Anuario del Instituto de Historia Argentina, vol. 16, nº 2, e021, octubre 2016. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

 

DOSSIER
Claves para volver a pensar las culturas políticas en la Argentina (1900-1945). Perspectivas, diálogos y aportes

 

Cultura católica y política en el período de entreguerras, mito, taxonomía y disidencia1

 

José Zanca

CONICET - Universidad de San Andrés - Centro de Estudios de Historia Política, Argentina
jzanca@udesa.edu.ar

 

Cita sugerida: Zanca, J. (2016). Cultura católica y política en el período de entreguerras, mito, taxonomía y disidencia. Anuario del Instituto de Historia Argentina, 16(2), e021. Recuperado de http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAe021


Resumen
¿Existe una cultura política católica? A lo largo del siglo XX los laicos y la jerarquía eclesiástica se asociaron a distintas ideologías. Podemos encontrar reformistas católicos en el gobierno de Roque Sáenz Peña (1910-1914), nacionalistas de distintas vertientes en los años treinta, antifascistas durante la Segunda Guerra mundial, católicos peronistas y antiperonistas, y liberacionistas en los convulsionados sesentas y setentas. A este enmarañado cuadro debemos sumarle las relaciones que se establecieron entre religión y cultura, es decir, las formas en las que ambas esferas se rechazaron y se atrajeron, se adaptaron y se combatieron. Si bien se han postulado hipótesis que enfatizan la continuidad de matrices de comportamiento –el integralismo, el mito de la nación católica–, el concepto de cultura política resulta más pertinente para sobrevolar las fronteras estrictamente ideológicas, y analizar qué apropiaciones, vínculos y formas de ser en el mundo permitieron la convivencia de tan diversos grupos en un mismo espacio, su reproducción a lo largo del tiempo y sus conflictos internos. Este artículo pretende explorar los distintos rostros de la cultura política católica en el período de entreguerras, para rastrear aquellos aspectos que permiten hablar de identidades y disidencias.

Palabras clave: Iglesia católica; Catolicismo;Integralismo; Religión; Cultura política.


Catholic culture and politics in the interwar, myth, taxonomy and dissent

 


Abstract
Is there a Catholic political culture? Throughout the twentieth century the laity and the hierarchy were associated with different ideologies. We can find Catholic reformers in the government of Roque Saenz Pena (1910-1914), different kinds of nationalists in the thirties, anti-fascists during the Second World War, Catholic Peronists and anti-Peronists, and liberationist in the convulsed sixties and seventies. We must add to this conflictive picture, the relations established between religion and culture, i.e., the ways in which both areas were rejected and were attracted, adapted and fought. While hypotheses that have been postulated emphasizes the continuity of matrices of behavior -the integralism, the myth of the Catholic nation-, the concept of political culture is more relevant to overfly the strictly ideological boundaries, and analyze what appropriations, links and ways of being in the world allowed the coexistence of diverse groups in the same space, reproduction over time and internal conflicts. This article aims to explore the different faces of Catholic political culture in the interwar period, to track those aspects that allow to speak of identities and dissidence.

Key words: Catholic Church; Catholicism;Integralism; Religion; Political Culture.


Definiciones y problemas de una cultura política católica

La introducción de la perspectiva cultural en distintas áreas del quehacer historiográfico se ha revelado como una de las canteras más productivas de los últimos veinte años. Si bien esta novedad no estuvo exenta de críticos, nostálgicos de una historia social tributaria del estructuralismo o de una historia política menos autónoma de los determinismos económicos, no cabe duda que las perspectivas culturales han abierto una nueva traza y diálogo entre la historia y otros campos disciplinares como la antropología, los estudios de la cultura urbana y la crítica literaria, sólo por citar a algunos. En ese derrotero, la mirada de CliffordGeertz sobre “la cultura como texto” marcó un hito en la construcción de un marco teórico en el cual se insertaronestas nuevas perspectivas (Morán, 2010). En un texto fundante (publicado originalmente en 1964, incluido en La interpretación de las culturas, de 1973), Geertz desafiaba la miradas predominantes del mundo académico de los años sesenta, para introducir una definición de lo ideológico que discutía tanto con el funcionalismo parsoniano(teoría de la tensión) como con el determinismo marxista (teoría del interés). Desde su perspectiva las ideologías funcionaban como sistemas simbólicos, “fuentes extrínsecas de información en virtud de las cuales puede estructurarse la vida humana”, es decir

mecanismosextrapersonales para percibir, comprender, juzgar y manipular el mundo. Los esquemas culturales –religiosos, filosóficos, estéticos, científicos, ideológicos– son ‘programas’; suministran un patrón o modelo para organizar procesos sociales y psicológicos, así como los sistemas genéticos proveen un correspondiente modelo de la organización de procesos orgánicos (Geertz, 1973, 189)

Sostenía que estos sistemas tenían un valor en sí mismo, y no meramente un papel “compensatorio” como definía el funcionalismo, ni componían una “falsa conciencia” como lo interpretaba el marxismo. Los sistemas culturales, centrados en la metáfora como mecanismo cognitivo, aparecen en esta lectura como entramados que interpelan a la sociedad y le ofrecen formas plausibles de autocomprensión.

La expansión de la perspectiva culturalista llegó también a los estudios sobre el catolicismo (Clark y Kaiser, 2003; Menozzi y Moro, 2004; Roy, 2013). Mucho antes lo había hecho con el resto de las religiones. Sin embargo, las dimensiones políticas de la Iglesia católica en Argentina y el propio discurso “culturalista” de ciertos segmentos de la teología latinoamericana desde fines de los años setenta habían dificultado una aproximación interpretativa de sus prácticas y discursos2. Pensar al catolicismo como una religión –y no como una organización meramente política–, distinguir las acciones de los fieles de los objetivos de la jerarquía fueron mojones en un camino de profunda transformación de la mirada sobre un mundo complejo y variado. Los espacios sagrados, las concepciones religiosas y las devociones comenzaron a observarse desde puntos de vista que deben mucho a la historiografía social y cultural francesa, y a la microhistoria italiana, lo que permitió abordar aspectos –como sus connotaciones socioeconómicas a nivel local o la incidencia en las prácticas concretas del mestizaje cultural y espiritual– que mucho nos han enseñado acerca de la religiosidad efectivamente vivida desde el período colonial y decimonónico en adelante. La prensa periódica católica dejó de ser meramente utilizada como fuente, para comenzar a ser considerada un objeto de estudio, y se han dado pasos importantes en pos de una historia social del periodismo católico y del público lector, de las estrategias editoriales y de los aspectos materiales de su producción (Di Stefano y Zanca, 2015).

A diferencia de otras tradiciones –de izquierda, conservadores, o el nacionalismo político– los católicos no se reunieron en torno a un conjunto de premisas programáticas tan precisas. Proponemos entonces analizar cuáles fueron las características y articulaciones de las diferentes subculturas políticas católicas. Esta distinción intenta rescatar la ausencia de un centro programático claro, así como los espaciosos márgenes en los que se movió la teología política del período de entreguerras. Si, por ejemplo, es cierto que el magisterio de la Iglesia había condenado al liberalismo–como los sectores integralistas no se fatigaban en repetir–, quedaba abierto el debate sobre qué aspectos de ese liberalismo –y de qué liberalismo se hablaba– eran irreconciliables con la fe. Sostenemos como hipótesis que, más que una cultura política católica homogénea, fue a través del diálogo entre estas subculturas–identificadas en distintos trabajos con el nacionalismo, el conservadurismo, las derechas e incluso el fascismo– por donde circuló el debate político-religioso. Esta red de significados se había tejido a lo largo de dos décadas, a través de organizaciones de hombres, mujeres, jóvenes y niños, publicaciones de carácter intelectual y diarios de circulación masiva, libros baratos y proyecciones de cine piadoso. La cultura católica –en la que circulaban diversas miradas sobre lo político– era una trama de significados y prácticas semióticas a través de las cuales los católicos entendían y actuaban en la esfera pública3.La construcción de una identidad católica tuvo un efecto aparentemente paradójico,separó a los católicos en una esfera autónoma, y reforzó una distinción secularizadora en contra de la cual se había rebelado buena parte de sus intelectuales y publicistas.

