Anuario del Instituto de Historia Argentina, mayo-octubre 2020, vol. 20, n° 1, e108. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Historia Argentina y Americana

Dossier

La inmigración como un viaje emocional. Una reflexión a partir del caso de la Argentina entre fines del siglo XIX y la Segunda Posguerra

María Bjerg

Universidad Nacional de Quilmes - CONICET, Argentina

Cita sugerida: Bjerg, M. (2020). La inmigración como un viaje emocional. Una reflexión a partir del caso de la Argentina entre fines del siglo XIX y la Segunda Posguerra. Anuario del Instituto de Historia Argentina, 20(1), e108. https://doi.org/10.24215/2314257Xe108

Resumen: Este trabajo recorre parte de la historiografía argentina de la inmigración para reflexionar sobre una posible lectura del fenómeno que impactó al país y cambió su anatomía entre fines del siglo XIX y los años 1950, a partir del aporte conceptual de la historia de las emociones. Aunque las emociones están implícitas en la interpretación del grueso de los estudios que abordan desde múltiples ángulos el problema inmigratorio, no han sido utilizadas como una categoría de análisis. Transitar por ese camino de indagación contribuiría a complejizar el cuadro de la experiencia migratoria a nivel individual/familiar y a develar las prescripciones que regulaban la expresión y las prácticas emocionales de los actores que convergieron en aquel singular escenario: los inmigrantes, las clases dirigentes y los argentinos.

Palabras clave: Inmigración, Lenguajes emocionales, Prácticas emocionales, Regímenes emocionales, Comunidad étnica, Comunidad emocional, Patriotismo, Nacionalismo.

Migration as an emotional journey. A comment upon Argentina between the 19th century and the Second Postwar

Abstract: Based on the conceptual contribution of the history of emotions, this article examines the Argentine historiography on immigration to propose an alternative interpretation of the phenomenon that deeply affected the social and cultural physiognomy of the country between the late 19th century and the Second Postwar. Emotions are indeed implicit in the bulk of research that study immigration from various angles, nevertheless they have not been addressed as a category of analysis. An inquiry in the intersection of migrations and emotions would contribute to a better understanding of the migratory experience of the transnational family as well as to unveil de prescriptions that regulated the emotional expressions and practices, not only of the foreigners but also of the Argentine ruling classes and the local people.

Keywords: Immigration, Emotional languages, Emotional practices, Emotional regimes, Ethnic community, Emotional community, Patriotism, Nationalism.

Introducción

La experiencia de migrar está atravesada por las emociones. Partir del lugar de origen renunciando, aunque sea de manera temporaria, a los vínculos familiares y sociales, y dejar atrás los paisajes materiales y simbólicos conocidos desencadena una miríada de sentimientos: la angustia y la esperanza; la ambición y la culpa; la ansiedad y el sosiego. Una vez que los migrantes se establecen en la sociedad receptora afloran la nostalgia y el anhelo –sobre todo si se ha viajado en soledad, dejando atrás a la familia–; la alegría, si el objeto del viaje ha sido el reencuentro con un ser querido; el alivio, si existe una red de paisanos que mitiguen las asperezas de la vida como recién llegado; el temor, cuando las sociedades que los reciben expresan rechazo y xenofobia.

Abandonar los orígenes y adaptarse a vivir en una sociedad nueva fueron experiencias signadas por la ambivalencia emocional,1 porque la pena y la culpa que provocaba partir no era incompatible con el entusiasmo que despertaba el horizonte de expectativas abierto por la migración. A veces, el viaje era la oportunidad de liberarse de vínculos rasgados por el desafecto. Padres autoritarios y demandantes que ahogaban la autonomía de sus vástagos, pero cuyo abandono, a su vez, despertaba sentimientos de culpa entre los migrantes (Baldassar, 2015). Esposas por las que ya no se sentía cariño, pero que quedaban al cuidado de hijos pequeños a los que el migrante permanecía unido afectivamente, y sobre quienes tenía responsabilidades parentales que causaban desvelos (Bjerg, 2019b). Largos y férreos brazos de poderes políticos y estatales que coartaban libertades ideológicas y religiosas; guerras que provocaban dolorosos desplazamientos, y paces que obturaban el regreso al hogar (como les ocurrió, por ejemplo, a millones de desplazados después de la Segunda Guerra Mundial), un lugar por el que se volvía imperioso aprender a sentir desapego.

