Anuario del Instituto de Historia Argentina, nº 13, 2013. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

ARTÍCULOS/ARTICLES

Los caminos de las palabras. La incidencia de las Ordenanzas de Alfaro en la jurisdicción de Jujuy, siglo XVII

María Cecilia Oyarzabal

Universidad Nacional de La Plata (Argentina)
mariac.oyarzabal@gmail.com

Cita sugerida: Oyarzabal, M. C. (2013). Los caminos de la palabras. La incidencia de las Ordenanzas de Alfaro en la jurisdicción de Jujuy, siglo XVII. Anuario del Instituto de Historia Argentina (13). Recuperado de http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAn13a01.

Resumen
El presente trabajo se propone analizar la incidencia de las Ordenanzas de Alfaro en la jurisdicción de Jujuy atendiendo a la circulación que las mismas pudieron tener en el mundo indígena. Desde un marco teórico adecuado, el análisis documental versará sobre las posibilidades de considerar la aplicación de las ordenanzas desde una perspectiva de historia cultural en un contexto multiétnico. De esta forma, se reconocerán procesos de imposición, apropiación y etnogénesis que interactuaron mediando en la conformación de nuevas identidades.

Palabras clave: Ordenanzas de Alfaro; Indígenas; Imposición; Apropiación; Etnogénesis.

The ways of the words. The incidence of the Ordenanzas de Alfaro at Jujuy’s jurisdiction, s, XVII

Abstract
The present paper’s aims to analyze the incidence of the Ordenanzas de Alfaro at Jujuy’s jurisdiction, regarding the influence that they could have had at indigenous realm. From a theoretical frame work, the study of the textual surces will focus on the possibility of analyzing the Ordenanzas from a multiethnic context of cultural History. Thus,processes of imposition, appropriation and ethnogenesis will be addressed, as they interacted mediating the formation of new identities.

Key words: Ordenanzas de Alfaro; Indigenous; Imposition; Appropriation; Ethnogenesis.


 

Introducción

El presente trabajo se propone adentrarse en algunos aspectos de las sociedades indígenas de la jurisdicción de Jujuy en el período colonial temprano. El análisis se centrará específicamente en la incidencia que la Visita y Ordenanzas hechas por el Oidor Francisco de Alfaro en el año 1612 tuvieron tanto en el ordenamiento general como en las percepciones identitarias de los grupos originarios. Dicho análisis abarcará un período que corre desde finales del siglo XVI a las postrimerías del siglo siguiente. Esta elección estriba en la posibilidad de reconocer algunas cuestiones previas a la Visita y a la vez detectar el uso que se hizo de las Ordenanzas por ella generadas como antecedente a la siguiente experiencia de ese tipo que llevó a cabo el visitador Luján de Vargas entre los años 1692 y 1694.

El corpus documental producido por Alfaro –en lo que refiere a las provincias del Tucumán- ha sido frecuentemente estudiado. Desde la historia del Derecho, Zorraquín Becú analizó la incidencia que las ordenanzas tuvieron en las leyes generales posteriores, principalmente en la Recopilación de 1680. En este sentido, el autor comprueba que la Real Cédula confirmatoria de las Ordenanzas que se expide en 1618 constituyó la base para elaborar muchas de las disposiciones relativas a los indígenas contenidas en la Recopilación de 1680; incluso, la mitad de ellas se convirtieron en leyes generales para las Indias en el devenir (Zorraquín Becú; 1965: 167). La historia social, por su parte, ha abrevado en las disposiciones expedidas por el oidor para dar cuenta de la problemática de la vigencia del servicio personal, las políticas de reducción, la desestructuración consecuente y la factibilidad de aplicar estas normas en los diversos espacios (Doucet, 1978, 1986; Lorandi, 1988; Farberman, 2002, 2008; Castro Olañeta, 2010). A la luz de esta perspectiva, el presente trabajo se propone –valiéndonos de un marco teórico interdisciplinario y a partir de nuevas miradas sobre las fuentes del período- reflexionar sobre la recepción, la circulación y el manejo que las Ordenanzas tuvieron en el medio indígena.

Las particularidades de cada espacio americano pueden relacionarse con las condiciones ecológicas, las productivas, los rasgos de las sociedades originarias que las poblaban y la impronta de los grupos colonizadores que en ellos se instalaron, entre otros factores (Palomeque, 2000). Estas condiciones perfilaron, además, la sociedad peninsular asentada en cada espacio y la hicieron susceptible de revisiones, ajustes y cambios de rumbo. La Visita se constituyó como una de las herramientas que cumplan este cometido.La misma atendía a la necesidad de consolidar las leyes y disposiciones vertidas desde la Corona y buscaba recortar el poder privado en teórico beneficio de la población originaria. La intención de estas disposiciones abrevaba, en un sentido general, en el ideal de civilizar a los indígenas según los parámetros de la época (Pagden, 1988). Esta idea se concatenaba, claro está, con necesidades más urgentes que estribaban en el manejo de la mano de obra y los recursos. La disposición de la población en pueblos de indios proveía la posibilidad de instruirlos en el catolicismo, meta teóricamente primordial de la empresa. Ya en 1567 Juan de Matienzos alentaba dicha práctica para “enseñar a los indios la policía humana para que puedan con más facilidad ser enseñados en nuestra santa fee Catholica” ya que “son grandes los inconvenientes que se siguen a los Indios de estar apartados y abscondidos así para lo que toca a su policía como para su conversión y asi lo primero que conviene lo que el visitador haga es visitar toda la tierra poblada y no poblada...” (Matienzos [1567], 1967: 31). Esta iniciativa se concretó en el año 1612, cuando el oidor Don Francisco de Alfaro visitó las tierras correspondientes al Río de la Plata, Paraguay y Tucumán.

