Anuario del Instituto de Historia Argentina, vol. 16, nº 2, e020, octubre 2016. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

 

DOSSIER
Claves para volver a pensar las culturas políticas en la Argentina (1900-1945). Perspectivas, diálogos y aportes

 

La cultura política nacionalista en la vorágine de la Gran Guerra




María Inés Tato

Instituto Ravignani -Universidad de Buenos Aires - CONICET
Grupo de Estudios Históricos sobre la Guerra, Argentina
mitato@conicet.gov.ar

 

Cita sugerida: Tato, M. I. (2016). La cultura política nacionalista en la vorágine de la Gran Guerra. Anuario del Instituto de Historia Argentina, 16(2), e020. Recuperado de http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAe020



Resumen
La cultura política nacionalista se caracteriza por su transversalidad, fundándose en un sustrato versátil de ideales, creencias y actitudes que pueden combinarse con distintas tradiciones políticas. En el transcurso de la Primera Guerra Mundial, algunos de sus componentes básicos irrumpieron en el debate público argentino y fueron compartidos y a la vez disputados por diversos sectores sociales y políticos. Asimismo, nutrieron las polarizaciones ideológicas y políticas del período. A través del análisis de estas cuestiones, este artículo pretende contribuir al conocimiento de una etapa poco transitada en los estudios sobre el nacionalismo en la Argentina.

Palabras clave: Nacionalismo; Primera Guerra Mundial; Cultura política.



Nationalist political culture in the maelstrom of the Great War

 

Abstract
Nationalist political culture is based on a transverse and versatile substratum of ideas, beliefs and attitudes that can be combined with different political traditions. During the First World War, some of its basic components burst into the Argentine public debate and were shared and, at the same time, disputed by diverse social and political sectors. Furthermore, they nourished the ideological and political polarizations of the wartime. Through the analysis of these issues, this article aims to contribute to the knowledge of a period scarcely explored in the study of nationalism in Argentina.

Keywords: Nationalism; First World War; Political culture.




Introducción

El principal objetivo de este artículo es explorar las repercusiones culturales de la Gran Guerra en la definición de la identidad nacional y el devenir de la cultura política nacionalista en la Argentina.1 Sostenemos aquí que, como en Europa, la movilización social en torno del conflicto se fundó en gran medida sobre la construcción de una comunidad nacional previa a la guerra (Horne, 2002), en paralelo con la formación estatal durante la segunda mitad del siglo XIX. En ese sentido, la “unión sagrada” alentada por los beligerantes, que resultó exitosa hasta mediado el conflicto, se asentó en el proceso de nacionalización de las masas desplegado por los estados europeos en las décadas previas al estallido (Hobsbawm, 1992; Mosse, 2007), y la apelación a la retórica nacionalista constituyó la base de la movilización de las sociedades europeas a lo largo de la guerra (AAVV, 1992; Prochasson-Rasmussen, 1996).

En la Argentina, el concepto liberal de nación que acompañó el proceso de construcción del Estado nacional se basó en la noción de crisol de razas, según la cual la argentinidad era el resultado de la fusión armónica de los legados culturales de los inmigrantes con la cultura local (Devoto, 2003, 319-323; Halperin Donghi, 1982). En la práctica, esta noción fue cuestionada en diferentes coyunturas críticas debido a las preocupaciones provocadas por el creciente cosmopolitismo de la sociedad argentina. Sin embargo, continuó nutriendo la retórica de la nacionalidad. El proceso de nacionalización acompañó la inserción del país en el mercado mundial como exportador de cereales y carne, y receptor de inversiones de capital y flujos migratorios europeos. En virtud de esos intercambios económicos, culturales y demográficos regulares con el Viejo Continente, no es sorprendente que el estallido de la Gran Guerra haya causado un fuerte interés público y haya afectado las representaciones de la comunidad nacional y de sus lazos con Europa.

Aunque la historiografía acerca del impacto de la Primera Guerra Mundial en América Latina es aún incipiente (Compagnon, 2014; Rinke, 2014), se ha reconocido su gravitación en el devenir de la representación de la identidad nacional en Argentina y en Brasil (Compagnon, 2013). Asimismo, en países neutrales como España también se ha observado un replanteo de las definiciones identitarias nacionales asociado directamente con la guerra (Fuentes Codera, 2014). La historiografía sobre el nacionalismo argentino ha tendido a pasar por alto el período de la Primera Guerra Mundial, dando prioridad a otros hitos históricos: el centenario de la revolución de Mayo en 1910, la primera experiencia democrática, entre 1912 y 1930, o la revolución de 1930, el primer golpe de estado en la historia argentina (Navarro Gerassi, 1969; Zuleta Álvarez, 1975; Barbero y Devoto, 1983; McGee Deutsch, 1986; Buchrucker, 1987; McGee Deutsch y Dolkart, 1993; Rock, 1993; Piñeiro, 1997; Rock et al., 2001; Bertoni, 2001; Devoto, 2002; Lvovich, 2003; Rubinzal, 2012)2. En líneas generales, esos acontecimientos suelen ser vinculados casi exclusivamente a una narrativa interna, ajena a los acontecimientos transnacionales3. Sólo recientemente se ha planteado que la Gran Guerra representó un punto de inflexión identitario que habría conducido en las décadas de 1920 y 1930 al replanteo de los vínculos culturales con Europa (Compagnon, 2013), y que la coyuntura de 1917 en particular impulsó una fuerte disputa simbólica en torno de la definición y la representación de la identidad nacional (Tato, 2008).

Este artículo pretende contribuir a incorporar los años de la Gran Guerra a la historia general del nacionalismo argentino. A tal fin, se propone rastrear las diversas manifestaciones de la “cuestión nacional” a lo largo del entero período de la contienda, incluyendo la circulación de definiciones transnacionales de la nacionalidad –con la consiguiente fluctuación de los vínculos con las naciones europeas y americanas– y la irrupción de diversas facetas de la cultura política nacionalista forjada desde el siglo precedente en torno de la identidad nacional. De esa manera, aspira a recuperar expresiones a menudo larvadas y difusas de un sentido común nacionalista preexistente que reemergió al calor de los acontecimientos bélicos.

Una nación latina

El Reino Unido era el principal socio comercial de la Argentina (Gravil, 1977: 61, 84); Italia proporcionaba abundantes flujos de inmigrantes, siendo en 1914 la comunidad extranjera más numerosa (Devoto, 2003: 247); Francia constituía la referencia intelectual por excelencia de las elites (Rolland, 2000). En consecuencia, la gran mayoría de la sociedad argentina se inclinó a favor de la causa aliada durante la Gran Guerra. De hecho, la opinión pública era predominantemente francófila y esa afinidad cultural sirvió de base al apoyo brindado por la sociedad a las otras potencias aliadas.