Pero la migración no solo afectaba la subjetividad de los que partían sino también la de los que se quedaban, y, a la vez, desencadenaba profundas mutaciones en las relaciones sociales, laborales y de género en las regiones de emigración. Eso ocurrió, por ejemplo, en Galicia, el sur de Italia y Portugal, donde el drenaje de hombres jóvenes reconfiguró la demografía de las comarcas. El descenso del número de varones generó altos índices de soltería femenina y transformaciones en el reparto tradicional de los roles. A su vez, las mujeres casadas que se quedaban en las aldeas con sus hijos cuando los esposos partían debían asumir el papel de padre y madre, y tomar a su cargo el trabajo que antes hacían los hombres. Se estableció así un matriarcado de hecho, que obligó a las féminas a ponerse al frente de todas las necesidades del hogar y de la explotación económica. Sin embargo, su libertad para tomar decisiones no fue plena, en la medida en que seguían dependiendo de las remesas que los esposos enviaban desde América. Esas regiones se poblaron de “viudas de los vivos” o “viudas blancas” (Bretell, 1986; Cagiao Vila, 2001; Reeder, 2003), mujeres jóvenes que esperaban el retorno de sus cónyuges y seguramente albergaban la ilusión de que con la vuelta de los emigrantes las cosas volvieran a ser como antes. El temor a que los hombres no regresaran; la ansiedad que signaba la espera de la correspondencia y el dinero de América; la alegría que causaba la llegada de la correspondencia; la desilusión que provocaban las cartas escuetas o las remesas magras; el enojo que generaban las disputas conyugales epistolares, la pena de los padres ancianos cuando los hijos decidían afincarse en ultramar; todo aquello surcaron esas vidas transnacionales.

Hace un tiempo Loretta Baldassar y Paolo Boccagni (2015) señalaron que la falta de conocimiento (y reconocimiento) mutuo entre los estudios migratorios y los estudios de las emociones ha desalentado la exploración de la dimensión emocional de la experiencia migratoria. Ubicado en el cruce entre esos dos campos, este trabajo reflexiona sobre el papel que la historia de las emociones y su marco conceptual puede desempeñar en ampliar y complejizar nuestra comprensión de la historia de la inmigración en la Argentina entre fines del siglo XIX y la segunda posguerra. La primera parte del artículo aborda la experiencia emocional de la familia transnacional, mientras que la segunda enfoca la relación entre la integración de los inmigrantes en la sociedad local y las emociones desde dos ángulos complementarios: el de las comunidades étnicas y sus apegos emocionales a las culturas vernáculas, y el de las clases dirigentes y la dinámica emotiva de sus discursos patriótico/nacionalistas.