Las prácticas como texto

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado argentino se reacomodaron en las últimas décadas del siglo XIX a medida que este último consolidó sus atributos. El establecimiento de un “pacto laico” durante la década de 1880, si bien profundizó la distinción entre las elites católicas y las “liberales”, no lo hizo al punto de afianzar clivajes políticamente significativos (Di Stefano, 2011). El programa laicista de muchos liberales retrocedió a medida que sus angustias confluyeron con la de los católicos en temas tan sensibles como la cuestión nacional y la cuestión social. Ya entrado el siglo XX, en el ocaso de la república conservadora, los católicos se perfilaron al interior de las fuerzas que buscaban regenerar el sistema político. La incorporación de relevantes figuras del “partido católico” (una entidad que, en forma significativa, nunca había existido) al saenzpeñismo empezó a generar escozor entre los sectores más radicalizados del liberalismo local, aquellos para los cuales la frontera entre lo religioso y lo secular, lejos de flexibilizarse, debía avanzar hacia los terrenos en los que estaban adentrándose las naciones más ilustradas de la Tierra (Castro, 2008).

La aparición de una cultura católica –marco necesario para la aparición de la figura del intelectual católico– fue el producto de una interacción entre laicos y jerarquía, que se perfiló en la década de 1910 y se aceleró en la década de 1920. Si bien es posible explorar sus amplias afinidades con el nacionalismo, es necesario también subrayar sus profundas diferencias. En las primeras décadas de siglo XX se desarrolló una cultura católica vigorosa. Y su emergencia estuvo íntimamente vinculada al proceso de secularización. Sobre el particular, las ciencias sociales han debatido en extenso en los últimos años. A los efectos de este trabajo, es importante señalar que la secularización entendida como la creación de un espacio para lo secular implicó la invención de un espacio específico para lo religioso (Taylor, 2007). Para que fuera posible la circulación de ideas, emblemas, prácticas y programas de acción, los católicos debieron desarrollar formas diferenciadas de sociabilidad. Dado que la cuestión religiosa fue en forma intermitenteel eje de conflictos públicos, esos espacios fueron más o menos fluidos desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. A partir de la crisis del liberalismo, diferentes segmentos del catolicismo comenzaron a desarrollar ámbitos de sociabilidad propios y estables, en donde el catolicismo fue el eje convocante4.El moderno concepto de laico católico surgió del proceso de separación de esferas y construcción de la Iglesia en el siglo XIX. En un régimen de cristiandad, todos aquellos que no están consagrados al culto, son en principio laicos. Una nueva acepción surgió con la politización del catolicismo. El laicado emergió como un recorte del universo de los ciudadanos que ya no podían identificarse con el todo, sino sólo con aquellos que se alineaban, ahora, con la defensa de los derechos de la Iglesia. Esa primera generación de notables católicos –José Manuel Estrada, Pedro Goyena, Tristán Achával Rodríguez, Manuel D. Pizarro– desplegó su identidad religiosa en el marco del orden conservador. Su catolicismo se mestizaba con una lectura que se pretendía “no sectaria” del liberalismo, y sus fuentes ideológicas abrevaban en la tradición del catolicismo liberal europeo. En términos de relaciones de fuerza dentro del campo religioso, los católicos del ochenta sostenían un vínculo de paridad con sacerdotes y obispos, en los resabios de un modelo de relación en vías de extinción. En él, la Iglesia había sido un mosaico propiedades de las familias que formaban la elite de las provincias coloniales y postindependientes. El proceso de construcción de la Iglesia católica implicó su conversión en una entidad controlada por los que, desde ese momento, se trocaron en sus “auténticos” dirigentes, la jerarquía de obispos a nivel local, cada vez más controlada por Roma. A medida que los consagrados ganaron autonomía dentro de la estructura eclesiástica, y fueron socializados en un modelo educativo romano, sus lazos con la sociedad se mediatizaron. Su verdadera familia fue, a partir de ese momento, la Iglesia. A medida que el clero se recortó sobre el fondo de una Iglesia que se iba diferenciando del Estado y la sociedad, los laicos católicos se convirtieron en militantes políticos de lo religioso. Organizaciones como losCírculos de Obreros Católicos y la Liga Democrática Cristiana a principios del siglo XX mostraron las primeras apariciones públicas de estos dos actores, en donde tempranamente pueden percibirse las tensiones entre el laicado y sus pastores (Blanco, 2008; Castro, 2008; Vidal, 2010).

A comienzos de la década de 1920 se crearon diversas organizaciones católicas, en las que un renovado espíritu de cruzada juvenil aspiraba a terminar con el anquilosado mundo de sus mayores. En términos análogos al impulso juvenil antiimperialista surgido de la Reforma Universitaria de 1918, pero con un sentido político diverso, una generación de jóvenes con aspiraciones intelectuales instituyeron los Cursos de Cultura Católica. Su núcleo fundador –que conservará ese papel por muchos años– estaba formado por jóvenes nutridos de un pensamiento vagamente restaurador y que, en general, compartía la retórica de cambio –un tanto vacía de contenido– de las sociabilidades surgidas del clima reformista posterior a 1918 (Bergel y Martínez Mazzola, 2010). Opuestos a las derivas de la Reforma, los jóvenes de los Cursos no podían eludir el espíritu de regeneración de la época, al que le sumaban la religión como un ingrediente central. No obstante, la jerarquía no tenía un lugar claro para los católicos letrados de la primera posguerra. Esto implicó que la conducción de los Cursos estuviera en manos de los laicos, aun cuando tuvieran que someter muchas de sus decisiones al censor eclesiástico. En una sociedad en la que la ampliación del sufragio y la masificación de la cultura se hacía carne día a día, la intervención de los intelectuales en la esfera pública y el perfil de católico que proponían se volvían cada vez más significativos. Las prácticas y lógicas propias de la sociedad de masas descentraron la arena de combate por la definición de lo religiosamente correcto, que ya no se daba sólo en ámbitos tradicionales –como la parroquia–sino que se trasladó a un escenario mucho más amplio, en el cual se disputaba con armas sobre las cuales la jerarquía no ejercía –ni podía ejercer– el monopolio que sí ejercía en la determinación de su estructura interna.

Las diversas manifestaciones de la crisis de la cultura política liberal en Europa permitieron la emergencia de ámbitos de sociabilidad novedosa y formas de intervención pública ajustados a la política de masas. El catolicismo venía ensayando estas formas de intervención, de las cuales el Congreso Eucarístico Nacional de 1916 fue una de sus primeras exitosas expresiones. En la década de 1920, comandadas por el ascendente Miguel de Andrea, las organizaciones del laicado que aún se mantenían independientes –aunque respetuosas– de los mandatos de la jerarquía, fueron convocadas a integrarse a una supraorganización, la Unión Popular Católica Argentina (UPCA). Este intento por reducir a los laicos a la unidad no dejó de generar tensiones. La polémica figura de monseñor Miguel de Andrea y su fallido intento por convertirse en arzobispo de Buenos Aires desataron un conflicto que respondía en parte a la redefinición que Roma quería darle a las relaciones entre las Iglesias nacionales y los Estados, pero también, y en buena medida, a una interna eclesiástica producto de los jirones que en el propio laicado había dejado una política en extremo “autoritaria” del propio prelado.

Durante la década de 1920, el catolicismo ensayó múltiples estrategias de intervención pública. A diferencia de la década posterior, obispos y sacerdotes debieron aún negociar con los laicos la forma en que se defenderían los “derechos de la fe” cristiana en el contexto de una sociedad cada vez más compleja. No estaban exentas, en ese sentido, las prácticas políticas propias del régimen liberal, como la creación de organizaciones partidarias. Llegada la década de 1930, y quebrados los ensayos partidarios –y la fe que muchos católicos habían puesto en la república verdadera–, las opciones al liberalismo pasaron a formar parte del debate público de una cultura católica cada vez más afianzada. La concreción de una organización de laicos unificada y de cobertura nacional marcó el éxito de una estrategia que buscaba reducirlos a la unidad, controlarlos, dirigirlos y también aislarlos de la cada vez más influyente cultura mundana. La creación de la Acción Católica en 1931, con base en el modelo italiano de división de edades y género, permitió el encuadramiento y la activación pública de un segmento de la ciudadanía que, en muchos casos, no tenía otro medio de participación política. Mujeres, jóvenes y niños encontraron en la militancia católica una primera escuela de participación. El crecimiento de las organizaciones del laicado fue exponencial en los trece años que van desde 1930 a 1943. El número de afiliados en las cuatro ramas de la Acción Católica (varones, mujeres, jóvenes y adultos) en 1932 era de aproximadamente unos 20 mil y trepó a los 60 mil en 1943 (Acha, 2010). Las parroquias de la ciudad de Buenos Aires se triplicaron en la década, y pasaron de 40 a 119 entre 1928 y 1945 (Lida, 2015). La Asociación de Niños de la Acción Católica Argentina pasó de contar con 2500 afiliados en 1936 a duplicar esa cifra para 1940 (Rubinzal y Zanca, 2015).