La admiración por Francia se retrotraía a las primeras décadas del siglo XIX, cuando la lucha por la independencia respecto de España tomó a la revolución de 1789 como modelo a seguir (Morse, 1998: 7). En la segunda mitad del siglo, durante la construcción del Estado nacional, otros elementos se agregaron a ese modelo: republicanismo, laicismo, pedagogía cívica, artes, sociabilidad. Una parte sustancial de la identidad de clase de la elite se fundaba en los viajes y largas estadías en París, y en la participación en los círculos sociales e intelectuales de la capital francesa (Losada, 2008).

La imagen de la Francia eterna, madre de revoluciones, cenit del refinamiento y la civilización, reapareció durante la guerra, alentada por la propaganda aliada. Ésta apeló al panlatinismo, la unidad espiritual y cultural entre Francia y Latinoamérica, anclada en la pertenencia común a la latinidad, una raza cultural definida por su raíz lingüística y opuesta a la raza germánica y a la sajona (Aillón Soria, 2004: 71-72, 78-79). La interpretación de la Gran Guerra estaba basada en esta invocación. De acuerdo con ella, el conflicto significaba la confrontación entre la civilización –encarnada en Francia– y la barbarie –representada por Alemania–, una dicotomía muy habitual entre las elites liberales locales, que identificaban a la primera con la construcción del estado nacional y a la segunda con el legado colonial. La guerra también representaba un conflicto entre democracia y autocracia, que volvía a remitir a la lucha independentista, y, en última instancia, al conflicto entre las razas latina y germánica.

La devoción por Francia tomó diferentes formas. La mayoría de los intelectuales defendió apasionadamente la causa francesa en libros, panfletos y discursos públicos, mostrando diferentes modulaciones locales de tópicos ideológicos esgrimidos por los intelectuales europeos (Prochasson y Rasmussen, 1996; Beaupré, 2006; Paddock, 2014). Por ejemplo, Leopoldo Lugones, considerado el poeta nacional, dedicó varias odas al país galo, incluyendo varios poemas en francés. Lugones enfatizó los vínculos entre la Revolución Francesa y la independencia argentina, reactualizados por la coyuntura bélica:

"Dulce Francia, Madre Nuestra,
Madre de los hombres libres.
Que convocas con que vibres
El clarín de tu palestra.

Al resonar tu clarín
Sobre los campos del Marne,
Nuevo ardor puso en la carne
Del bronce de San Martín.
(…)

Bajo el temprano arrebol
Que inició iguales anhelos,
En el giro de los cielos
Nos dio julio el mismo sol.

Cuando entre todos supera
Tu pabellón noble y franco,
En su propio azul y blanco
Veo flotar mi bandera”
(Lugones, 1917: 222-223)

Como subrayó el abogado y político Manuel Carlés,

"En nuestros círculos literarios, en nuestros cenáculos artísticos, en las academias científicas de las tres universidades, en los salones de la aristocracia, Francia es reverenciada como la Atenas de Pericles (…) La Argentina abraza la causa aliada por amor a Francia. En suma, el espíritu público está predispuesto en favor de Francia, cualesquiera que sean sus enemigos”4 (Carlés, 1916: 9)

Sin embargo, estas expresiones de francofilia no estuvieron confinadas a la esfera intelectual. Hay numerosos indicadores de una simpatía por Francia ampliamente extendida en términos sociales, expresada en manifestaciones públicas masivas en ocasión de victorias militares o conmemoraciones nacionales francesas, como el 14 de julio. De hecho, esta fecha fue declarada feriado nacional por el gobierno argentino en 1919, mostrando la profundidad del sentimiento profrancés (Otero, 2009: 107). Además, la ayuda material a los soldados y civiles franceses fue otro signo de la adhesión social a la causa gala. Además de las enormes donaciones de la elite residente en Europa, materializadas –entre otras iniciativas– en la creación del Hospital Argentino en París, destinado a los soldados aliados heridos (Sux, 1918: 43-56), también fue muy importante la recolección de fondos en amplios sectores sociales (Tato, 2008).

Por último, varios cientos de argentinos se enlistaron como soldados voluntarios en la Legión Extranjera o se unieron a la aviación francesa, como el multicondecorado piloto Vicente Almandos Almonacid, que declaró: “Me he enrolado aquí porque admiro mucho a Francia, en todo y por todo” (De Soiza Reilly, 1920, 136). Otros voluntarios expresaron puntos de vista similares (Sux, 1918, 120-122).

Por otro lado, la francofilia fue acompañada de una furiosa germanofobia, basada en la caracterización del Imperio Alemán como una potencia militarista agresiva, responsable de la guerra y de las atrocidades contra la población civil belga y francesa, que nutrió la propaganda aliada (Horne y Kramer, 2001). Uno de los principales referentes de estas ideas, el poeta Almafuerte (seudónimo de Pedro B. Palacios), comparó al Káiser con Nerón, Atila, Alarico y Herodes. En su poema “Apóstrofe”, describió a Guillermo II en términos muy cáusticos, como “dictador de un pueblo manso”, “zángano y pulpo”, “asesino coronado”, “mitológico demonio”, “invasor indiferente”, “imperial infanticida”, “ogro enorme de los párvulos de Bélgica”, “corruptor de la conciencia de los hombres”, “Mefistófeles”, “animal apocalíptico, precursor de las tinieblas, enemigo del derecho y la justicia; enemigo de los hombres; Anticristo” (Almafuerte, 1916, 25-35).

Los aliadófilos también hicieron referencias constantes a las contribuciones de los aliados ocasionales de Francia a la construcción de la Argentina moderna. Por ejemplo, afirmaron que

Nuestra gratitud es para Francia, que nos da el pan del espíritu; para Italia, cuyos hijos elaboran nuestra grandeza presente y futura; para Inglaterra, que con Canning afirmó la independencia argentina, y luego nos ofreció su confianza ilimitada en capitales que multiplican la riqueza pública y con el ejemplo de su libertad5.

[La causa argentina es] la misma que acaban de inscribir en sus banderas de guerra la Francia de los derechos del hombre, la Inglaterra de la Carta Magna, la Rusia de la revolución antizarista, la Italia del papado vencido, el Portugal de los Braganzas derrocados, la Unión Americana de la constitución federal. (Rojas, 1924ª, 26)

No obstante, en términos generales la lealtad primordial se dirigía a Francia y la profesión de fe francesa fue la base de la solidaridad brindada por asociación a las demás potencias aliadas. Como notó Ernesto Vergara Biedma, los aliadófilos “Aclamaban a la Rusia aristocrática; aclaman a la Rusia revolucionaria, Inglaterra, Japón, Serbia y el resto de los Aliados porque defienden a Francia. Aquí no hay aliadófilos, hay francófilos y ni aun esto es toda la verdad, porque escarbando un poco, encontramos que sólo hay parisiensófilos”(Vergara Biedma, 1917, 44).