El cuerpo de las Ordenanzas muestra disposiciones que atañen al servicio personal, al movimiento de los indígenas en el espacio y a la organización de los pueblos de indios, entre otros muchos puntos. Estas normas, derivadas de la experiencia y observación de Alfaro en el territorio, pueden brindarnos un interesante panorama sobre la estructura de las relaciones interétnicas en las primeras décadas del siglo XVII. Sabemos que el simple análisis de un corpus de leyes es una visión extremadamente parcial sobre ellas. Serán la circulación, la aplicación, las respuestas que generen en la población lo que les brinde entidad y relevancia. En este sentido, comprobamos que los intentos de implementar las Ordenanzas de Alfaro en el espacio tucumano generaron un airado rechazo de parte del sector encomendero. Particularmente, los apartados que tocaban al servicio personal fueron fuertemente cuestionados por su carácter contrario a los intereses privados. Las condiciones marginales de la zona en contraposición al núcleo central del imperio aparecen como argumentos compartidos por los poderes locales de todas las ciudades del Tucumán. En este sentido, se desoirá la ley que aparece como una imposición de la Corona por sobre los intereses del sector encomendero y el sistema del servicio personal se mantendrá en todo el Tucumán hasta finales del siglo XVII (Agüero - Oyarzábal, 2013: 270-282).

Ahora bien, no todos los puntos tocados por Alfaro contaron con la misma recepción. Las fuentes que se ocupan de los indígenas en lo relativo a la composición familiar, la circulación en el espacio, la adscripción al suelo hacen uso frecuente de las mismas y otorgan a la figura de Alfaro un papel de suma importancia. Creemos que es posible identificar una segunda lectura de las mismas con efectos perennes en la sociedad colonial. Valorar esta dimensión nos permitirá no solo pensar en la adecuación de las ordenanzas en el territorio sino también reflexionar sobre algunos aspectos de las pautas de sociabilidad presentes en el mundo colonial. El análisis que proponemos busca a la vez presentar un marco teórico que nos acerque a la temática propuesta y el acercamiento al caso jujeño a partir del análisis de dos tipos de fuentes principales: la documentación producida por Alfaro y expedientes judiciales donde las mismas tienen un papel central. Para el estudio y abordaje de esta temática nos valdremos de un marco teórico adecuado que nos permita repasar los procesos que se llevan a cabo en el seno de estas sociedades. La propuesta que subyace a nuestra reflexión estriba en la necesidad, por parte de los investigadores, de pensar la pluralidad de variables que entran en juego en este tipo de estudio. La práctica cultural en el contexto de conquista está en un permanente juego de oposiciones: la organización social, las relaciones de género, los sistemas de creencias y del imaginario, lo material y lo subjetivo se verán trastocados y accionarán para generar nuevos sistemas. La normatividad colonial será un instrumento de suma injerencia en este proceso. Específicamente, podemos plantearnos que el uso de las Ordenanzas fue una herramienta para las reconfiguración de la identidad étnica y territorial. En este sentido, la utilización de categorías analíticas de campos interdisciplinarios adecuadas nos permitirá reflexionar sobre esta temática.

La teoría del control cultural

La identidad de los pueblos se forma gracias a la confluencia de un vasto corpus de elementos. En el contexto de choque (Gruzinski: 1991) que conllevó la conquista, un sinnúmero de variables interactuaron para crear una cultura profundamente mestiza (Poloni Simard: 2006) Para abordar este proceso, la teoría del control cultural explicitada por Guillermo Bonfil Batalla (1988) puede ser de suma utilidad. La misma busca delimitar los rasgos que convierten a determinado grupo étnico en sí mismo y a la vez explicitar cuáles son los procesos que distinguen a este de otros grupos étnicos, sobre todo en un contexto de dominación colonial, como es el caso que nos ocupa. Se trata de proponer una relación significativa entre grupo y cultura que permita entender la especificidad del grupo étnico y la naturaleza de la identidad correspondiente (Bonfil Batalla, 1993: 3).

La etnicidad es un fenómeno a la vez objetivo y subjetivo. El concepto de control cultural que explicita el autor permite, en este sentido, construir un modelo global en el que “el grupo, la cultura y la identidad se relacionan internamente y, al mismo tiempo, puedan entenderse en su relación con otros grupos, sus identidades y sus culturas”. (Bonfil Batalla, 1988:5) El signo específico de un determinado grupo radica su capacidad de controlar cierto número de elementos distintivos de lo que se denomina “cultura propia”. (Bonfil Batalla, 1988:5) No sería posible enumerar los elementos en cuestión; nos resulta útil, en cambio, analizar los diversos campos en los que pueden clasificarse. Los elementos materiales son -en palabras del autor- “todos los objetos en su estado natural o transformados por el trabajo humano, que un grupo esté en condiciones de aprovechar en un momento dado de su devenir histórico” (Bonfil Batalla, 1988: 5). El acervo de las sociedades se complementa con otro tipo de elementos que podemos denominar inmateriales; estos son los de “organización” y “conocimiento”, que no requieren mayor explicación; y aquellos elementos de orden “simbólico” y “emotivo”, los primeros referidos a los códigos atinentes a la comunicación intergrupal, y los últimos, que también pueden denominarse “subjetivos”, que se constituyen por las representaciones colectivas, las creencias y los valores. (Bonfil Batalla, 1988: 6).