El crecimiento organizativo del laicado católico llegó a su cenit en octubre de 1934, con motivo de la celebración en Buenos Aires del Congreso Eucarístico Internacional. El mismo contó con la participación de delegaciones e importantes personajes de la jerarquía romana, en torno a los cuales se promovía un verdadero “culto a la personalidad”. El “día del Papa”, la difusión de imágenes y reseñas de la vida de obispos y arzobispos, y la celebración de los aniversarios de la consagración sacerdotal se convirtieron en una práctica habitual en las publicaciones católicas de la época (Bianchi, 2002). Para los años de 1930, los espacios de sociabilidad del catolicismo estaban ampliamente consolidados. A éstos se sumó un importante despliegue público, que si bien no había nacido en esta década, mostraba la exitosa incorporación de las estrategias propias de la cultura de masas. El Congreso Eucarístico Internacional de 1934 consolidó al catolicismo como una fuerza política de presencia masiva, que había logrado escenificar una impactante movilización a través de la cual podía afirmar la catolicidad del pueblo argentino, la legitimidad de las autoridades religiosas para guiarlo, y la marginalidad de los segmentos laicistas y anticlericales de la opinión pública.

Esa era, en realidad, la lectura que una enfervorizada jerarquía católica hacía de las imágenes de octubre de 1934. La profundidad política del evento quedaba abierta a la polémica. Si bien la masividad de la presencia pública de lo religioso era un dato insoslayable de la política de los años treinta, no fue tan clara su transformación en un programa efectivo de reformas para modificar, por ejemplo, las pautas del "pacto laico" argentino. El despliegue de las masas católicas no parece haber impedido, por ejemplo, que el electorado de la ciudad de Buenos Aires consagrara en los comicios para concejales del 4 de marzo de 1934 nada menos que al Partido Socialista como primera fuerza, uno de los más consecuentes en su proyecto de laicización de las instituciones. Si bien el socialismo perdió su hegemonía en el Concejo Deliberante luego del levantamiento de la abstención de la Unión Cívica Radical en 1935, en las elecciones de 1936 siguió manteniendo un expectante segundo lugar (Privitellio, 2003). El catolicismo de los años treinta, sin embargo, se convirtió en un actor ineludible del campo político, más allá de sus capacidades reales. Conservó un poder de veto sobre ciertos aspectos (divorcio, separación de la Iglesia y el Estado) pero no logró, por lo menos en esa década, avanzar mucho más allá de la incorporación de la educación religiosa a las legislaciones provinciales de algunos distritos. Todavía en 1934, días antes del Congreso Eucarístico Internacional, el Consejo Nacional de Educación festejó con un gran desfile de alumnos frente al monumento a Mitre el cincuentenario de la ley de educación 1420, un ícono del laicismo5. Los cuestionamientos al liberalismo tenían una traducción más pedestre en el ámbito de la política local. Las situaciones provinciales fueron escenarios de un clima de radicalidad en el que los católicos intervinieron, en especial, en torno al “problema” escolar. En el caso de Santa Fe, la gobernación demoprogresista de Luciano Molinas impulsó una ley de educación neutralista en materia religiosa, lo cual reactivó al movimiento católico en su contra. El experimento terminó con la intervención federal de 1935, la restitución de la constitución provincial de 1900 y la ley de educación de 1886 (Mauro, 2010). En Córdoba, el arribo a la gobernación de Amadeo Sabattini fue tomado con hostilidad por los católicos, que denunciaban su tolerancia frente el comunismo y las actividades de grupos anticlericales. A diferencia de estos dos casos, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco, concitó las expectativas de muchos católicos que veían en sus políticas centradas en la familia y la religión, la transformación de un conservadurismo de carácter laicista en un socialcristianismo "popular". Su difuso programa social católico parecía cristalizar en políticas económicas, sociales y educativas, aun cuando representaba para los grupos demócrata cristianos, un ejemplo de una peligrosa derecha, y para los católicos nacionalistas, un hombre del antiguo régimen reconvertido por el cambio de clima ideológico

Distintas instituciones y organizaciones eclesiales y paraeclesiales organizaron eventos masivos, y las tradicionales procesiones adquirieron un carácter festivo y recreativo a lo largo de la década (Mauro, 2010). Un masivo público católico se convirtió también en una clientela atractiva para las industrias culturales. Es sintomático que un diario de marcado tono anticlerical como Crítica, no incluyera ninguna referencia a las masivas reuniones del Congreso Eucarístico de 1934 durante todo el mes de su celebración. Sin embargo, sí pululaban entre las publicidades del popular periódico las ofertas de distintos “recuerdos” (medallas, reproducciones de imágenes, cruces) a los que podían acceder los fieles. Otros periódicos como Noticias Gráficas, también en muchos casos distantes del catolicismo, dedicaron amplias coberturas del evento, con suplementos especiales plagados de imágenes. Por cierto, la revolución editorial de la entreguerras tuvo en el caso del catolicismo sus propias singularidades y redes de transmisión. El caso más paradigmático es, sin duda, el de la editorial Difusión, dirigida durante décadas por Luis Luchía Puig. Él y sus hermanos –en especial Agustín, sacerdote asuncionista– participaron desde muy jóvenes en los círculos de estudios Santa Filomena de Palermo, vinculados a la parroquia San Miguel Arcángel, de monseñor Miguel de Andrea. Allí se daban cita, no sólo los hermanos Luchía Puig –Luis, Horacio, Félix y Agustín– sino también figuras prominentes del catolicismo como Samuel W. Medrano y Juan B. Podestá. Estos encuentros buscaban organizar a los jóvenes para combatir la presencia protestante vinculada a las obras de William Morris. Luchía Puig intentó imitar desde muy temprano el exitoso modelo de la Maison de la BonnePresse, creado por el asuncionista Emmanuel d'Alzon, que había logrado en Francia a través de La Croix combinar masividad y alta calidad literaria. Hacía finales de la década de 1910, los Luchía Puig empezaron a publicar La novela del día, que buscaba contrarrestar la presencia de La novela semanal, con sus expresiones “crudas” en términos sexuales (Sarlo, 1985). La lista de novelistas publicados por los hermanos Luchía Puig formaban el catálogo de la literatura católica de la entreguerras, Hugo Wast (Gustavo Martínez Zuviría), Manuel Gálvez, Delfina Bunge e incluso Matías Sánchez Sorondo. A fines de esa década,Luchía Puig fundó la editorial Bayardo. En los años de 1920 incursionó en la industria cinematográfica, como distribuidor de películas cuyo contenido se oponía a la prédica socialista. En el catálogo de la década de 1920 puede percibirse que se aplicaba –a la hora de decidir sobre la distribución o publicación– un criterio católico. Por eso, en 1922 Bayardo se dedicó a la venta y distribución de la enciclopedia de Espasa, dado que en ese aspecto se diferenciaba de otras menos comprometidas con lo religioso. A fines de 1929, Luis y FelixLuchía Puig lanzó la editorial Propaganda moderna, una sociedad destinada a editar revistas de inspiración cristiana. De esta iniciativa surgió el diario Aconcagua, y la revista Fémina ilustrada. La experiencia de Propaganda moderna llegó hasta 1936, cuando Aconcagua y la misma editorial debieron cerrar por motivos económicos. Los Luchía Puig lanzaron en ese momento Difusión, su experiencia más recordada. Luis intentó sin éxito que el arzobispo de La Plata –Monseñor Alberti– y el gobernador Fresco aportaran a la iniciativa. Tampoco el cardenal Copello los ayudó en metálico, pero al menos les otorgó un mediano reconocimiento, al permitir que Agustín Luchía Puig (para ese momento sacerdote) funcionara como asesor eclesiástico. Quedaba claro–en palabras del biógrafo de Luis Luchía Puig– el poco aprecio que Copello tenía por la cultura como una vía de penetración social del catolicismo “…el cardenal […] no se inclinaba mucho por estas formas de apostolado y prefería invertir tiempo y dinero en la erección de templos en arquidiócesis” (Álvarez Lijó, 1981,139). A pesar de sus iniciales dificultades, Difusión se planteó como la competencia de las editoriales populares, Claridad y Tor. La iniciativa creció rápidamente dado que logró sustituir exitosamente a los editores españoles –impedidos de mantener sus circuitos comerciales por el estallido de la Guerra Civil en 1936– y vectorizarse a través de las redes que formaban los colegios y parroquias, en donde los libros de Difusión encontraron un público ávido, y el respaldo –aunque fuera meramente la garantía de su ortodoxia– por parte de sacerdotes y obispos. Al igual que sus competidoras, Difusión exportó libros a toda Latinoamérica y abrió locales en el exterior. El crecimiento del negocio de Difusión le permitió a los Luchía Puig soñar con la adquisición de Crítica. Si bien las negociaciones con Salvadora Medina Onrubia fracasaron, el ensayo habla de la audacia y las perspectivas que la editorial tenía en su crecimiento inmediato. Para 1943,Difusión comenzó a publicar el Digesto Católico, una especie de Reader Digest confesional, una compilación de notas de diversa extensión, que tenía claramente una inclinación demócrata cristiana, y se alineaba con las corrientes político religiosas que ganaban terreno en Europa. Para 1945 Difusión compró la editorial Moly y amplió su local. En ese mismo año editó la revista Estrada, en donde participaron jóvenes, muy jóvenes demócratas cristianos. La publicación de una homilía de Agustín Luchía Puig en la que cuestionaba la candidatura del candidato Juan D. Perón llevó a que el Arzobispado de Buenos Aires prohibiera su lectura en toda la diócesis. Se trató de una medida poco frecuente y que marcaba el nivel de conflictividad interno que vivía el catolicismo en los años de la Segunda Guerra. En síntesis, el ejemplo de Difusión y su alma mater, Luis Luchía Puig, muestra la experiencia de un editor que tenía clara conciencia de que el negocio de la propagación de “la verdad” podía darse por canales “no ortodoxos”. Por eso lo encontramos en reiteradas oportunidades recurriendo a impresores socialistas, dado que sus honorarios eran menores. Su idea de “difusión de la verdad”, por otro lado, contemplaba la necesidad de vender libros baratos para el público de bajos recursos, y ejercer desde allí una especie de “guía moral”.