Resulta paradójico que la apelación a la latinidad señalara a Francia en lugar de a Italia como el principal representante de la latinidad. La hegemonía demográfica italiana en la sociedad argentina llevaría a esperar un mayor énfasis en la imagen de ese país como la cuna de la civilización latina. Es posible atribuir el carácter periférico del llamado a la latinidad italiana a la debilidad del esfuerzo de propaganda de ese reino, un déficit que la prensa comunitaria denunció de manera persistente.6 La identificación de Italia con el origen de la raza latina y su proyección a América se habría convertido en una política de Estado solamente en la década de 1920, durante el régimen fascista (Savarino, 2006; Brandalise, 2013).

La invocación de la latinidad francesa para la movilización cultural de la opinión pública argentina fue blanco de las ácidas críticas de los germanófilos. El jurista Juan P. Ramos cuestionó la interpretación de la guerra como el enfrentamiento inevitable entre la raza latina y la germana:

Francia ha aportado a la guerra en un total de 370 millones de hombres (…) tan sólo 40 millones de población (…) Junto con Francia, Inglaterra, sin contar a sus colonias, interviene con 46 millones, y Rusia con 171. ¿Qué es, en ese total, pues, la población de Francia, sino un modesto 10.80 por ciento? Pues sobre ese porcentaje, menor que el que representan Rusia e Inglaterra, ciertas naciones neutrales han construido la base de sus firmes simpatías por los aliados, sosteniendo que la presente es una guerra entre el espíritu latino y el espíritu germánico. (…) Así son de sólidas ciertas convicciones en esta guerra, en que todo es formidable, hasta la ceguera y el error. (Ramos, 1915, 21-22)

Por otro lado, Ramos no dudó en referirse irónicamente a la artificialidad de la construcción de esa identidad, usada para obtener apoyo para Francia:

¿Podemos considerar latina a Francia? Por su lengua, sí, es una nación latina, pero no por la sangre. Los franceses del Norte tienen en sus venas elementos étnicos en los que el aporte latino entra muy poco; descienden en su inmensa mayoría de celtas y de germanos, francos, normandos, borgoñones, etc. En los franceses del Sur sucede más o menos lo mismo. El elemento latino no prepondera, en manera alguna, en una sangre formada por restos de ligures, íberos, cántabros, celtas, godos, vándalos, árabes, judíos, etc. (…) Lo único latino que hay en Francia, como en España, es la lengua, nacida (…) de una manera especial de pronunciar el idioma del Lacio. (…) La raza latina es una invención del siglo XIX, invención que se ha vulgarizado tanto que llega a revestir ribetes verdaderamente ridículos. (Ramos, 1915, 94-95)

¿El ocaso de Europa?

Como vimos, la Gran Guerra reforzó la lealtad a Francia, que era la principal referencia cultural de las elites argentinas desde el siglo XIX. Sin embargo, el conflicto también alentó otras perspectivas respecto de Europa, que mostraban el fin de las certezas acerca de su rol directriz en el desarrollo latinoamericano. Las características de las nuevas técnicas bélicas eran indicativas de la deshumanización producida por el conflicto, una regresión a la barbarie inconcebible para el Viejo Continente, la cuna de la civilización (Compagnon, 2013, 163-193).

El escritor Juan José de Soiza Reilly, corresponsal de guerra en los frentes occidental y oriental, describió la guerra como “el estado normal del hombre salvaje. Entre la pólvora y la sangre, el soldado se vuelve troglodita. Ocupa su sitio en la naturaleza. Reivindica su origen de ilustre poblador de las cavernas.”7

Por su parte, Roberto J. Payró, corresponsal de guerra en Bruselas, definió a la Gran Guerra como “diluvio universal de sangre”, una “catástrofe única en la historia.”8 No ocultó su decepción ante las nuevas formas de la contienda, que prolongaban indefinidamente la lucha:

(…) esta guerra sin batalles campales, demostrativa de que las fortalezas no sirven ya si no tienen a su alrededor todo un ejército de operaciones, y que sin embargo es una verdadera guerra de sitio, en que los antiguos fuertes han sido sustituidos por las trincheras, los castillos de piedra por simples zanjas improvisadas, pero ante las que se estrellan los ataques.9

La guerra de trincheras, la guerra subterránea, que parece eternizarse, los continuos combates en que los adversarios ganan o pierden palmos, de tal manera que ni retroceden ni avanzan, perturba los cerebros más equilibrados, produce un enervamiento enfermizo.10


Como Payró, Soiza Reilly observó con consternación las nuevas técnicas militares aplicadas durante la guerra, que significaban la violación de las regulaciones establecidas por las convenciones internacionales. Entre ellas, llamó la atención sobre los nuevos cañones fabricados por Krupp, las granadas de mano y las municiones como las balas dum-dum y los shrapnels, usadas por ambos bandos, cuyos efectos describió con crudeza.11 También se mostró impresionado por la guerra de trincheras, que evitaba la lucha en campo abierto y las acciones de caballería, pero que prolongaba el conflicto y forzaba a los soldados a soportar condiciones de vida infrahumanas:

Es, sencillamente, horrible esto de vivir, meses y meses, bajo tierra, encorvados, torcidos, enterrados, con la vista en ensión, siempre observando si en las trincheras enemigas se ve asomar una cabeza (…)

La ‘mauskrieg´–nombre que los soldados alemanes de Polonia dan a la ´guerra de ratones´– economiza muchos hombres, pero, en cambio, aumenta la gravedad de los heridos. (…)

En la guerra a campo descubierto (…) se inutiliza a los soldados sin tanta crueldad. Se les tira a las piernas. Un herido en las piernas, o en los brazos, podrá quedar inútil para esgrimir nuevamente las armas, pero pocas veces quedará inválido para seguir viviendo, como los que reciben un proyectil en la cabeza.12

En esas trincheras, que en su opinión parecían ser “sepulcros abiertos que esperaran nuevos inquilinos”13 les aguardaba una muerte menos heroica como resultado de enfermedades como la tuberculosis y el cólera, que encontraban un caldo de cultivo apropiado en las deficientes condiciones sanitarias de las trincheras.14

Así, la Gran Guerra implicó la autodestrucción del mundo conocido y el retroceso general a la barbarie:

Lo horrible, lo espantoso, lo que me hace crispar los puños de rabia, es ver la ausencia de corazón de que se jactan los países en guerra. (…) esa negación de la belleza espiritual, esa falta de humanitarismo, ese refinamiento que tiene la barbarie de los pueblos civilizados.15

El cruel espectáculo de la guerra produjo asombro y perplejidad entre los intelectuales, conmovidos por la violencia de su hasta entonces admirada Europa. En contraste, Latinoamérica en general –y la Argentina en particular– emergían como una tierra de promisión, un mundo pacífico que permanecía formalmente neutral frente a la catástrofe y que condenaba la violencia de su secular faro cultural. Esta imagen llevó a fortalecer la convicción en la supuesta excepcionalidad argentina, que era la base de la representación de la nación forjada desde comienzos de la década de 1880, y que operaba como factor de atracción para los inmigrantes europeos (Halperin Donghi, 1987, 211; Devoto, 2002. 111).