La situación de conquista invariablemente entraña la convivencia de elementos culturales propios (aquellos que se han recibido como patrimonio cultural y los que produce el grupo social) con otros ajenos (que forman parte de la cultura del grupo que éste no ha producido ni reproducido). Se denomina imposición al proceso por el cual el grupo conquistador introduce elementos culturales ajenos a la sociedad conquistada. Las formas de imposición pueden ser por medios velados o manifiestos, a través del consenso o la fuerza. Frecuentemente la conquista y la imposición vienen de la mano de un proceso de supresión, que es la acción por medio de la cual “el grupo dominante prohíbe o elimina espacios de la cultura propia del grupo subalterno”, ya sean elementos o capacidad de decisión sobre los mismos. (Bonfil Batalla, 1988: 16)

Esta relación adquiere un sinnúmero de formas: Para desentrañarlas, recurriremos una vez más a Bonfil Batalla, que nos provee de las herramientas necesarias para esquematizarlas. El autor considera que una cultura es impuesta cuando el grupo no tiene control sobre los elementos ni sobre las decisiones que a ellos atañen. En cambio, cuando determinado grupo alcanza la gerencia sobre elementos culturales ajenos y los convierte en objeto de decisiones propias se considera que estamos ante un caso de cultura apropiada.

La práctica de la cultura es el soporte de la pertenencia étnica pero no es la mera descripción de esta la que provee identidad al grupo. El territorio donde habita, los circuitos que en él se frecuentan, la relación con la naturaleza y el orden sobrenatural que a través de ella se expresa son algunos de los atributos que debemos tener en cuenta. En este sentido, los traslados y la desestructuración generalizada que experimentaron la población originaria pueden ser leídos como un proceso de supresión e imposición. Los ejemplos se multiplican: la imposición de una nueva estructura política, la aparición del castellano entre las lenguas propias, un sinnúmero de elementos de la cultura material y el proceso conquistador en sí mismo con su carga de violencia se concatenan en un vasto proceso. El grado de decisión que pudieron tener los indígenas sobre el manejo de estos recursos nos puede dar una idea de las posibilidades de control cultural que tuvieron y consecuentemente reflexionar sobre las dinámicas de cambio en las sociedades del Jujuy colonial.

Nos encontramos con dos procesos culturales complementarios, que nos parecen especialmente interesantes para analizar: la construcción del colectivo indígena por sobre las diferencias étnicas prehispánicas (Mörner, 1989: 161) y la apropiación, por parte de los indígenas, de las ordenanzas que pudo contribuir a ese proceso. La práctica judicial, aquella que desde el poder colonial atañe a indígenas, es un factor de homogeneización étnica.En este sentido, el uso de las ordenanzas hizo que las diversas etnias de omaguacas, casabindos, ocloyas, churumatas (por nombrar solo algunas) quedaran desdibujadas bajo el término de “indios”. Este tipo de mecanismos, de un dinamismo y de un alcance inconmensurable, abrevaron en diversas fuentes; por eso, pensamos que apenas podremos vislumbrar una arista de un proceso mucho mayor.

Es preciso reconocer la práctica judicial como una instancia de comunicación y diálogo. Las diversas disposiciones, su circulación, recepción, interpretación y resemantización por parte de los actores sociales formaron un entramado sobre el que descansaron –o pugnaron- la cotidianeidad y el ordenamiento social. Este proceso entraña, además, una multiplicidad de aspectos, y los modela a la vez que es moldeado por ellos. Relaciones de hegemonía, subordinación o solidaridad, estrategias de supervivencia, expresiones de consenso, negociación o rebeldía conviven en la práctica de justicia en su sentido más amplio: aquel que fluctúa entre las instituciones y la cotidianeidad, el mundo peninsular y el indígena, las ciudades y sus términos. Son estas las relaciones más silenciadas por las fuentes; su abordaje, condicionado por límites imprecisos, por testimonios cargados de sutilezas. Intervienen en este proceso diversas vías de comunicación mediadas por lenguajes diferentes, pletóricos de significantes, espacios de encuentro, de desencuentro y de creación. A ellos nos referiremos a continuación.

Los canales de la comunicación indiana

Lo que subyace a este análisis, es –como ya hemos sugerido- el discurso jurídico que circula, lo que se sabe del mismo, lo que se pone en práctica. Consideramos que este, en cuanto a sistema de significantes, está mediado por un sinnúmero de expresiones de sentido vigentes entre los agentes de la conquista y resignificadas en el contexto americano. Cualquier instancia de esta índole se ve marcada por interferencias dictadas por la distancia cultural. Sabemos que la justicia interétnica en el espacio americano está signada por la disociación que implica la divergencia entre escritura y oralidad. Esta primera división tan tajante tuvo, no obstante, un sinnúmero de códigos paralingüísticos que completaron el proceso. Las imágenes, los gestos, los sonidos melódicos constituyen sistemas de significación que interactúan con la lengua (Barthes: 1965).