La masiva difusión de libros católicos no era la única estrategia a través de la cual circulaba el discurso del laicado. El diario El Pueblo se convirtió en una empresa dirigida al público de masas, para lo cual debió desplegarlógicas de interpelación análogas a las del resto de la prensa masiva. Buscando competir con los diarios más importantes de la época, El Pueblo se modernizó y actualizó, siguiendo estrategias similares a la de sus competidores –La Nación, La Prensa– intentando involucrar a sus lectores, convirtiéndolos en difusores del diario, generando toda una batería de servicios que giraban en torno a la publicación (Lida, 2012). A su vez, acostumbró a sus lectores a valorar positivamente los adelantos técnicos y el progreso material, a esperar que sus editores respetasen las reglas del juego propio de la opinión pública y, por supuesto, a encumbrar a figuras como las de monseñor Gustavo Franceschi, Virgilio Filippo, Julio Meinvielle o el costarricense Luis Barrantes Molina, quienes se convirtieron en referentes de este nuevo campo cultural.

En síntesis, un primer corolario de esta prospección sobre las estrategias y prácticas de los católicos en la esfera pública es el alto grado de disposición a incorporar herramientas y prácticas modernas para llevar adelante el proyecto de ampliar su presencia en la cultura de masas. Más allá de un discurso profundamente antimoderno, antiliberal y que entrecomillaba constantemente el sentido del término democracia, los laicos se lanzaron a la conquista del espacio público sin temor a que sus organizaciones se “contaminaran” con el barro de la ciudad moderna. Veremos ahora en torno a qué ejes giraba el discurso que circulaba por esas iniciativas.

Una cultura de palabras

Hombres y mujeres del campo católico se lanzaron a dar una batalla en el plano cultural desde las primeras décadas del siglo XX. La formación intelectual de los laicos se volvió un tema acuciante después dela Primera Guerra. El intento de organizar una Universidad Católica Argentina entre 1910 y 1920 había fracasado, dado que las autoridades nacionales se negaron a convalidar los títulos emitidos. La conquista “cultural” de la sociedad, sin embargo, no aparecía como la principal estrategia de la jerarquía católica en la década de 1920. Que el episcopado ubicara a monseñor De Andrea –que no ocultaba en sus arengas un profundo antiintelectualismo- a cargo de la fracasada UCA demuestra el poco aliento que tenían estas iniciativas entre los obispos. En definitiva, Argentina no era Francia, en donde desde principios del siglo XX, decenas de intelectuales de gran prestigio se habían convertido al catolicismo creando una densa red que podía resistir u oponer la Francia de Juana de Arco a la Francia de Marianne (Gugelot, 2002). En Argentina, las puertas que la política democrática le abrió a los prelados –invitados a compartir palcos y ceremonias de distinta laya en la década de 1920– se vio apenas interrumpida por conflictos como el de la sucesión arzobispal entre 1923 y 1926. Las voces declaradamente anticlericales iban perdiendo peso en los discursos políticos que buscaban interpelar a cada vez más importantes segmentos de la población. En ese sentido, Argentina tampoco era España, en donde el anticlericalismo, más allá de su profundo arraigo en la cultura popular, cumplía el rol de cementar los vínculos entre las distintas facciones de la izquierda socialista y republicana (Di Stefano y Zanca, 2013). En Argentina, la transformación de los sectores populares en los años veinte y treinta obligó a los partidos políticos con pretensiones electorales, y organizaciones sociales con deseos de influir en sus afiliados, a elaborar algún tipo de estrategia en referencia a la devoción religiosa. Un discurso declaradamente anticlerical quedó confinado a los segmentos más comprometidos de la izquierda. Incluso el sindicalismo exhibía escenas de convivencia con los gremios católicos, otrora acusados de mero amarillismo (Lida, 2013).

El deseo de proyección intelectual de los jóvenes católicos de los años veinte cristalizó en una iniciativa de largo aliento los mencionados Cursos de Cultura Católica (Zanca, 2014). Creada por el impulso juvenilista de la década de 1910, se trataba de una organización dirigida por laicos, que se justificaban en el marco de “… una época que tiende a subversionar todo principio, y en nuestro país singularmente escaso de fuertes individualidades, no podría insistirse demasiado sobre la conveniencia y sobre el alcance de aquellas disciplinas como capaces de inspirar o consolidar en los jóvenes el recto criterio católico que defina y oriente su vocación”6.Si bien en los primeros borradores de sus estatutos se declaraban como una organización “masculina”, eliminaron la distinción en la versión definitiva.Los participantes de los Cursos eran a su vez evangelizadores. Como modernos misioneros laicos, la conversión general de la sociedad a través de la cultura estaba en el centro de sus objetivos, por lo que su misión no podía reducirse sólo a las tradicionales prácticas del mundo letrado, como la fundación de iniciativas editoriales o reductos de estudio. Sus “actividades de extensión” en parroquias alejadas del centro de la ciudad revelaban un interés por tomar en sus manos la tarea que, según su juicio, los viejos sacerdotes no podían llevar adelante, o no poseían herramientas para hacerlo. Los miembros de los Cursos dispusieron de diversos mecanismos de reclutamiento, aun cuando el principal se asentaba en las mismas redes de sociabilidad estudiantil y familiar. Esas redes mostraban una porosidad ideológica que el catolicismo de los años treinta se encargaría de limitar. Más allá de esos vínculos preestablecidos, los hombres de los Cursos desplegaron sus propias redes, en las que en distintos nodos y terminales se encontraban laicos y sacerdotes, del país y del exterior. En forma paralela a la relaciones que sacerdotes y obispos mantenían con Roma, los jóvenes de los Cursos parecen iniciar una práctica –mucho más habitual en Europa– de “diplomacia paralela”. Este mecanismo consistía en el tejido de redes que no tenían un centro único –aun cuando el interés por encontrar eco en el Vaticano fuera el objetivo más importante– y se ramificaban en distintos vínculos con figuras del exterior. Así, encontramos un aceitado lazo con los propagandistas españoles de Ángel Herrera, con quienes Atilio Dell’OroMainiintercambia opiniones sobre la ortodoxia doctrinaria del movimiento demócrata cristiano; se conectaba con el recientemente designado cardenal Achile Locatelli –quien fuera internuncio en Argentina–; o al secretario de Estado vaticano, monseñor Gasparri. Fuera de esos vínculos en el exterior, los Cursos cimentaron una red interna de relaciones, convirtiéndose en un modelo de sociabilidad que se multiplicó en las provincias de Córdoba y Santa Fe. De esta última, los intercambios de información y el apoyo brindado a Salvador Dana Montaño son bastante explícitos respecto del interés de los Cursos por convertirse en articuladores de una red nacional de intelectuales católicos. En ese papel de intermediarios entre los intelectuales y la Iglesia, no cabe duda del deseo de los jóvenes católicos de influir en uno y otro ámbito. Si la Iglesia había definido claramente los límites de la intervención de los no consagrados en el siglo XIX, el campo intelectual podía presentarse como un espacio aún abierto para disputar su hegemonía. Tanto Dell’Oro como el círculo que lo rodeaba en los Cursos no dejaba de percibir la distancia que existía entre sus deseos y las duras realidades. Entre los directores de los Cursos reconocían en 1927 que la suya era "[…] una fuerza insignificante al lado de la inercia colosal que se trata de vencer. Es una débil voz en el concierto de nuestros periódicos”7.A pesar de estas referencias, el incremento de la concurrencia y el resultado positivo que tuvo la política de “instalar” las actividades de los Cursos en la escena pública, les daba a los jóvenes católicos perspectivas optimistas. Esa sensación de insignificancia convivía entonces con una percepción distinta –y que será la que trascienda, tanto en las hagiografías del grupo, como en muchas reconstrucciones académicas–, la de haber "tomado un lugar importante en la vida intelectual de nuestra capital"8.