De acuerdo con Payró, el agotamiento de la civilización europea podía conducir a su sustitución por el liderazgo de Latinoamérica, debido a que el continente era “la tierra por excelencia del liberalismo bien entendido.”16 En sus palabras, “América puede recoger, del charco de sangre en que se apaga, y, ardiendo aún, la antorcha de la civilización.”17 Frente a la decadencia de los valores culturales europeos, Soiza Reilly también reivindicó a Latinoamérica, que se erigía en la verdadera personificación de la civilización:

Yo no sé si me dejarán decir con valentía las cosas que se ven en Europa. Pero conviene decirlas para probar que algo de moral sabemos en América. Esta enorme carnicería europea a que se están dedicando con ensañamiento y alevosía las naciones más serias y más nobles del mundo, se observa con mayor frialdad y con mucha mayor filosofía desde lejos (…) Cansados estamos de que a nuestras laboriosas repúblicas del sur se las llame salvajes. Pues bien: en esas revoluciones tan crueles y tan horribles que han asolado las provincias argentinas y los departamentos uruguayos, nunca se ha visto lo que se ve actualmente en Europa.18

Por otra parte, estas apreciaciones revelan que el concepto de barbarie comenzaba a ser aplicado por igual a todos los beligerantes, no solamente a los Imperios Centrales, un indicio de que la Gran Guerra era percibida como una crisis moral y cultural a gran escala. Aunque muy crítico del Imperio Alemán, Payró también tomó distancia de la representación polarizada de la guerra como el enfrentamiento entre dos bandos que representaban valores absolutos. Señaló que los aliados no podían ser plenamente identificados con la causa de la civilización, dado que presentaban severas contradicciones internas:

Ya era bastante con que la Francia republicana se hubiera hallado en la terrible necesidad de apoyarse en el zarismo, de tender la mano a las ensangrentadas manos de hierro de la autocracia para sellar una alianza monstruosa que sólo justifica el derecho a la vida, la penosa extremidad de la defensa propia (…) Por mucho que haya progresado Japón, por admirable que sea su desarrollo material, sus ideas no son y probablemente no serán nunca las de las naciones liberales que trabajan por una civilización más elevada y perfecta, civilización de paz, de bienestar, de fraternidad universal: el país de los daimios y del haraquiri es un país todavía bárbaro (…)

Con estos auxiliares –Rusia y Japón– la guerra actual pierde mucho del carácter que los latinos querríamos darle apoyándonos en todos los hechos y en todas las razones para evidenciar que es una guerra contra el militarismo, contra el absolutismo apenas disfrazado, y en favor de la paz y la libertad.19


Por otra parte, las opiniones de estos intelectuales muestran que la revalorización de América Latina fue otra de las reacciones provocadas por la Gran Guerra (Compagnon, 2013, 215-221). El Nuevo Mundo comenzó a ser reevaluado positivamente, visto como una comunidad de origen, basada en el pasado colonial compartido, y también como una comunidad de destino, potencial sustituta de la Europa decadente. El latinoamericanismo representó la búsqueda –aún incipiente– de nuevos modelos culturales en reemplazo del europeo y, al mismo tiempo, una alternativa a la creciente influencia del panamericanismo en América Latina. Los intelectuales argentinos en su mayoría rechazaron la apelación a la unidad continental bajo el liderazgo de Washington, convencidos del destino manifiesto argentino en Sudamérica, una convicción fuertemente enraizada en las elites argentinas decimonónicas (Devoto, 2002, 8-9). Dentro de esa línea, el presidente Hipólito Yrigoyen decidió promover una estrategia conjunta de las naciones latinoamericanas frente a la guerra, persiguiendo una alternativa al panamericanismo norteamericano. Con ese fin, en marzo de 1917 convocó a una conferencia de los Estados del subcontinente –el así llamado Congreso de Neutrales– a realizarse en Buenos Aires a comienzos de 1918. Sin embargo, el ritmo de la guerra impidió el encuentro, dado que en el ínterin la mayoría de esos países abandonó la neutralidad (Weinmann, 1994, 109; Lanús, 2001, 87-89).

La Gran Guerra estimuló la reivindicación de otra identidad transnacional hasta entonces marginal: el panhispanismo. El proceso de independencia había llevado a un distanciamiento del legado colonial y a la anatematización de España, considerada una potencia decadente, autoritaria y oscurantista. La hispanofobia persistió hasta la guerra hispano-cubano-norteamericana de 1898 (Sepúlveda Muñoz, 2005, 70-75), momento en el que algunos sectores minoritarios de las elites latinoamericanas comenzaron a valorar la cultura hispánica y a dar forma al “primer antiimperialismo latinoamericano” (Terán, 1986). El panhispanismo era definido como una comunidad espiritual entre la antigua madre patria y sus colonias, basada en el idioma compartido y en la cultura (Pike, 1971, 1). En 1910, durante la celebración del centenario de la Revolución de Mayo, se desencadenaron controversias intensas en el campo intelectual en torno de la identidad nacional. Por entonces, Manuel Gálvez exaltó al panhispanismo como la quintaesencia de la argentinidad e instó al retorno de la Argentina a sus raíces hispánicas (Quijada, 1985). Otros intelectuales, como Joaquín V. González, Enrique Larreta, Ricardo Rojas, Manuel Ugarte, Martín Noel, Estanislao Zeballos y José León Suárez (Moya, 2004, 367-368), también compartieron esa perspectiva sobre la identidad nacional, aun cuando la francofilia siguió siendo dominante.

Después del estallido de la Primera Guerra Mundial, el panhispanismo se expresó a través de masivos homenajes a España, cuya neutralidad fue postulada por algunos sectores como modelo a seguir por las repúblicas latinoamericanas. La entrada de los Estados Unidos en la guerra en 1917 y el nuevo impulso dado a la campaña panamericanista reactivó la hispanofilia. En ese año, Yrigoyen decretó que el 12 de octubre se convirtiera en feriado nacional como el Día de la Raza. En las cláusulas del decreto España era exaltada por el descubrimiento, la conquista y la colonización del continente americano:

1° — Que el descubrimiento de América es el acontecimiento de más trascendencia que haya realizado la humanidad a través de los tiempos, pues todas las renovaciones posteriores se derivan de este asombroso suceso que, al par que amplió los lindes de la tierra, abrió insospechados horizontes al espíritu;

2° — Que se debió al genio hispano, —al identificarse con la visión sublime del genio de Colón—, efeméride tan portentosa, cuya obra no quedó circunscripta al prodigio del descubrimiento, sino que la consolidó con la conquista, empresa ésta tan ardua y ciclópea que no tiene términos posibles de comparación en los anales de todos los pueblos;

3°— Que la España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de mantener con jubiloso reconocimiento.” (Yrigoyen, 1949 [1917], 115).