Oralidad y escritura presentan diferencias de carácter intangible. Walter Ong considera que los pueblos orales atribuyen un poder sobresaliente a las palabras. Como vehículo distintivo de la comunicación, adquieren un poder cuasi mágico (1987), poder que la palabra pierde al ser empleada por alguien habituado a una cultura escrita. Mientras que el texto escrito implica tiempos diferenciados para escritura y lectura, “el texto vocal lleva consigo la simultaneidad de la presencia de los sujetos que intervienen en la comunicación” (Zires Roldán, 1994: 24). Esta condición de oralidad presente en el mundo americano caracterizó la interacción interétnica y la práctica judicial. Así, la información tan primordial para repensar las pautas de sociabilidad americana en las que se inscribe la Visita estuvo supeditada a variables distintivas, entre las que se inscribe el rumor. Este no debe ser visto meramente como un agregado de datos sino como una diversidad de negociaciones de roles entre los diversos actores sociales en un marco colectivo (Zires Roldán, 1994: 25). La circulación de la información adquiere en cada nuevo interlocutor significados específicos que se traducen en una resemantización permanente del mensaje.

La distancia cultural que entrañaban las diferencias idiomáticas no fue soslayada por el poder colonial. En Real Cédula del 3 de julio de 1596 se hace llegar la disposición a la Audiencia de Charcas de que “los indios hablen la lengua castellana y se procure ponerles maestros...” (Enciso Contreras, 2005: 583). Esta intención estriba en que: “se han entendido que en la mejor y más perfecta lengua de los indios no se puede explicar bien ni con su propiedad los misterios de la fe, sino con grande ábsonos e imperfecciones”. El término que marca las intermisiones es -según la aclaración de Enciso Contreras- una corrupción del latín “absonus”: disonante; discordante; contrario al decoro, voz que a su vez deriva de “absone”, que remite a mal sonido, con discrepancia, malamente. Evidentemente, el etnocentrismo del escriba nos priva de reconocer las sutilezas de las lenguas indígenas, pero nos alerta de la alteridad que signa la comunicación interétnica. Los conceptos empleados en cada uno de los corpus lingüísticos pueden haber tenido divergencias sensibles, plausibles de no ser percibidas por los agentes coloniales. O aun ante la constatación de la diferencia, difíciles de subsanar, herederas de sistemas culturales disímiles, con concepciones tangencialmente discordantes.

El idioma predominante en el mundo ideal de la conquista, lo sabemos, era el castellano. El esfuerzo evangelizador llevó, sin embargo, a un nutrido grupo de agentes de la Iglesia a estudiar el quechua, la lengua general del Perú, que fue considerada el medio de comunicación por excelencia para con los indígenas. La experiencia de los doctrineros recomienda impartir la enseñanza del catolicismo en esta lengua, ya que la pluralidad de idiomas presentes en el obispado haría imposible la tarea. En este sentido, debemos saber que la difusión del quechua entre la mayor parte de la población fue resultado del dominio colonial (Martorell de Lanconi. 2001: 69-81). Esta política veló diferencias lingüísticas e hizo oídos sordos a un complejo universo semántico que quedó en la zona gris de la incomunicación interétnica. En el caso de los documentos judiciales, podemos ver que ello compete al diálogo entre el funcionario judicial y los testigos. La oposición no se limita a una díada de elementos: los testigos pueden ser ladinos en la lengua española pero no por eso se deja de explicarles por medio de intérpretes.

En este contexto, lo escrito y lo oral se oponen en un doble sentido: además de las particularidades apuntadas, sendos códigos se corresponden a conquistados y conquistadores, a españoles e indígenas; en definitiva, a quienes dictan las normas y quienes deben cumplirlas. Existe una subordinación que es objetiva y otra que apela a los términos del ideal social. En este contexto, el papel, lo escrito adquiere un valor esencial, cargado de sentido, en virtud de ser un instrumento con un uso restringido y plenamente vinculado al poder. El pregón, que en la ciudad de Jujuy aparece habitualmente en voz de mulatos, constituye el vehículo por excelencia de la palabra consignada por escrito que se transforma en un mensaje oral. Bien sabemos, sin embargo, que el pregón es intrínsecamente urbano. Podemos suponer que los canales de la oralidad y el rumor creaban ámbitos de circulación que excedían las vías “oficiales”, las fronteras y los espacios delimitados jurisdiccionalmente, aunque los testimonios aislados no permiten hacer una reconstrucción certera en este sentido. Sí podemos afirmar que la figura del oidor -a través de la visita- era un vínculo de cercanía del indígena inserto en un medio rural para con el marco institucional colonial, proceso que convierte a aquél en un mediador fundamental en el proceso de crear una sociedad mestiza.

Este abismo aparente estaba cruzado por diversos puentes que salvaban las distancias. Gabriela Sica relata el ritual de posesión de las tierras comunales de Tilcara:

“Siguiendo las costumbres de la época, la entrega de los papeles iba acompañada de un ritual de posesión en el que se nombraban los mojones y linderos de la propiedad, se arrancaba pastos, se lanzaban piedras y se cortaba el aire con una espada. El cacique Don Felipe Viltipoco, en nombre de su pueblo, fue el encargado de realizar el ritual y conservar los papeles que fijaban la posesión” (Sica, 2008:327).

Así, este tipo de rituales se integra por diversos elementos que corresponden a ambas mentalidades. Sin embargo, podemos pensar que las divisiones en estos casos no son tajantes: el imaginario medieval está repleto de símbolos que exceden la literalidad de un documento escrito. La gestualidad, en este caso mediada por símbolos diferentes, une ambos sistemas culturales.