La sociabilidad intelectual de los años treinta reforzó el tramado discursivo del catolicismo. La consolidación del campo de los intelectuales católicos –aun cuando pocos se identificaran con ese término– se sustentó en pilares análogos al de sus pares no confesionales. Se construyeron circuitos de legitimación y consagración, y el capital simbólico a disputar giró en torno a la interpretación certera de la palabra de la jerarquía, tanto local como romana.Más allá de este modelo de funcionamiento, en apariencia profundamente heterónomo, durante los años treinta y cuarenta los distintos grupos de laicos se apropiaron –según su conveniencia– de voces “legítimas” de distintos episcopados. Esa palabra disputada tenía una economía propia, lo suficientemente ambigua como para interpelar–como la lógica de la política de masas marcaba– a un público cada vez más amplio. La retórica del discurso católico se movió en un tramado delimitadopor aquello que se podía y aquello que no se podía legítimamente decir. Pocosactores del campo católico podíanautodefinirse liberales sin aclarar en qué sentido y con qué matices utilizaban el término. Al mismo tiempo, la incorporación de conceptos como democracia cristiana, o los debates en torno a la noción de libertad, hablan de un campo de una autonomía discursiva muy relativa respecto de los valores que se imponían en el resto de la sociedad desde las primeras décadas del siglo XX. Es decir, la economía del discurso católico debía dar cuenta de las filtraciones que desde el “exterior” amenazaban con inundarla de valores igualitarios.

Luego del Congreso Eucarístico Internacional de 1934 la euforia del catolicismo no se detuvo. Los Cursos de Cultura Católica gestionaron para 1936 la visita de uno de sus referentes intelectuales más importantes, Jacques Maritain (Zanca, 2014b). El filósofo francés había cumplido un rol tutelar en la generación de Tomás Casares, César Pico, Atilio Dell’OroMaini, Rafael Pividal y Manuel Río. Y la posibilidad de contar con su presencia les daría a los laicos congregados en los Cursos una excelente oportunidad para brillar en el escenario intelectual local. Maritain era uno de los pocos católicos leído y seguido más allá de las filas confesionales. Si bien no era una figura indiscutida –los sectores de izquierda lo veía como un reaccionario más– los hombres y mujeres de Sur lo percibían como uno propio, en un momento en el que, justamente, el clivaje fascismo-antifascismo estaba creando una brecha en el ámbito de la cultura local. La visita coincidía, por otro lado, con la reunión del PEN Club internacional. Figuras de todo el mundo se darían cita en Buenos Aires, en una especie de asamblea general de literatos, filósofos y ensayistas, en la que Victoria Ocampo y la mayor parte de los hombres de Sur esperaba que se convalidara el modelo postulado por Julian Benda, una “internacional del espíritu” que se pronunciara en nombre de los grandes valores de la humanidad y que dejara de lado el particularismo nacionalista.

La visita de Maritain marcaría, más allá del deseo de sus anfitriones, el principio de una ruptura interna en el campo católico que se pronunciaría a medida que nos acercamos a las Segunda Guerra Mundial. Sus intervenciones en Buenos Aires (auspiciadas por los Cursos) y sus actividades por fuera de la agenda que le habían organizado los católicos locales empezaron a generar escozor entre los segmentos más reactivos del nacionalismo católico local. Su visita coincidió con el estallido de la Guerra Civil Española, confrontación en la que Maritain decidió mantener la neutralidad, a pesar de que no ocultaba su desprecio por Franco y su impugnación a la idea de “cruzada” que sostenía el sublevadomilitar español. Las primeras críticas a Maritain, sutiles pero evidentes, aparecieron en torno a su participación en las sesiones del congreso del PEN Club. El diario nacionalista Bandera Argentina rompió las buenas formas y en una nota sin firma repudiaba sus condenas al antisemitismo, el haber abrazado a Stefan Zweig cuando fue mencionado entre los autores cuyos libros fueron incinerados en la Alemania nazi, y la difusión a través de Sur de la Carta sobre la Independencia9.

El escándalo estalló con dos conferencias que corrieron por decisión de Maritain–fuera de la agenda programada por los Cursos–, y que dispararon una serie de artículos envenenados en Crisol. La primera fue en la Sociedad Hebraica. Allí Maritain habló contra el racismo. La prensa católica argentina estaba empapada de distintas formas de antisemitismo. Este diario en su tapa afirmaba que,

Maritain, quien tenía media docena de tribunas católicas y otra media docena de tribunas laicas pero de alguna categoría intelectual, ha elegido precisamente la Asociación Hebraica [sic] para dar una conferencia sobre ciencia e inteligencia. El mismo Maritain fue el que abrazó a los judíos del Pen club que vinieron a Buenos Aires a cantarle loas a la democracia liberal y a este pacifismo laico y burgués que es la negación más terminante de la paz cristiana10.

Maritain bajó rápidamente su categoría para Crisol. Por el contrario, la prensa liberal y de izquierda celebró su toma de posición. Halagó sus gestos, lo cual no hizo más que agudizar el encono de los nacionalistas que veían cómo una figura que debía haber llegado para demostrar su avance, servía de argumento y legitimaba a sus enemigos. Noticias gráficas señalaba, el día de su partida, una síntesis de la opinión de que los sectores no pertenecientes al catolicismo nacionalista se habían formado del filósofo de Meudón,

El pensador francés vale aún más visto de cerca que la imagen que nos habíamos formado de él a través de su pensamiento […] con su valentía que define toda su personalidad asestó un golpe terminante al equívoco que en nuestro país se pretende crear […] Maritain, el primero de los pensadores católicos contemporáneos, ha dicho, al condenar los otros días el antisemitismo, lo que piensa de cierta prensa que con el manto de la religión disimula su abierto apoyo a la peor de las reacciones11.

El diario El Pueblo y la revista Criterio se mantuvieron al margen de la polémica. Era evidente que prefirieron no incrementar el escándalo en torno a una figura de tanto peso, uno de los máximos representantes de la cultura católica francesa, y uno de los pocos que había logrado trascender ese círculo. El caso de Maritain fue mucho más grave hacia el interior del catolicismo. Tanto en su estadía en Buenos Aires, como en las polémicas que siguieron a su visita –y que se extendieron por treinta años en torno a su figura–,Maritain y sus seguidores hicieron pesar el capital que él había ganado como intelectual, como figura destacada en el mundo de las ideas francesas, superando las barreras religiosas y nacionales. El cambio no era el producto de la singularidad de Maritain, sino de una transformación del campo católico, en donde el capital de un intelectual tenía una cotización que le servía de escudo. Maritain nunca fue condenado en su ortodoxia. La Iglesia hubiera enfrentado, en ese caso, un nuevo cargo público por su reaccionarismo. El que no quisiera enfrentarlo era un síntoma de una nueva sensibilidad, la de la propia Iglesia, frente a la influencia de la opinión pública.

Con el estallido de la Segunda Guerra, las diferencias en el seno del catolicismo se agudizaron. Los sectores maritainianos –o demócrata cristianos, como empezaban a llamarse– decidieron interpelar a la opinión pública católica para disputar el sentido de lo “cristianamente correcto” con los sectores nacionalistas y, en muchos casos, con la misma jerarquía local. Si bien podrían incluirse las prácticas discursivas y políticas de los cristianos antifascistas junto a las del resto del antifascismo local, es justamente la singularidad de este segmentola que nos obliga a ponderar cómo los términos y conceptos del campo no confesional pasaban por la interfaz religiosa antes de introducirse y ganar legitimidad en el campo cultural católico. Las iniciativas de este grupo incluyeron la publicación de periódicos y libros para combatir la prédica del nacionalismo católico. Una de las más exitosas iniciativas fue la revista Orden Cristiano, publicada entre 1941 y 1948 (Zanca, 2013). Este quincenarioeditó 155 números entre 1941 y 1948. Se trataba de una tribuna de batalla y, por ende, su temática no estaba demasiado diversificada. Se ocupaba en forma excluyente de la guerra y la defensa de los aliados, y de legitimar esa posición como la católicamente correcta. Los primeros ejemplares no tenían una paginación sucesiva, lo cual indica que la decisión de continuar su publicación se debió al éxito que obtuvieron, y a que sus editores creían estar realizando una tarea de apostolado. El precio de venta era muy bajo (si se consideran además, las restricciones existentes sobre papel) y recibía aportes para sostenerse. Su tirada rondaba, según cifras que manejaban sus editores, los 15000 ejemplares quincenales. Su director (Alberto Duhau) era un hombre de gran fortuna, y posiblemente recibiera financiación de esa y otras vías. El espacio de la parroquia se prestaba para la difusión de la prensa católica, sobre todo en el horario de salida de la misa dominical.