La exaltación de España pretendía neutralizar simbólicamente la influencia de los Estados Unidos y defender la neutralidad adoptada desde el comienzo de la guerra por el gobierno argentino.

La propaganda alemana y los círculos germanófilos argentinos también dieron impulso al latinoamericanismo y al panhispanismo. Conscientes del hecho de que no podían esperar ni del gobierno ni de la opinión pública argentinos una posición favorable a los intereses del Imperio ni una neutralidad benévola hacia él, trataron de promover la resistencia a los avances anglosajones y panlatinistas. En primer lugar, su discurso denunció los efectos del imperialismo británico y francés sobre los intereses latinoamericanos. En ese sentido, Ernesto Quesada pasó revista a las diferentes agresiones a la soberanía de los países del subcontinente perpetradas a lo largo de su historia por las potencias europeas, con la excepción de Alemania (Quesada, 1915). Por su parte, Juan P. Ramos mostró sarcasmo hacia los defensores de los aliados, que parecían olvidar las afrentas a sus naciones infligidas por las potencias imperialistas, y enfatizaban la similar condición de víctimas de España y de Argentina:

Políticos y literatos españoles han pedido la incorporación de su patria a la coalición de los aliados a fin, tal vez, de que la Inglaterra, protectora de los pueblos, pueda conservar la llave del Mediterráneo, Gibraltar, para seguridad eterna del comercio y de la navegación. Muchos suramericanos, muchos argentinos, han encontrado que es un honor para nuestro continente que la nación que ha ido a la guerra por defender la neutralidad de Bélgica guarde cariñosamente las Malvinas a pesar de nuestras constantes reclamaciones diplomáticas.20

Dentro de esa tónica, los defensores de Alemania criticaron el panamericanismo norteamericano, presentado como una nueva máscara de la doctrina Monroe, que implicaba en la práctica “América para los americanos del Norte”21, “otra diabólica invención del egoísmo más crudo y del imperialismo más acentuado” (Colmo, 1918, 60). Así, los principales exponentes de la germanofilia argentina contribuyeron a nutrir el panhispanismo como una alternativa a “las oleadas del panamericanismo yanqui y de seudo latinismo ítalo-francés.”22 A tal fin, desde el comienzo del conflicto alabaron la neutralidad española, y enfatizaron el llamado a la unidad con la península, especialmente a partir de 1917. Como advirtió el poeta Belisario Roldán, la entrada en guerra de la Argentina sería “una aventura quijotesca que la propia patria del Quijote ha sabido eludir hasta la fecha” (Roldán, 1951, 360). En el mismo sentido, el jurista Alfredo Colmo exhortaba: “Recordemos a la madre patria, que con toda altivez resiste, en medio de necesidades más intensas que las nuestras, influencias aún más directas que las que obran contra nosotros” (Colmo, 1918, 66).

Por otra parte, los germanófilos también instaron a la unidad de acción de Latinoamérica para resistir la penetración política de los Estados Unidos y las rivalidades geopolíticas promovidas por su gobierno. En ese sentido, el escritor y periodista Gonzalo de Reparaz con el seudónimo de Pedro de Córdoba) exigió reafirmar “la solidaridad de nuestros destinos, buscar, con todos, la solución armónica, amistosa y fraternal de los problemas que nos dividen”. También alentó la formación de diferentes bloques de países que deberían actuar de manera conjunta, a los que llamó “América austral”, “América ecuatorial” y “América central” (De Córdoba, 1917, 63,78).

Esta búsqueda antiimperialista coincidió en varios aspectos con las propuestas de Manuel Ugarte, que estimulaba la unidad latinoamericana desde 1910 en su libro El porvenir de la América española, un reclamo reforzado durante la gran Guerra desde las columnas de efímero periódico La Patria (Compagnon, 2013: 92-93). En suma, el redescubrimiento del antiimperialismo, otra manifestación de la cultura política nacionalista argentina, fue uno más de los efectos del conflicto a nivel local.

La encarnación de la argentinidad

Como hemos sostenido, desde su comienzo la Gran Guerra involucró indirectamente una cuestión nacionalista, relacionada con la definición de la identidad argentina. En 1917 la situación internacional alentó el nacionalismo de manera directa.

En febrero, el Imperio Alemán reinicio la guerra submarina irrestricta, que afectó a todos los barcos –incluidos aquellos procedentes de los países neutrales– que navegaran por la zona de exclusión que rodeaba al Reino Unido, Francia, Italia y el Mediterráneo oriental. Esta medida tuvo un impacto doble en la Argentina; por un lado, determinó el ingreso de los Estados Unidos en la guerra en el bando aliado y el reinicio de la campaña continental para alinear a los países latinoamericanos bajo el lema del panamericanismo; por otro lado, derivó en el hundimiento de tres naves de bandera argentina –el Monte Protegido, el Oriana y el Toro–, y en el consecuente conflicto diplomático con Alemania. La suma de estos dos factores tuvo enormes efectos sobre la opinión pública. Aunque el gobierno hizo reclamos inmediatos al Imperio que fueron satisfechos, en septiembre la crisis alcanzó su punto culminante con la difusión por parte de los Estados Unidos de telegramas enviados por el ministro alemán en la Argentina –el Conde de Luxburg–, que habían sido interceptados y descifrados por el servicio de inteligencia británico. En esos telegramas, Luxburg aludía en términos injuriosos al presidente argentino y al ministro de Relaciones Exteriores, Honorio Pueyrredón. También aconsejaba continuar con la guerra submarina contra los barcos argentinos pero “sin dejar rastros” y sugería un acuerdo tácito con Yrigoyen para que en el futuro los barcos argentinos evitaran entrar en la zona de exclusión (Lanús, 2001, 72-83). Los Estados Unidos difundieron deliberadamente esta noticia como táctica de presión sobre el gobierno nacional.

Estas nuevas circunstancias cambiaron drásticamente la escena política. Hasta entonces había predominado el consenso en torno de la neutralidad, según el cual esta política exterior era la más conveniente para la Argentina. Por un lado, contribuía a preservar las relaciones comerciales con todos los beligerantes durante y después de la guerra. Por otro lado, evitaba las tensiones procedentes de la presencia en el suelo argentino de amplias comunidades de inmigrantes, la enorme mayoría de ellas europeas. Sin embargo, los incidentes diplomáticos con el Imperio Alemán quebraron el consenso neutralista, dieron a la política exterior una importancia central en la agenda pública y apelaron a los fundamentos nacionalistas de la cultura política argentina. El conflicto parecía amenazar la soberanía nacional y la posición del país en la arena internacional. En consecuencia, la sociedad se polarizó entre los promotores de la ruptura de relaciones diplomáticas con el gobierno alemán (los así llamados rupturistas o simplemente aliadófilos y los defensores de la neutralidad, denominados despectivamente germanófilos por sus adversarios. Ambas tendencias de la opinión reclamaban ser las únicas y genuinas representantes de la nación y condenaban al otro al repudiado terreno de lo antinacional. Para los primeros, la neutralidad era un disfraz de una germanofilia vergonzante, imposible de sostener ante los coletazos locales de la Gran Guerra, y absolutamente contraria a los intereses nacionales:

Ya no quedan en la Argentina más germanófilos que los súbditos del káiser, como es natural; pues los argentinos que lo eran, han resuelto hacerse neutrales (…) ¡Denuncio, señores, que la neutralidad es hoy la forma encubierta del germanismo! Siendo imposible ya la defensa honorable del militarismo teutón, se osa proponer la abstención resignada” (Rojas, 1924ª, 21).