Si volvemos a lo apuntado sobre la idea del control cultural, podemos afirmar que los sistemas de símbolos son otros de los elementos en pugna en la instancia de “choque cultural”. Los discursos y los silencios, los sistemas de referencias de unos y otros, los esfuerzos decididos y los involuntarios, todos convergieron formando un intrincado tejido con resultados heterogéneos, puesto que, como sintetiza Serge Gruzinski: “Todas las etapas de la comunicación desde la emisión y la recepción, son constantemente perturbadas” (2000: 87). Creemos que, en este contexto, las Ordenanzas son canales de acercamiento, plausibles de ser esgrimidas según las necesidades. Su carácter de normas dictadas sobre el territorio, que se ocupan del sector indígena atendiendo a las particularidades regionales, fruto de la Visita y del empadronamiento, genera una instancia de proximidad (Barriera, 2012) entre la población originaria y el funcionario real.

La visita de Alfaro y la provincia del Tucumán

La que más tarde se consolidaría como la jurisdicción jujeña presentaba, a la llegada de los españoles, un patrón de asentamiento numeroso. Este espacio estuvo desde el principio en estrecho contacto con el ámbito de Charcas. Las posibilidades diversificadas de producción que brindaban los diferentes biomas dieron lugar a complejas relaciones de intercambio entre grupos que habitaban la Puna, los Valles y las Yungas. Los primeros pueblos de indios se fundaron a finales del siglo XVI; en algunos casos coincidieron con asentamientos preexistentes y en otros, se los fundó dentro de encomiendas. Este proceso estuvo signado por la primacía de los intereses privados, que sellaron el destino de las comunidades a partir de fragmentaciones y traslados en pos de los intereses propios. A este espacio se opuso durante el siglo XVII el que se extendía más allá del piedemonte oriental, la frontera bélica signada por las incursiones de los indios del Chaco y chiriguanos (Sica-Sánchez, 1993 y 1997; Sica 2006: 190).

Las Ordenanzas dictadas para la provincia del Tucumán velan algunas precisiones puntuales que obedecen a las singularidades de los diversos espacios. En términos generales, pero especialmente para el caso jujeño, podemos apreciar cómo la incidencia de las ordenanzas vendrá a paliar la desestructuración operada en los primeros decenios de presencia peninsular en aquellas tierras. En las postrimerías del mismo siglo, la visita de otro funcionario, el oidor Luján de Vargas, nos brinda una dimensión de la incidencia que la gestión precedente había tenido en este espacio. Para los años 1692 y 1693, la región presentaba profundos contrastes y se apreciaba una profunda desestructuración en Córdoba y Catamarca, con indígenas organizados en pequeños grupos dispersos, mientras que en un punto opuesto, Santiago del Estero y Jujuy, prácticamente la totalidad de la población indígena estaba reducida en pueblos de indios (Farberman, 2008). En términos generales, podemos aseverar que en toda la jurisdicción el sector privado se mantuvo con prerrogativas especiales que incidirían profundamente en la desestructuración de las comunidades indígenas y en la vigencia del servicio personal (Castro Olañeta, 2010).

El asentamiento de los indígenas en el territorio -como hemos mencionado- fue una de las preocupaciones fundamentales de la visita de Alfaro. Muchas de las ordenanzas nos dan una pauta de ello. Las reducciones debían ser hechas en las propias tierras de los indios, de acuerdo con el temple y teniendo en cuenta que pudieran acceder al agua, la leña, el pescado y tener posibilidades de instalar sus sementeras. El ideal que se proponía al indígena apuntaba a encaminarlo a labrar las tierras y tener bueyes para ellos, “Y hacer vestido, de manera que en todo se vayan introduciendo en decencia y policía cristiana” (Aldea Vaquero, 1994: 516). La idea del asentamiento en el espacio propio venía de la mano de la idea de comunidad cristiana y la vida tal como las entendía el ideario peninsular. Esto se traducía en la concepción de la unidad familiar como célula básica de la pretendida sociedad.

Una realidad concreta la constituía el hecho de que no todos los indígenas estaban sujetos a un pueblo de indios o territorio. Desde el siglo anterior, un problema constante consistía en la emigración voluntaria o forzada de indios a otras regiones, de donde generalmente no volvían. Particularmente el polo minero de Potosí atrajo importantes cantidades de mano de obra oriunda del ámbito jujeño. Ya en 1586 –comprueba Zorraquín Becú- el gobernador Ramírez de Velazco resolvió crear un alcalde de sacas en cada ciudad, para tomar cuenta de los indígenas que eran enviados a otras jurisdicciones y exigir su retorno. Pedro de Mercado Peñaloza volvió a dictar otra ordenanza en el mismo sentido, lo cual hace suponer el incumplimiento de las anteriores. (1965: 178-179). Las reglamentaciones alfarianas también se ocupan del tema: “se manda que en ningún pueblo haya indios de otro, so pena al indio que faltare de su reducción de veinte azotes; y al cacique, de cuatro pesos para la iglesia cada vez que lo consintiere” (Aldea Vaquero, 1994: 516).

La apropiación

La visita del oidor, el empadronamiento de los indígenas bajo su supervisión generaron un acercamiento de las instituciones de la Corona a los pueblos de indios, al espacio dominado por la naturaleza y por aquellos que han convivido con ella desde tiempos inmemoriales. Consideramos que el uso selectivo de las ordenanzas es una forma de apropiación de las mismas por parte de la población de la gobernación, y en particular de Jujuy. Su circulación en el ámbito indígena -apeladas desde sectores encomenderos o no- puede haber generado un proceso de apropiación sobre el nuevo territorio y de las prácticas impuestas por Alfaro. Evidentemente, con el correr del tiempo, el impacto de la figura del visitador cobró relevancia entre los naturales. En su análisis de la subsecuente Visita de Luján de Vargas en Santiago del Estero, Judith Farberman comprueba que los indígenas no sólo denunciaban los abusos más directos por parte de los encomenderos sino que precisaban aspectos referidos a la ausencia de elementos de la liturgia o al mal estado de las instalaciones eclesiásticas (Farberman, 2002: 72). Sin contar con testimonios tan decididos, podemos suponer que, tras los primeros traslados en el espacio, el asentamiento definitivo por parte de la visita pudo proveer a los indígenas de un resguardo y a la vez generar nuevos elementos identitarios.