Rafael Pividal fue el alma mater de la revista. Había estudiado abogacía en la Universidad de Buenos Aires, y en la Sorbona se había doctorado en Ciencias Políticas. Fue profesor de la Universidad de Buenos Aires y en Francia participó del círculo de estudios de Jacques Maritain, con quien mantuvo una estrecha amistad. Sólo escribió un libro, producto de su estadía europea, El renacimiento del catolicismo en Francia (Pividal, 1931). En su primer número, Pividal se encargó de redactar el avant-propos de Orden Cristiano. Allí identificaba a los adversarios de la revista como aquellos que tomaban al catolicismo “como un partido y no como la Religión de la Verdad”, aquellos que pretendían “implantar un orden cristiano por la fuerza” y que siguiendo a Charles Maurras tomaban como ejemplo al Duque de Alba “catolizando Flandes con la punta de la espada”. Para Pividal la Iglesia vivía en esos días un grave peligro, que no provenía de afuera “sino del seno mismo de la comunidad cristiana”. A diferencia de los nacionalistas, creía que los mejores valores de la modernidad se habían originado en ideas cristianas, aun cuando hubieran sido mal utilizados por el liberalismo. “Respeto al individuo, tolerancia civil, justicia entre los hombres, paz internacional, son ideas cristianas. Si es cierto que esas ideas han sido desafectadas y puestas al servicio de una falsa filosofía, no es menos cierto que son buenas en sí mismas y que son el producto del fermento evangélico puesto por Cristo en la Sociedad…”12.A pesar de los espacios compartidos con el resto del antifascismo, el combate por el catolicismo debía darse dentro de la discursividad religiosa. Contar con una publicación propia era la conclusión de un período de catacumbas iniciado en 1936, y que había definido con mucha claridad el perfil del grupo. De hecho, el clivaje fascismo-antifascismo era para los católicos mucho más preciso en 1941 que en 1936. Eugenia Silveyra o Isabel Giménez Bustamante, redactoras de Orden Cristiano, en la contienda española habían apoyado a los sublevados. Ahora todos estaban bajo el mismo paraguas, compartiendo una particular sensibilidad en la que los elementos constitutivos del antifascismo se justificaban, en este grupo, en la palabra del Evangelio (Pasolini, 2005).

Aunque parezca obvio, no debería olvidarse que la cultura católica de los años treinta se construyó sobre la base de afinidades y rechazos respecto de otras culturas políticas. En algunos casos lo hizo defendiendo banderas que consideraba propias (las de la verdadera “caridad”, la verdadera “democracia” o “libertad”), en otros caso para denunciar los excesos cometidos por corrientes a las que consideraba afines, como el nacionalismo. Sin ser exhaustivo, pueden detectarse en el entramado discursivo del catolicismo de la entreguerras, al menos tres ejes en torno a los que giraban muchas de sus obsesiones, más allá de la adscripción ideológica de cada uno de sus sectores internos. En primer lugar se ubicaba el problema del orden político. En este sentido, el rechazo al liberalismo tenía muy diferentes apropiaciones. Para algunos, el liberalismo estaba íntimamente ligado a la democracia y a la decadencia que representaba el principio de la soberanía popular, es decir, el predominio de lo cuantitativo por sobre lo cualitativo. Para Julio Meinvielle, uno de los más relevantes publicistas del autoritarismo surgido del pensamiento católico argentino del siglo XX, la democracia era el producto de la política burguesa. Con base en su antropología tomista, la burguesía era incapaz de garantizar relaciones virtuosas. El estado liberal no podía entonces garantizar la función básica de la política, el bien común. “El régimen burgués debilita al poder político sin otra preocupación que ponerlo al servicio de los intereses económicos de la burguesía” (Meinvielle, 1932,27). Tampoco la “política proletaria” haría imperar la virtud, debido que la enarbolaba una clase “que de suyo se desenvuelve en el caos”. El camino cristiano era el de subordinar jerárquicamente el poder político al religioso. Pretender que un solo poder gobierne en forma integral al hombre, implicaba una forma de “totalitarismo”. El gobierno ideal cristiano se sintetizaba en la monarquía medieval, cuando la teocracia respetaba las jerarquías esenciales de todo el cuerpo social, sacerdocio, nobleza, burguesía y artesanado.

Para otros, el liberalismo era una filosofía en exceso cándida, propia de bienintencionados que habían renunciado a una antropología basada en el pecado. Creer en la natural bondad humana los había llevado a proyectar un Estado neutro y un régimen de libertades excesivo que estaba mostrando, en los años treinta, cómo podía ser aprovechado por los extremismos –tanto de derecha como de izquierda– para exterminar a la democracia y la libertad. Virgilio Filippo, en sus conferencias radiofónicas contra el comunismo, elaboraba una cuidadosa disección de ambos conceptos. Según Filippo, la democracia era “una flor en el vergel de Jesucristo”, y la definiría como “…una tendencia a elevar al pueblo, por medio de una forma más humana de concebir, hacer participante, y regular el poder político”. El problema era que se “…ha pretendido gozar de sus aromas tronchando la rama que la alimenta”. Proponía, en su lugar, no confundir un sistema con los hombres que lo aplicaban, y sus principios con sus resultados. Para Filippo, “El vicio profundo existe por haber corrompido los corazones con el odio infiltrado por el liberalismo decrépito, creyendo que se establecía la paz por decreto, firmado sobre un papel deleznable, o bien que los hombres tendrían más dignidad cuando tuviesen un peso más en el bolsillo” (Filippo, 1939, 296-297). La democracia, lejos de ser despreciada, era el centro de las disputas por la definición de su contenido. Gustavo Franceschi, menos radical que Filippo, solía entrecomillar el término como una forma de tomar distancia, “… diré que hay democraciasque merecen este nombre y otras que no constituyen más que su caricatura". Franceschi formulaba implícitamente una pregunta ponzoñosa, ¿Qué definía a la democracia? ¿Las cámaras electivas? Inglaterra, con la Cámara de los Lores, debería salir de esa categoría ¿La caracterizaba el sufragio universal? En ese caso, las mujeres argentinas, que constituían la mitad de la población, no votaban…Que el país hubiera adoptado un modelo liberal no era culpa de los constituyentes de 1853. Ellos respondían a una tendencia universal de la hora en que vivían y de la que no podían evadirse, "…pusieron el derecho por encima del deber, el criterio personal por encima del orden, el individuo por encima de la sociedad, y pensaron antes que nadie que 'los excesos de la libertad se curan con la libertad misma'. Este régimen subsistió como pudo hasta nuestros días". Pero mantenerlo tal y como había sido diseñado era un suicidio. Como la obediencia es "odiosa al instinto humano", el liberal "calificará de totalitarismo todo robustecimiento de la autoridad, sea familiar o civil, identificará esa democracia especialísima heredada de 1850 con toda democracia; en otras palabras rehusará la denominación de democracia a todo sistema que no sea liberal”. Finalmente, Franceschi retomaba la única definición del buen gobierno que consideraba pertinente, la de Santo Tomás de Aquino, "La buena organización política exige una condición esencial, saber que todos tengan alguna parte en el gobierno [...] He aquí el principio democrático, no en el sentido individualista de hoy, más si, de la representación popular". Dada su concepción orgánica de la sociedad,

La representación legal del organismosocial debe ser igualmente orgánica. Porque la democracia individualista no tiene en cuenta, para darle una voz en la constitución política, ni a la familia, ni a loscuerpos profesionales, ni a la inteligencia, ni a los factores morales orgánicos, ella es sustancialmente incomprensiva e injusta. No es una democracia, sino una 'democracia', y las comillas marcan su índole defectuosa.13