Sus adversarios, por su parte, sostenían que “el aliadofilismo intervencionista no es en el fondo otra cosa que una suma de pasiones y de intereses extranjeros (…) el neutralismo es toda una explosión de viril nacionalismo y de exclusivo y patriótico argentinismo”. (Colmo, 1918, 49-50)

El nacionalismo irrumpió así en la vida social argentina de manera súbita y violenta. La crisis diplomática fomentó la movilización social y cultural que se venía desarrollando desde el inicio de la guerra, y que a partir de ese momento experimentó un crecimiento exponencial. Después de aquellos primeros excesos, la sociedad trató de canalizar sus pasiones nacionalistas de manera pacífica y sistemática, a través de la organización de asociaciones que operaron a lo largo de la geografía nacional y que fueron la expresión de una arraigada cultura asociativa, surgida a mediados del siglo XIX (Di Stefano, Sabato, Romero y Moreno, 2002). Desde 1914, asociaciones de solidaridad ofrecían ayuda material a los soldados y a las víctimas civiles de la guerra; a partir de 1917, surgieron otras organizaciones más activas y tumultuosas, caracterizadas por su militancia en favor de una política exterior específica. Gran parte del fervor en torno de la guerra fue encauzado a través de asociaciones preexistentes de diversos tipos, como bibliotecas populares, clubes, centros recreativos, comités radicales, centros socialistas, centros de estudiantes y sindicatos. Sin embargo, también comenzaron a florecer nuevas organizaciones, específicamente formadas para posicionarse frente a la política exterior oficial. Por lo menos al comienzo, estas sociedades tendieron a operar de manera autónoma y a desarrollar actividades de propaganda a nivel local. Sin embargo, rápidamente apoyaron a dos organizaciones que comenzaron a centralizar y coordinar las acciones de los neutralistas y de los rupturistas a escala nacional: la Liga Patriótica Argentina Pro Neutralidad y el Comité Nacional de la Juventud, respectivamente (Tato, 2008).

La Liga surgió en abril de 1917, alentada por las primeras repercusiones de la guerra submarina. Fue organizada por personajes desconocidos para la mayor parte de la opinión pública, como Alberto J. Grassi, Alberto Cortesano y José V. Antico23. En septiembre, en el medio del affaire Luxburg, fue reorganizada, incluyendo entre sus autoridades a personalidades prominentes, como José M. Penna, Ernesto Quesada, Gregorio Aráoz Alfaro, Alfredo Colmo, Juan P. Ramos, Calixto Oyuela, Ernesto Vergara Biedma, Dardo Corvalán Mendilaharzu, Belisario Roldán, el diputado nacional José Néstor Lencinas, José Monner Sans, y Coriolano Alberini.24 Un somero análisis de la composición de este comité ejecutivo muestra que la Liga congregó a personalidades de diferente orientación política, tanto oficialistas como opositores, y de profesiones variadas, como poetas, médicos y hombres de negocios.

El Comité Nacional de la Juventud, por su parte, fue fundado en septiembre por reconocidas figuras del mundo de la cultura. Entre sus autoridades estaba representado lo más selecto del campo intelectual argentino, como Ricardo Güiraldes, Carlos Alberto Leumann, Pedro Miguel Obligado, Ramón Columba, Alfonso de Laferrère, Alfredo González Garaño, Alberto Gerchunoff y Álvaro Melián Lafinur25. Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones se destacaban entre sus oradores regulares, al igual que el dirigente socialista Alfredo Palacios. Aunque en su primer manifiesto el Comité reclamó al gobierno la ruptura inmediata de las relaciones diplomáticas con el Imperio Alemán,26 nunca consideró la posibilidad de entrar en guerra, de ahí el apelativo despectivo de guerreros incruentos que les endilgaron los partidarios del oficialismo.27

Como ambas organizaciones ponen en evidencia, en estas circunstancias los intelectuales desplegaron un creciente compromiso con la causa de la guerra. Mientras que al estallar el conflicto solamente unos pocos mostraron un fuerte activismo en favor de los Aliados o de Alemania, en 1917 el mundo de la cultura en su conjunto –con escasas excepciones– se involucró en los debates públicos y participó en las actividades organizadas por rupturistas y neutralistas. Entre éstas, cabe mencionar las masivas movilizaciones públicas desarrolladas en las calles y plazas de las principales ciudades del país (Tato, 2010).

Aunque ambas tendencias de la opinión se caracterizaban por su heterogeneidad constitutiva, es dable intentar una aproximación a las concepciones sobre la identidad nacional que expresaban en sus discursos. Los aliadófilos reivindicaban la definición cosmopolita y liberal de la nación sobre la que se había asentado la construcción del Estado nacional en la segunda mitad del siglo XIX. A la idea del crisol de razas añadían la identificación con valores universales como la libertad y la democracia, asociados a la tradición independentista argentina, que estarían representados por las potencias aliadas, de donde derivaban la necesidad de alinearse con ellas en la guerra. Además de estas afinidades ideológicas y políticas, también desempeñó su papel el “decoro herido” (Gerchunoff, 1918ª, 53-54) por la guerra submarina alemana, de manera tal que

Aquella nuestra admiración antigua por Francia o nuestra amistad con Inglaterra se truecan ahora en un deber de dignidad esencial. Ya no somos neutrales que juzgan, lejanos y aislados, la tragedia provocada por el militarismo y el mercantilismo de una raza de militares y de mercaderes. Somos hoy un país atacado y ofendido.28

En esas circunstancias, como denunciara Rojas en la cita de las páginas precedentes, el mantenimiento de la neutralidad era juzgado como una forma solapada de germanofilia y de abandono de los deberes propios de la lealtad a la nación.