Como ya se ha sugerido, la diversidad de elementos que se concatenan para formar la identidad de un grupo entran en pugna y adquieren nuevo vuelo. La lectura habitual de los documentos nos familiariza con el término “natural”. Paradójicamente, hemos naturalizado el término, aquel que se utilizó por antonomasia para denominar a todos los grupos originarios americanos. Mas allá del uso sustantivo del vocablo, podemos comprobar que adquiere diversas connotaciones en la documentación. Muy tempranamente tenemos testimonio de ello. En las Ordenanzas dictadas para la ciudad en el año 1594 se advierte sobre el perjuicio que trae aparejado sacar a los indios naturales al Perú, ya que de este modo se “desnaturalizan”. Esta acepción entraña la posibilidad de que los individuos tienen características esenciales que el nacimiento y la vida en un espacio determinado conllevan. El ausentamiento generaría procesos negativos que se intenta evitar. Ello estaría signado por el temple de unas y otras regiones, según algunas de las ordenanzas de Alfaro, aunque existen otras variables que se tienen en cuenta: En este sentido, las mismas disposiciones aclaran que “si están casados, se olvidan de su mujer y vuelven a contraer matrimonio”. Hasta aquí contamos con un primer acercamiento al problema planteado a partir de las fuentes forjadas en suelo americano. La consulta al Diccionario publicado por Sebastián de Covarrubias en 1611 puede darnos una idea de las acepciones que primaban en ese momento en la península:

“Naturaleza, es propio vocablo español y significa lo mismo que natura. Algunas veces vale condición y ser como Fulano es de naturaleza fuerte.
Natural: todo aquello que es conforme a la naturaleza de cada uno. Hijo natural, el que no es legítimo ni tampoco bastardo. Natural de Toledo el nació y tiene su parentela en Toledo. Natural se opone a artificial.
Naturalizarse, hacerse natural de algún reino por privilegio.” (Covarrubias, 1611: 561)

Entre las diversas acepciones del término que contempla la obra de Covarrubias nos interesan dos rasgos particulares. En cuanto al vocablo “natural”, aparecen la cualidad vinculada al espacio: “natural de Toledo, el que nació y tiene su parentela en Toledo”. y la que adjudica al término un propósito de acción: naturalizarse es hacerse natural de algún reino “por privilegio”. En el primer sentido podemos apreciar cómo la pertenencia al grupo parental es una condición homóloga al nacimiento en un lugar determinado, la segunda acepción pone el acento en que la posibilidad de naturalizarse es esencialmente un privilegio.

Las disposiciones alfarianas cuentan con la prerrogativa de naturalizar a los indígenas. La documentación que se refiere a Alfaro otorga esta cualidad a la visita y el empadronamiento, y aparentemente deja a un lado el nacimiento, relativizando el papel del grupo parental y otorgando el ambiguo privilegio de naturalizar a los indígenas en otra tierra que no es la propia. El oidor comprueba que la gobernación cuenta con un importante número de indígenas descendientes de indios del Perú, llegados ya sea con las primeras entradas o “sacados de malocaso haber servido mucho tiempo a españoles o conventos y iglesias han perdido memoria de su natural” (Aldea Vaquero,1988: 505). Entonces, aquellos indígenas que, se estima, han “perdido memoria o no conocen su natural”, serán naturalizados en el espacio donde los encuentre el visitador, atendiendo a su conveniencia y partiendo de la suposición de que la prolongada estadía en las ciudades ha generado en ellos que sean más “naturales dellas” que de sus pueblos de origen (Aldea Vaquero, 1988: 505). Estos múltiples sentidos del término nos sumergen en este mundo de desestructuración y pervivencia (Lorandi, 1997), donde se prevén segundas instancias de naturalización y se aúnan o entran en tensión intereses individuales y colectivos, públicos y privados, indígenas y peninsulares.

El problema de la reducción indígena no se limita a una problemática local. En 1609, la Audiencia con sede en la ciudad de La Plata se preocupa por ello ante la evidencia de que un gran número de indígenas oriundos del Tucumán se encuentran en la provincia de los Charcas. Esta población flotante -estimada en la imprecisa cifra de tres o cuatro mil individuos- deja, según las preocupadas autoridades, en su lugar de origen a sus mujeres legítimas para volver a casarse y vivir en pecado mortal en su nuevo destino. Esta realidad, atribuida a que en ese espacio no están sujetos a ningún curaca ni encomendero, sólo será revertida gracias a una visita y tasa de la población indígena del Tucumán. Entretanto, se dispone que aquellos indígenas que lleven menos de 14 años viviendo en la jurisdicción sean compelidos a volver a su región de origen, sea esta el Tucumán o Paraguay, mientras que aquellos que estuviesen asentados en los Charcas más de 14 años puedan optar por seguir allí o volvera su terruño (Archivos Tribunales de Jujuy, Caja 2, legajo 26).