Finalmente, el régimen liberal era percibido por otros –en su mayoría los mal llamados católicos liberales –como una oportunidad, una puerta abierta para que los católicos se expresaran. Incluso estos últimos negaban la neutralidad estatal y la laicidad de la esfera pública. Para Manuel Ordoñez, la laicidad del Estado debía combatirse a través de la organización de la sociedad. La forma de reintegrar la educación religiosa a la escuela pública era dentrodel marco de la ley 1420 –“que en ningún lugar dice que deba ser laica la educación”– integrando los consejos escolares. Rafael Pividal en 1937 hacía pública la división política del catolicismo, y presentaba a la corriente que se estaba conformando a nivel internacional, y se autorotulabapersonalista. Era un encuadramiento que correspondía a una particular forma en que se introducía la cuestión de los derechos humanos en el catolicismo, sin aceptar las implicaciones individualistas del liberalismo, se reconocía un conjunto de atribuciones que se irían ampliando y definiendo en el discurso de este grupo a lo largo de las décadas de 1940 y 1950. Pero la nota de Pividal no era –todavía– un manifiesto, sino un artículo donde se animaba a poner por escrito una perspectiva diferente de la que sostenía el nacionalismo católico y, en general, la mayor parte de la prensa católica argentina frente al conflicto español. Insertando esa problemática en el contexto más general de la reacción de los católicos frente al socialismo, según Pividal, éstos tendían a “…aguerrirse y montar guardia sobre la ciudadela de nuestra religión”. Esos cristianos,

…abominan del liberalismo al que cargan todas las culpas, como el cabrón de los hebreos, sin ver que el liberalismo no tenía por qué suplir nuestras carencias, ni nos impedía hacer nuestro trabajo. Quieren un orden autoritario y hasta tiránico, fuertemente estructurado sobre las diferencias de clase, pues el pobre es digno de todo amor mientras acepta su rango. Odian la libertad de pensar, como si el pensamiento pudiera suprimirse y persiguen la cristianización de las masas imponiendo la enseñanza cristiana, como si la religión fuera una cuestión de catecismo14.

Pividal, sin renegar de su rechazo al liberalismo, lo prefería al fascismo. Para los que en ese momento se empezaban a llamar personalistas, la equidistancia que pretendían mantener los católicos nacionalistas, e incluso los doctrinarios como monseñor Franceschi, les parecía peligrosa y, en realidad, en muchos casos, una fachada detrás de la cual se ocultaban las más obscuras instrumentalizaciones del catolicismo, al estilo maurrasiano.

Sería erróneo, sin embargo, considerar que el debate en torno al régimen político en la cultura católica tenía un carácter meramente reactivo. La pregunta por el ordenamiento de la polis convocó a los católicos en un momento de especial hesitación como los años treinta, y el debate que dieron sobre el particular estuvo munido de las herramientas provistas por la cultura religiosa. El magisterio, la tradición medieval, la literatura reaccionaria del siglo XIX, pero también las nuevas perspectivas de la cultura francesa sirvieron para imaginar el diseño de una posible república cristiana. Para algunos, ese carácter se daría con el definitivo gobierno de la Iglesia en un añorado retorno al régimen de cristiandad. En otros, bastaría con una república que rediscutiera las premisas del laicismo y se construyera en torno a los valores secularizados del cristianismo. Ambas posturas cuestionaban principios caros al liberalismo, aunque el modelo de la sociedad que imaginaban –y los medios para conseguirla– fuera tan distinto.

Un segundo eje se perfiló en torno a la cuestión social. Una larga tradición antiburguesa vinculaba la cultura católica con la crítica al principio de soberanía del mercado. Íntimamente ligado a sus principios políticos, el liberalismo se desentendía de la suerte de los individuos, considerado un aspecto más de la esfera “privada”. Se abrían, sin embargo, grandes alternativas sobre cómo podría sobrellevarse un régimen distinto del capitalismo que, sin caer en la abolición de la propiedad privada o el estatismo, pudiera recuperar la dignidad material de los trabajadores. La distancia que separaba al catolicismo de los modelos político-ideológicos enfrentados en la década de 1930 no debería llevarnos a suponer que se trataba de un mero movimiento “reactivo”, ni que su horizonte fuera, sencillamente, la construcción de una “contrarrevolución”. Como ha señalado Miranda Lida respecto de la cuestión social, el catolicismo vivió en poco tiempo una transformación profunda. De una postura oscilante entre las respuestas tradicionales (caritativas) y una muy tímida apelación a la intervención pública, pasaría a sostener la necesidad de la instrumentalización del Estado como árbitro de la lucha de clases (Lida, 2015, 164). Para el progresismo de los años de 1930, estas posturas del catolicismo dejaban gusto a poco. El senador Lisandro de la Torre mantuvo una famosa polémica con Gustavo Francheschi en la que subrayaba el papel nebuloso del catolicismo social. “Los socialcristianos disgustan a los reaccionarios –sostenía– porque los censuran, y disgustan al mismo tiempo a los reformistas porque sus críticas les parecen a éstos fariseísmo puro, ya que dejan la cuestión social, con tímidas variantes, en el estado en que se encuentran […] El socialcristianismo aparece como un paliativo a los ojos de los obreros” (Torre, 1953,48). Esta imagen, insípida más que reactiva, que lanzaba De la Torre sobre el socialcristianismo, contrastaba con una larga tradición anti burguesa que anidaba en la cultura católica. Un ejemplo bastará para caracterizarlo. En 1917, la empresa Bayardo Films de Luis Luchía Puig importó la cinta “La conversión”. En la misma se mostraba la acción de un sacerdote interviniendo en una huelga con el fin de reconciliar a los sectores enfrentados. Sin duda, se trataba de un típico film donde el conflicto social terminaba en una reconciliación de clases –del mismo modo que podría verse en el clásico Metrópolis de F. Lang– Sin embargo, Luchía Puig eligió para publicitar el film una curiosa representación de la explotación burguesa, alquiló una carroza abierta a la que subió un canillita vestido con levita y galera de felpa. El carruaje, en cambio, de ser tirado por caballos era arrastrado por ocho hombres vestidos con overol. El desfile por Buenos Aires mereció que muchos jóvenes le tiraran piedras al canillita-burgués, y que éste se bajara del carruaje para trompearlos (Álvarez Lijó, 1981).

Finalmente, un tercer eje se dibujaba en torno al problema de la libertad. La década de 1930, a pesar del componente represivo que adquirió el Estado, mostró losrasgos más salientes de un proceso de modernización que se tradujo en la autonomización de diferentes estratos y segmentos sociales respecto de la elite, en un proceso de cuestionamiento a la deferencia social. La aparición de una abundante oferta de bienes producidos por la cultura de masas les daba a los ciudadanos la oportunidad de elegir sobre un consumo que no era inocuo desde la perspectiva del catolicismo. Son frecuentes las referencias de destacados publicistas católicos a los “efectos perniciosos” y a la capacidad sugestiva de las imágenes propaladas por el cinematógrafo, al “veneno” que se infiltraba en los hogares a través de la mala prensa, y a los libros que explotaban el sensualismo; o la chabacanería y rusticidad de la que eran vehículo las letras de tango, difundidas sin responsabilidad por empresarios –en muchos casos de origen extranjero o extranjerizante– a los que sólo los movilizaba el afán extremo de lucro. Las soluciones que se debatieron en el catolicismo oscilaron entre la demanda de intervención estatal –si debía salvar los cuerpos de los ciudadanos, mucho más sentido tenía intentar salvar sus almas– que prohibiera o regulara las industrias culturales; el uso de los medios dóciles, es decir, la difusión de calificaciones y comentarios que permitieran el ejercicio de una “censura social” sobre los productos de la cultura de masas; y finalmente, la competencia lisa y llana en los mismos terrenos de las industrias culturales “profanas”, crear diarios, utilizar los programas de radio a su disposición, editar y distribuir literatura piadosa y edificante. En muchos casos estas tres opciones se solaparon entre sí.

En síntesis, podríamos afirmar que los debates sobre estos tres aspectos –simplificando en extremos sus particularidades–corrieron en torno a dos ejes cartesianos, en uno ubicaríamos la tensión cultura de masas/cultura católica, y en el otro la apelación a la sociedad/ apelación a la autoridad estatal. En el primero hay prácticas análogas (el uso de los medios de masas, la legitimidad que otorgaba ser un movimiento que lograba movilizar a grandes contingentes humanos, la cualidad integral de las organizaciones católicas, que podían abarcar desde la problemática política hasta el ocio), y discursos antagónicos (el rechazo a la bajeza de los productos de consumo masivo, al igualitarismo que representaba, al predominio de lalógica del mercado en su difusión). El segundo eje también muestra posiciones diferenciadas, desde aquellos que apelan a la construcción de un nuevo Estado –y aquí nacionalismo y catolicismo se encontrarán en el cuestionamiento alEstado liberal por no representar a la sociedad que pretende gobernar– pero también, cada vez con más fuerza desde la Segunda Guerra, a la apariciónde voces que desean interpelar directamente a la sociedad, buscando la construcción de un consenso cristiano para la elaboración de una nueva cristiandad.