Los neutralistas, por su parte, definían como deber patriótico mantener la equidistancia frente a los beligerantes y la autonomía decisoria en las relaciones exteriores, cuestión acuciante en la coyuntura de 1917. En sus discursos fue frecuente la irrupción de expresiones antiimperialistas y antinorteamericanas. Asimismo, a menudo se presentaron de manera explícita como la encarnación de la “argentinidad pura”, de “un patriotismo puro, exclusivo y excluyente”, en contraposición con sus adversarios, que “piensan y sienten en francés”, quienes a su juicio dejaban traslucir un patriotismo híbrido (Vergara Biedma, 1917, 43, 47). Asimismo, establecieron una interpretación geográfica y clasista de la polarización de la sociedad ante la guerra. Identificaron a los rupturistas con las ciudades cosmopolitas como la capital de la república, considerando en cambio que “en casi todo el territorio mediterráneo del país, las simpatías se invierten” (Colmo, 1918, 112), afirmación en la que resonaban los ecos del nacionalismo cultural del Centenario, que reservaba al interior de la república la misión de preservar la argentinidad frente a las influencias foráneas. Por otra parte, algunos neutralistas asociaron a sus adversarios con la elite de “los llamados rastacueros” (Colmo, 1918, 79) y a los neutralistas con “el pueblo” (Colmo, 1918, 112). De todas maneras, cabe aclarar que no resulta conveniente atribuir al campo neutralista en su conjunto esta definición de la identidad nacional, dado que –sobre todo en comparación con el campo aliadófilo– era sumamente heterogéneo, ya que albergaba a radicales, socialistas internacionalistas, anarquistas, católicos. Las conceptualizaciones reseñadas más arriba pertenecen a algunos de los intelectuales que militaban en la Liga Patriótica Argentina Pro Neutralidad y no pueden ser generalizadas al resto de los sectores que circunstancialmente coincidían en la defensa de la política exterior neutralista.

No obstante, a pesar de los diagnósticos divergentes y de la propuesta de direcciones diplomáticas opuestas, neutralistas y rupturistas coincidieron en la justificación de su respectiva posición frente a la guerra apelando al nacionalismo. De hecho, ambos invocaban al destino manifiesto de la Argentina en América Latina. Desde la perspectiva de los primeros, la neutralidad garantizaba que todos los beligerantes le dieran al país un tratamiento justo y por lo tanto la estrategia apropiada para limitar el avance del panamericanismo norteamericano y consecuentemente para mantener el liderazgo argentino en la región. Por esa razón, los neutralistas solían elogiar la política exterior promovida por Yrigoyen, que “contra todas las seducciones, ante cualquier sugestión, contra las mismas amenazas, ha sabido resistirse y ha logrado mantener incólume nuestro nombre y nuestra dignidad” (Colmo, 1918, 75). Para los rupturistas, el alineamiento con los aliados permitiría que la Argentina ocupara una posición ventajosa en la arena internacional durante y después del conflicto. También neutralizaría el avance de Brasil en Sudamérica, dado que la entrada del país vecino en la guerra era percibida como una amenaza al status internacional de la Argentina en el subcontinente. En palabras de Alberto Gerchunoff,

Es de lamentar que no seamos nosotros los que hablemos a los países de Europa en nombre de toda la América del Sud, que desde los orígenes históricos de la independencia, ha visto en la Argentina una nación monitora y defensora de la libertad. Es la Argentina la que debió representar al continente sur en la guerra. (Gerchunoff, 1918b, 8-9)

Asimismo, neutralistas y rupturistas también estaban de acuerdo en la condena del imperialismo, aunque responsabilizaban de la guerra a diferentes imperios. Los neutralistas declaraban a los Estados Unidos y al Reino Unido como los principales enemigos de América Latina, víctima de su insaciable imperialismo. Ernesto Quesada resumió esas ambiciones de la manera siguiente:

Alemania jamás ha pretendido desempeñar papel político en América: en cambio, Inglaterra se ha posesionado, durante el siglo XIX, de diversos territorios americanos, como, p. e., en lo que hoy es Honduras británica, en las islas Malvinas, etc., trató vanamente de conquistar a la misma Argentina en 1806 y 1807, y ha ejercido presión diplomática y militar en diversos estados latino-americanos; Francia, con la tentativa del imperio de Maximiliano, intentó la conquista de México, entre ambas –Francia e Inglaterra– trajeron varias intervenciones armadas al Río de la Plata, en la época de Rosas; los Estados Unidos, en sus sucesivos avances sobre México, le han arrebatado California, Texas, y han recibido a Puerto Rico como despojo de una guerra, ejerciendo el protectorado sobre Cuba y Panamá. (Quesada, 1915, 53)

Por el contrario, los rupturistas sólo consideraban a los Imperios Centrales como potencias imperialistas. En consecuencia, su antiimperialismo se limitaba a la denuncia de “la ambición de hegemonía pretoriana mundial del imperialismo alemán, asociado a otros dos imperios carcomidos, de historia negra por su absolutismo y por el ensañamiento de sus persecuciones tradicionales”. (Barroetaveña, 1917, 10)

Una evaluación de los legados de la Gran Guerra al nacionalismo

Como hemos visto a lo largo del trabajo, la Primera Guerra Mundial creó un clima de efervescencia cultural marcado por una variedad de expresiones de la cultura política nacionalista.

En primer lugar, el conflicto dio ímpetu a nuevas reflexiones sobre la identidad nacional y su definición. En efecto, durante la Gran Guerra circularon en el campo cultural representaciones alternativas de la argentinidad, que proponían insertar a la nación en unidades culturales supranacionales basadas en una comunidad espiritual y cultural (panlatinismo, latinoamericanismo, panhispanismo) o en una unidad geográfica (panamericanismo). Aunque estas concepciones transnacionales coexistían desde el siglo anterior, fueron reactivadas por la Primera Guerra Mundial y experimentaron altibajos durante el conflicto. El predominio del panlatinismo es indicativo de la reafirmación de los vínculos de las elites argentinas con sus referentes culturales tradicionales, expresada principalmente en el apoyo incondicional a la causa de Francia y, a través de ella, al resto de los aliados. Por otro lado, la campaña panamericanista reforzó una perspectiva antiimperialista estrechamente conectada con el nacionalismo. Asimismo, la crisis civilizatoria engendrada por la guerra provocó simultáneamente cierto desencanto respecto de Europa e hizo posible la propuesta de conexiones culturales alternativas con otros países latinoamericanos o con la España neutral, concebidos ambos como posibles herederos de una civilización que estaba muriendo en las trincheras. No obstante, cabe aclarar que ni el latinoamericanismo ni el panhispanismo pudieron desalojar a Francia de las preferencias de las elites, por lo menos hasta la Segunda Guerra Mundial (Rolland, 2000).

En segundo lugar, la Gran Guerra dio nueva vida a elementos ideológicos que eran parte integral de un sustrato nacionalista muy extendido, fuertemente arraigado en la cultura política argentina. Entre ellos, podemos señalar la convicción en una supuesta excepcionalidad nacional, que operó por contraste con la Europa en llamas; la imagen de la Argentina como tierra de promisión; la creencia en la existencia de un destino manifiesto argentino en América Latina; la defensa de la nación como valor supremo ante agresiones externas; la autodeterminación y la soberanía nacional en un contexto de intensas presiones políticas internas y externas. Estos elementos sobrevolaron con variada intensidad los debates de la hora y reactualizaron la “cuestión nacional”.

