnaría en la opinión pública”. La afirmación no deja de tener algo de sesgo teleológico, si se considera que durante mucho tiempo las apelaciones a la naturaleza, a la providencia, a las enseñanzas bíblicas, etc. obturarán la emergencia de un orden basado exclusivamente en la voluntad de los sujetos y la opinión pública. Por otra parte, en estos primeros años revolucionarios, aquellas garantías trascendentes estaban en buena parte implícitas en el mismo discurso religioso con el que se procuraba asegurar la adhesión a la revolución. Cfr. Di Stefano, 2003, pp. 124-126

101Guerra, 1993; Chiaramonte [1997] 2007; Verdo, 2006; Calderón y Thibaud, 2010. Sobre la relación entre antiguos privilegios y federalismo, para México, Rojas, 2007, pp. 78-79. Una crítica sobre el posible teleologismo que encierra la lectura historiográfica de este lema, en Palti, 2007, pp. 77 y ss.

102Ternavasio, 2000; Tío Vallejo, 2011, pp. 30-31; Agüero, 2012a

103Sobre el “sistema representativo” que se hace compatible “con la defensa de la tradición hispánica y su irrenunciable respeto a la Religión y a los principios morales que de ella emanan”, así como con respecto a las claves del “legitimismo vernáculo”, Salas, 1998, pp. 165-172-507-518. Sobre esa transformación en Córdoba y su escaso impacto en la conformación de las élites, Ayrolo y Romano, 2001; Romano, 2002 y 2010; Agüero, 2012a

104Romano 2004, pp. 182-200; Agüero, 2010b, pp. 289-290

105Tío Vallejo, 2011

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