A modo de conclusión

Este sucinto recorrido por algunos de los vértices de la cultura católica nos permite formular algunas precisiones. Por un lado puntualizar el fenomenal proceso de reforzamiento de la identidad católica vivido en la entreguerras, a través de la multiplicación de organizaciones del laicado y de la clericalización de la cultura religiosa, lo cual se puso de manifiesto en la presencia cada vez más activa de las autoridades religiosas en el control de estas organizaciones y en la consiguiente reacción laica. Este reforzamiento de la identidad católica tuvo un efecto paradójico, incrementó la distinción entre los católicos –y quienes se sentían interpelados por esa adscripción– y el resto de la sociedad, reforzandoun proceso secularizador que el discurso de buena parte de los intelectuales y publicistas católicos cuestionaba.

En segundo lugar, el despliegue social del catolicismo tuvo también efectos inesperados. La apelación a los laicos, su organización en instituciones dependientes de la jerarquía–pero sobre las cuales el control era más ilusorio que real– implicó, en términos de Parkin, una “apertura social”del catolicismo (Parkin, 1984). El deseo de autonomía de los laicos, expresado en la elaboración de un discursodiferenciado pero que se emitía ennombre del catolicismo, reforzó la horizontalidad de una institución, como la Iglesia, que hacía un culto al ordenamiento jerárquico de la realidad. Es palpable que, más allá de las diferencias que se abrieron entre las distintas corrientes ideológicas del catolicismo, el principio de la soberanía popular –y el mismo concepto de soberanía en la filosofía de Maritain– permanecería como una noción difícil de traducir a la economía de su discurso. La dinámica de las organizaciones de masas, sin embargo, implicaba el despliegue de prácticas democratizadoras, aun cuando el discurso de la jerarquía era no democrático y en buena parte del laicado era lisa y llanamente antidemocrático.

Un tercer aspecto se ha revelado a la hora de analizar las polémicas y el enfrentamiento que cruzaron al catolicismo de los años treinta y cuarenta. Publicaciones como Criterio se convirtieron en tribunas de debate entre distintas figuras del firmamento confesional. Allí se cruzaron sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, nóveles militantes y figuras consagradas. El establecimiento de esta práctica –por lo menos referida a ciertos dominios de la realidad–parecía dar por tierracon otro principio negado por el discurso antimoderno del catolicismo, el del pluralismo social y el derechoa lalibertad de conciencia.

Un corolario surge de estas tres relaciones paradójicas entre los discursos y las prácticas que tensionaron las relaciones entre cultura y religión, en esa dialéctica, la cultura católicaterminó pareciéndose bastante a la cultura de los sectores medios de su época. El éxito de las organizaciones de laicado estuvo dado por su capacidad para presentar un discurso potable para un segmento importante de la población (una metáfora plausible sobre el orden social en términos de Geertz)estructurado en un conjunto de significantes, contenidos en el despliegue público del catolicismo. Ese éxito relativo de la cultura católica se vinculó a los cambios vividos por los sectores popularesa lo largo de la entreguerras. Esa victoria, sin embargo, mostraría sus debilidades a partir de los conflictos que laceraron al catolicismo desde 1936, y que revelaron la incapacidad de un discurso (el del nacionalismo integralista) de ejercer una hegemonía ideológica para todo el universo confesional.

La presente exploración ha intentado ir más allá de la confrontación entre mitos (de la “nación católica” o de la “nación liberal”) en donde estos son sinónimo de una “falsa conciencia” que ocultaría una verdad latente (Zanatta, 2015; Mallimaci, 2015). Intentóanalizar las demandas a las que obedeció la construcción de tan particular entramado simbólico, y comprender sus efectos sociales. En esa clave,las organizaciones del laicado y los intelectuales católicos generaron efectos paradójicos en sus respectivos campos. Fueron un mecanismo de incorporación de las masas a la política –más que su distanciamiento– y produjeronperdurables tensiones internas en el catolicismo.

 

 

Notas

1 Agradezco los comentarios y sugerencias que Mariela Rubinzal y un evaluador anónimo realizaron a las versiones preliminares de este trabajo.

2 Desde mediados de la década de 1970 comenzó a elaborarse una “teología del pueblo”, a partir de los trabajos de los argentinos Lucio Gera y Rafael Tello. Esa mirada “culturalista” recibía las irradiaciones del debate académico, pero las adaptaba a las demandas discursivas de los intelectuales católicos (Politi, 1992). Al mismo tiempo, desde los años de 1980 junto con la refundación del campo académico y la instauración democrática, la Iglesia fue ubicada por distintos trabajos como uno de los factores políticos de peso que habían colaborado en la inestabilidad política argentina, a través de la construcción y difusión del “mito de la nación católica” o formando parte de la “Argentina autoritaria” (Rock, 1993; Zanatta, 1996).

3 Este movimiento fue análogo al de otras formas de sociabilidad de la entreguerras –sindicatos, sociedades de fomento, bibliotecas populares– profusamente observadas desde principios de los años de 1980 como espacios en donde anidaban prácticas democráticas, más allá de los retrocesos del régimen político. En 1982 los integrantes de PEHESA (Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana) señalaban el surgimiento de organizaciones nuevas durante la década de 1930, “…particularmente en los barrios, viejos o nuevos, que desde principios de siglo habían sido ámbitos de articulación de la nueva sociedad y que probablemente siguieron siéndolo a medida que el proceso de las migraciones internas ampliaba la periferia moderna. En estos años los clubes barriales, las sociedades de fomento, las bibliotecas populares y otras muchas instituciones de este tipo parecen haber vivido su época de mayor florecimiento y creatividad” (PEHESA, 1982, 10). Luis Alberto Romero avanzó por el camino de incluir a la sociabilidad católica de entreguerras en este escenario, distinguiendo sus discursos más radicales de sus prácticas (Romero, 1998; Romero, 2001). En esa línea se inscribieron los trabajos de Miranda Lida y Diego Mauro sobre el catolicismo de masas del período de entreguerras (Lida y Mauro, 2009).

4 A partir del concepto geertziano de ideología, la crisis del liberalismo puede interpretarse como la incapacidad de un sistema simbólico –desde la perspectiva de ciertos actores– de simbolizar (y por ende explicar) el funcionamiento de la realidad. Talcrisis puede interpretarse como la pérdida de eficacia de un modelo (al que por comodidad englobamos en el liberalismo) que postulaba la autonomía del lenguaje de la política respecto de otros sistemas de simbolización. La cultura católica va a proponer un modelo alternativo y conflictivo, que cuestiona uno de los pilares de esa autonomía, el laicismo. Como sostiene Geertz,“Lo que más directamente da nacimiento a la actividad ideológica es una pérdida de orientación, una incapacidad (por falta de modelos viables) de comprender el universo de las responsabilidades y derechos cívicos en que uno se encuentra” (Geertz, 1973,192).

5 “Resultó grandioso el homenaje de las E. de adultos a la ley de educación”. Noticias gráficas, 8 de julio de 1934, p. 1.

6 Carta de invitacióna la inauguración en la Biblioteca "Emilio Lamarca" enArchivoDell´OroMaini(ADM en adelante), I-2-323.

7 “Reunión de Comisionados”, 2 de noviembre de 1927, en ADM, I-1-281.

8 " Reunión de Comisionados”, 22 de abril de 1927, en ADM, I-1-233.

9 “El deber católico de la hora”, Bandera Argentina, 17 de septiembre de1936, p. 2.

10 “Maritain, el pasquín y la Asociación Hebraica”. Crisol, 7 de octubre de 1936, p. 1.

11 “Jacques Maritain”, Noticias Gráficas, 12 de octubre de 1936, p. 2.

12 Pividal, Rafael. “Orden Cristiano”. Orden Cristiano, 15 de septiembre de 1941, p. 3.

13 Franceschi, Gustavo J. “Apostillas a la democracia”. Criterio, 8 de enero de 1940, pp. 317-319.

14 Pividal, R. (1937), “Católicos fascistas y católicos personalistas”, Sur, Nº 35, 8, pp. 87-97.

 

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Fecha de Recibido: 11 de septiembre de 2016
Fecha de Aceptado: 19 de octubre de 2016
Fecha de Publicado: 14 de octubre de 2016

 

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