La desorganización en los mecanismos de sujeción indígena de las primeras décadas de ordenamiento peninsular en la zona, entonces, fue revertida por la injerencia del visitador Alfaro. Una de las acciones propuestas fue la capacidad ya mencionada del funcionario de naturalizar a los indígenas en el lugar en el que hubieran sido tasados. Este argumento aparece frecuentemente en fuentes judiciales del período. La encontramos en un reclamo de derechos sobre yanaconas traídos del Perú una generación atrás. En 1655, Martín Alonso acude a la Real Audiencia de la ciudad de La Plata arguyendo estas razones:

“...es público y notorio que el dicho mi padre vino a esta ciudad donde trujo cantidad de indios y los tubo en su chacara de Palpalá que eran del mesmo Piru y del señor doctor don Francisco de Alfaro visitador que fue desta provincia y quando visito esta provincia visito la chacara de dicho mi padre y en ella los dichos indios y los naturalizo en la dicha chacara.” (ABNB- EC1655-3)

Evidentemente, los intereses individuales constituyen un motor poderoso a la hora de buscar argumentos que satisfagan las pretensiones propias. Sin embargo, podemos pensar que la aplicación reiterada de estas ordenanzas sobre casos particulares pudo repercutir en la apropiación de estos criterios por parte de todos los grupos implicados. Específicamente, la peculiaridad de los repartimientos jujeños a la que nos hemos referido dejó hondas secuelas en los grupos originarios, como en el caso de los churumatas, trasladados y apartados durante las primeras décadas de ocupación colonial (Doucet, 1993; Sica, 2008).

El mundo colonial procuró por diversos medios mantener a los naturales asentados en el espacio. Esta política obedecía a una necesidad tendiente al manejo de la mano de obra por la dominación pero se orientaba además a asegurarse una herramienta de legitimidad. En este sentido, es dable considerar, siguiendo a Antonio Hespanha, que “el sentido del espacio pasa a conformar la mentalidad social y a participar, junto a otros aparatos culturales, en una labor de inculcación ideológica, especialmente de difusión de los valores socialmente dominantes y de constitución de una determinada imagen del orden social. Amén de realidad significante, la división política del espacio es también un instrumento de poder” (Hespanha, 1993:170). Esta necesidad de mantener a la población indígena cerca de los puntos reconocidos se reforzó con otras Ordenanzas, que reglamentaban que aquellos indios que sean empleados para el traslado de ganado o el tráfico de carretas no podían ir más allá del primer pueblo contiguo al suyo.

Como ya sugerimos, el ordenamiento de la sociedad estaba mediado por la circulación de los discursos, por la apelación selectiva a determinadas leyes, por el margen de autonomía que pudieron tener los diversos sectores. Cuando nos referimos a la normativa atinente a la población originaria, es posible considerar que estamos ante un proceso de control cultural en el que los diversos elementos impuestos por el grupo conquistador son resistidos o apropiados. En términos creemos que en el largo plazo hubo una asimilación de elementos culturales ajenos, resemantizados y transformados en elementos propios del mundo mestizo que se seguirá reformulando. Un repaso por algunos casos judiciales nos dará pauta de ello.

En el año 1629, se presenta ante el juez mayor de la ciudad de Jujuy el Padre Cristóbal Rodríguez de Salazar en nombre de su hermano Juan Rodríguez -ya difunto-, encomendero de la región (ATP, Caja 4, leg. 35). El pleito que presenta el Padre Rodríguez de Salazar estriba en la posesión de un indio llamado Inacio que reside en la encomienda de Alonso de Tapia, quien se niega a devolverlo. La raíz de este conflicto nace con Inacio, ya que este es hijo de Lupay, indio de la encomienda de Rodriguez, y de Tilaime, india encomendada a Tapia. Los conflictos de esta índole están contemplados específicamente en las Ordenanzas: según lo plasmó en las mismas, Alfaro manda que “por el daño que la experiencia ha mostrado que resulta de admitir probanzas en materia de filiaciones de indios y por ser así de derecho, declaro que los hijos que fueren de indias casadas se tengan por del marido sin que se pueda admitir probanza de lo contrario. (...) Item los hijos de las indias solteras hayan de seguir y sigan el pueblo de la madre” (Aldea Vaquero, 506).

La validez y la vigencia de estas Ordenanzas están plenamente reconocidas por ambas partes. A lo largo del documento que ha llegado a nuestras manos, lo que se intenta probar es si lo padres de Inacio están casados o no.En este sentido, el Padre Cristóbal Rodríguez argumenta: “decir que los hijos que no son legítimos no siendo casados por la iglesia respondo a esto que en ley divina y natural son legítimos porque estos indios estuvieron casados en ley natural y vinieron al cristianismo de conformidad y no tuvieron otras mujeres más de esta...”. A lo que contrapone Alonso de Tapia: “A VM pido y suplico sean examinados los testigos que presentare en esta causa por el tenor deste interrogatorio que presento para que dello conten solo la verdad de mi justicia sin lo falsamente alegado por la parte contraria que se verifican a no solo haber estado casados según la ley natural sino tampoco en la divina pues murieron infieles como con esta razón la dicha información por lo que se me debe adjudicar el dicho yndio a mí”. Alonso de Tapia refuerza su postura arguyendo que Alfaro había censado a Inacio en el pueblo de Paipaya correspondiente a su encomienda: “el dicho yndio es natural del pueblo de Paipaya que corresponde a su encomienda, fue allí empadronado por Alfaro y es hijo de una india soltera que pertenece a su encomienda”.