Recientemente se ha atribuido a la Gran Guerra un rol crucial en el desarrollo de un nacionalismo cultural y de un nacionalismo político en clave autoritaria durante las dos décadas subsiguientes (Compagnon, 2013, 235-238). Sin descartar el impacto que en esos procesos hayan tenido la erosión de los pilares ideológicos decimonónicos y la decepción frente a Europa, creemos que es necesario matizar esa conexión. Por un lado, es cierto que se registraron continuidades entre el ideario de los admiradores del Imperio Alemán durante la Gran Guerra y los diversos movimientos políticos y/o intelectuales ligados al nacionalismo político y/o cultural, los cuales hicieron eclosión en la inmediata posguerra. Algunos nombres parecen avalar esta posibilidad. Intelectuales como Ernesto Quesada y David Peña –sindicados como antecedentes del revisionismo histórico que se desarrolló a partir de los años ’30– o como Juan P. Ramos –líder de una de las agrupaciones nacionalistas de esa década (ANA/ADUNA)–, militares como los generales José Félix Uriburu y Emilio Kinkelín, entre otros, durante la guerra manifestaron su admiración por la Alemania de Guillermo II y bregaron abiertamente por la victoria germana sobre las potencias de la Triple Entente, a través de la prensa, de conferencias públicas, y de su participación en manifestaciones de la Liga Patriótica Argentina Pro Neutralidad. Sin embargo, otros itinerarios intelectuales desmienten la supuesta linealidad entre germanofilia y nacionalismo, y dan cuenta de la complejidad de las derivas ideológicas de la Primera Guerra Mundial. En efecto, si bien en el campo germanófilo pueden detectarse varias continuidades con el nacionalismo de la entreguerra, algunas trayectorias aliadófilas matizan toda generalización. Por mencionar sólo dos casos emblemáticos, tanto Manuel Carlés como Leopoldo Lugones, fervientes francófilos y defensores de la causa aliada, poco tiempo después del armisticio experimentaron un viraje político que los constituyó en referentes representativos del nacionalismo antiliberal y antidemocrático.

Por otro lado, aunque es fundamental auscultar los impactos de corrientes de ideas que se desplegaban a nivel global, creemos que también es necesario balancear su ponderación y tomar en consideración la dinámica política interna. En ese sentido, por ejemplo, el retorno de Yrigoyen a la presidencia en 1928 fue mucho más decisivo para la emergencia de movimientos nacionalistas autoritarios que la retórica antiliberal surgida de la Gran Guerra; en todo caso, el acontecimiento político local creó las condiciones de posibilidad para la irrupción de cuestionamientos ideológicos que en Europa habían cobrado ímpetu después de 1918.

Para concluir, a la luz de todos los desarrollos aquí evocados, consideramos que los años de la Primera Guerra Mundial merecen ser plenamente incorporados a la historia del nacionalismo argentino y que sus conexiones con los avatares del nacionalismo en la inmediata posguerra ameritan ser explorados.


Notas

1 Entendemos aquí por cultura política el conjunto de valores, creencias, actitudes, símbolos, discursos y liturgias comunes que orientan las prácticas y las actividades de un colectivo social (Landi, 2001: 146-148). En el caso del nacionalismo, la cultura política se centra en un entramado de nociones que reconoce a la nación como valor identitario primordial, como lealtad suprema y como fuente única de soberanía y de legitimidad política. La amplitud de estos núcleos de ideas les confiere transversalidad y facilita su combinación con diferentes tradiciones políticas e intereses sociales (Núñez Seixas, 2004: 11-12).

2 La historiografía acerca del nacionalismo en la Argentina es muy vasta y prolífica, por lo cual la enumeración precedente no pretende ser exhaustiva, por lo que se centra sólo en algunos autores y obras representativos.

3 Algunas excepciones son los libros de McGee Deutsch (1999) y Finchelstei (2010).

4 En francés en el original. Traducción de la autora.

5 “Alemania y ‘La Mañana’”, La Mañana, 31/03/1917.

6 Zuccarini, E., “Parlando piano e chiaro”, La Patria degli Italiani, 30/6/1917; Silva, P., “La propaganda italiana all'estero”, Giornale d’Italia, 16/12/1917.

7 De Soiza Reilly, J. J., “Cementerio de cañones en Berlín”. En Fray Mocho 154, 09/04/1915.

8 Payró, R. J. “Diario de un testigo. La guerra vista desde Bruselas, 1”, La Nación, 23/03/1915, reproducido en Payró, 2009: 809.

9 Payró, R. J. “Diario de un testigo. La guerra vista desde Bruselas, 35”, La Nación, 27/04/1915, reproducido en: Payró, 2009: 940.

10 Payró, R. J., “Diario de un testigo. La guerra vista desde Bruselas, 40”, La Nación, 22/05/1915, reproducido en: Payró, 2009: 959.

11 De Soiza Reilly, J. J., “Los hospitales de sangre”, Fray Mocho 131, 30/10/1914, y “En la Polonia rusa”, Fray Mocho 144, 29/01/1915.

12 De Soiza Reilly, J. J., “La estrategia de los ratones”, Fray Mocho 155, 16/04/1915.

13 De Soiza Reilly, J. J., “Las cosas que se encuentran después de una batalla”, Fray Mocho 148, 26/02/1915.

14 De Soiza Reilly, J. J., “Un almuerzo bajo la metralla”, y “El cólera en el ejército alemán”, Fray Mocho 146 y 147, 12/02/1915 y 19/02/1915, respectivamente.

15 De Soiza Reilly, J. J., “La obra humanitaria de Suiza”, Fray Mocho 139, 25/12/1914.

16 Payró, R. J., “Diario de un testigo. La guerra vista desde Bruselas, 21”, La Nación, 13/04/1915, reproducido en Payró, 2009: 887.

17 Payró, R. J., “Diario de un testigo. En Holanda, 3”, La Nación, 30/12/1914, reproducido en Payró, 2009: 754.

18 De Soiza Reilly, J. J., “La obra humanitaria de Suiza”, Fray Mocho 139, 25/12/1914.

19 Payró, R. J., “Diario de un incomunicado, 7”, La Nación, 24/11/1914, reproducido en Payró, 2009: 670.

20 “La palabra del Dr. Juan P. Ramos”, La Unión, 22/03/1915.

21 “La política panhispanista”, La Unión, 04/07/1917.

22 “España, Hispano América y su puesto en el mundo”, La Unión, 03/05/1917.

23 “La guerra”, La Prensa, 22/04/1917.

24 “Asuntos internacionales”, La Prensa, 13/10/1917.

25 “La juventud y el presidente de la nación”, La Mañana, 02/10/1917.

26 “¡Argentinos!”, La Mañana, 15/09/1917.

27 “Un manifiesto imprudente”, La Época, 13/10/1918.

28 Alberto Gerchunoff, “La actitud argentina”, La Mañana, 23/4/1917.

 

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Fecha de Recibido: 6 de agosto de 2016
Fecha de Aceptado: 10 de septiembre de 2016
Fecha de Publicado: 14 de octubre de 2016

 

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