El pleito se extiende y los testigos indígenas desfilan ante las autoridades exponiendo la dudosa filiación del hijo, la mala voluntad del Lupay para con Tilaime, el posible amorío de esta con un indígena de su propia encomienda... Los argumentos -claro está- responden al interés de quien presenta a los testigos. Los relatos toman como base las Ordenanzas para probar el matrimonio o la filiación pero a partir de esta base se despliegan diversas apreciaciones de orden moral, religioso y social que tenemos que pensar que se moldean en este contexto y que son compartidas por los actores sociales. A partir de esto, podemos concluir que entre los actores sociales aquí presentes (funcionarios, encomenderos, hombres de la Iglesia, indígenas encomendados y de ciudad) existe un reconocimiento generalizado de las Ordenanzas en lo que respecta a la organización familiar. Por otra parte, es preciso pensar que sobre la base de este reconocimiento se despliega un amplio movimiento de circulación de elementos culturales susceptibles de ser procesados por todas las partes intervinientes.

El modelo familiar peninsular, su relación con un espacio determinado, ese patrón fundamental para la organización colonial constituyen elementos culturales que se irradiarán –directa o indirectamente- en el ámbito indígena. En un caso presentado ante la Audiencia en el año 1644, atinente a un indígena que se ha casado fuera de la jurisdicción de su encomienda y pide permanecer en el pueblo de su esposa, nos encontramos a la encomendera afectada apelando a las Ordenanzas, recordando que las mismas determinan que es la mujer quien debe trasladarse al pueblo del marido y no lo contrario (Oyarzábal, 2013). Los elementos culturales en pugna son múltiples, y es difícil cualificar a través de las fuentes la versatilidad de las valoraciones por parte de los actores sociales. Sin embargo, en términos generales, podemos apreciar cómo las estrategias de unos y otros traen a colación múltiples elementos que se sumarán para caracterizar el mundo mestizo que nos ocupa.

Conclusiones

Como ya sugerimos, la Visita y las Ordenanzas pueden verse dentro del conjunto de elementos culturales que bien ha definido Bonfil Batalla. Los mismos, como parte de la cultura impuesta, pueden convertirse en herramientas de configuración de una cultura propia, en el mediano o largo plazo. A la vez, si nos atenemos a casos como el citado por Farberman sobre las quejas ante el visitador por la falta de elementos del culto, podemos aseverar que hay una apropiación de las mismas con una voluntad de garantizar la supervivencia. Otro ejemplo que nos permite pensar el poder de la figura de Alfaro en la esfera indígena lo constituye el dato de que el mismo ratifica –entre otras autoridades coloniales y el propio Rey- la propiedad de las tierras reclamadas por el cacique Viltipoco en las cercanías del pueblo de Tilcara (Sica, 2006: 201).

La diversidad de etnias presentes en el espacio tucumano quedó homologada en el tiempo bajo la denominación común de “indígenas”. Es posible pensar que las Ordenanzas, entre otros muchos factores, pudieron haber sido algunos de los mecanismos por los cuales se llevó a cabo este proceso. Es necesario otorgarle a todo ello una dimensión en el largo plazo, ya que consideramos que la identidad étnica requiere un núcleo mínimo de valores compartidos o complementarios, que arraiga en una concepción del mundo básica y común y se expresa en ciertas normas que hacen posible la convivencia (Bonfil Batalla, 1988: 16). Un reconocimiento propio como “indio” en términos genéricos, al vislumbrarse en las ordenanzas la identificación con un espacio que no es el original, junto a otros marcadores identitarios como la adscripción a un encomendero o cofradía, reconfiguró, más allá de la división en pueblos o naciones, una nueva identidad étnica (Zanolli, 2005; Sica, 2008). El discurso presente en la región que opone indios amigos a indios hostiles, en este caso homologados a chiriguanos, las etnias del Chaco y los calchaquíes, también puede brindar elementos de creación de una nueva identidad.

Como venimos sugiriendo, hablar de una sociedad mestiza es referirnos a acercamientos y distancias y a la multiplicidad de entrecruzamientos que entre ambos puntos se producen. La sociedad que nos ocupa se muestra a nuestra visión a través de hendijas; en este caso, los documentos judiciales. La actuación de testigos indígenas ante los funcionarios de la Corona expone ciertos elementos de distancia cultural. El pasado se trae a colación validando percepciones y prácticas. Los testigos concluyen sus testimonios aclarando “que no es enseñado ni industriado ni amedrentado ni pagado a que haga esta declaración y dice lo que sabe de cierta y noticia como yndio de los antiguos...” (Testimonio de Pablo Lamaxa, ATPJ, Caja N° 4, Leg. 35, 13v.). Estas palabras, que pretenden reforzar lo fidedigno del testimonio, dejan entrever la vigencia de lo ancestral como rasgo identitario y legitimador, más allá de lo indígena en cuanto a categoría jurídica.

Hay una relación profunda entre la reconfiguración espacial que promulga Alfaro en cuanto a la desestructuración previa que puede incidir en la identidad indígena ya que la relación individuos-espacio y el fuerte vínculo tierra- pertenencia-identidad son tópicos que no pueden soslayarse a la hora de estudiar estos procesos. Consideramos con Thomas Abercrombie( 1991:20) que la adscripción étnica es una “atribución de identidad” que concierne mas a las necesidades y las estrategias originadas en las relaciones de dominación que con una esencia inalterada. Es este un universo subjetivo, atravesado por diversos códigos, lenguajes, sensibilidades pero cimentado indiscutiblemente en el contexto de conquista. Consideramos preciso, abocarnos a la tarea de vislumbrar este espacio de creación y resemantización para brindar una dimensión que contemple la pluralidad de procesos que gestaron la sociedad colonial.

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