Partidas, esperas, reencuentros y retornos imposibles

Abordar el fenómeno migratorio desde la perspectiva de las emociones permite introducir un correctivo a las aproximaciones “económico racionalistas” (Baldassar y Boccagni, 2015, p. 74), porque en la migración la dimensión material y la emocional no se excluyen mutualmente sino que, al contrario, se entrelazan. Las emociones permeaban la gestión de las promesas hechas al partir, las esperas prolongadas, la comunicación a la distancia, la adaptación de los migrantes a los imperativos de la nueva sociedad y de la ausencia a los que permanecían en el hogar. En la familia, la emigración era un pequeño terremoto con sucesivas réplicas durante las que mutaban la subjetividad y los sentimientos, tanto de los que partían como de los que se quedaban. Indagar en los detalles del vínculo entre maridos y esposas o entre novios y prometidas constituye una posible puerta de acceso a la caja negra de las experiencias emocionales. ¿Cómo cambiaban las emociones en el tiempo y en el espacio?, ¿cómo se redibujaban las cartografías emocionales durante las largas separaciones que se interponían entre maridos que migraban y esposas e hijos que quedaban en el lugar de origen esperando el retorno o la reunificación de la familia en el país de destino?, ¿qué sentimientos atravesaban las vidas liminales de las muchachas jóvenes aferradas a la promesa de esponsales que sus novios les habían hecho al partir? Todas estas son preguntas cuyas respuestas están contenidas (no siempre de manera evidente) en un espectro de fuentes amplio, que incluye desde narrativas personales (correspondencia, diarios íntimos, memorias) hasta documentos públicos, como los de la justicia civil y penal. Algunas de ellas, como las cartas, han sido indagadas extensamente por la historiografía (aunque no siempre desde el marco conceptual de la historia de las emociones), y por eso sabemos que el contacto epistolar a través del Atlántico era capaz de forjar una ficción de cercanía, acortando las distancias, abreviando los tiempos y transportando pensamientos, objetos y emociones (Baily y Ramella, 1988; Borges, 2016; Cancian, 2010; Da Orden, 2010; Elliot, Gerber & Sinke, 2006; Franzina, 1979; Gerber, 2006; Gibelli y Caffarena; 2001; Matos & Truzzi, 2015). Sin embargo, también es cierto que la experiencia migratoria fue un factor disruptivo, porque la distancia debilitaba los vínculos afectivos y el tiempo desgastaba el anhelo del reencuentro. Si miles de matrimonios separados por la migración lograron reunirse, para otros miles la perspectiva de la reunificación familiar se malogró. En algunos casos, las mujeres se negaban a emigrar cuando sus maridos las llamaban; en otros, eran los hombres quienes, atraídos por la novedad de las grandes ciudades o sumidos en la intensa movilidad de las migraciones internas –que solían seguir a las ultramarinas–, discontinuaban el contacto con la familia, no cumplían con la promesa de retornar, formaban nuevas parejas, e incluso volvían a casarse.

Pero la ruptura de los lazos conyugales no obedecía solo a la separación definitiva, porque el reencuentro del marido y la mujer no siempre implicaba el reinicio de una relación armónica y amorosa. El disímil impacto que la experiencia de migrar tenía en la subjetividad de los cónyuges o las expectativas dispares que en cada uno de ellos generaba el proyecto migratorio solían hacer del reencuentro un motivo de disgusto y desilusión, más que una fuente de placer. Erosionados por separaciones dilatadas, los matrimonios no lograban restablecer los lenguajes comunes del cariño y la intimidad. Aunque era menos usual, solía ocurrir que el lapso de separación fuese tan breve que en lugar de contarse en años se computara en meses e incluso, que la familia viajase junta. Sin embargo, ninguna de esas circunstancias aseguraba la integridad del lazo matrimonial. Cuando las expectativas de progreso material se frustraban o las experiencias de adaptación del hombre y la mujer se bifurcaban, el conflicto terminaba apoderándose de la relación. En ese proceso, el proyecto común que había motivado el cruce del Atlántico perdía sentido y se transformaba en una fuente de reproche y lamento.

Si bien la forma en la que la migración afectaba los vínculos conyugales o los lazos entre novios y prometidas ha despertado el interés en los últimos años (Borges, 2016; Cancian, 2010; Bjerg, 2019b), la relación entre padres e hijos aún aguarda un estudio profundo. Mariela Ceva (2005) y María Da Orden (2010), valiéndose de epistolarios y fotos familiares, exploraron los vínculos en dos familias separadas por el océano, pero unidas a través de la correspondencia.2 En ambos casos salen a la luz las relaciones entre los hijos adultos que emigran y sus madres, que se quedan en el lugar de origen. Ellas fueron personajes claves del trabajo afectivo que aseguraba la persistencia del lazo materno-filial y la unidad familiar, que se sostenía en un lenguaje emocional en el que el cariño coexistía con la soledad, la amargura y el resentimiento. A la vez, las madres fueron fundamentales en la preservación de un lugar de autoridad en la familia que, aun a la distancia, les permitía gravitar en las decisiones de sus hijos y reclamarles cuidados y sostén material.

Sin embargo, la migración también provocó la salida de miles de hombres casados, que dejaban a sus esposas al cuidado de hijos menores. Los niños crecerían lejos de su progenitor y, eventualmente, se reencontrarían con él cuando hubieran transcurrido años de separación. ¿Cómo se construía un vínculo afectivo a la distancia en el que una difusa imagen paterna emergía del relato familiar, de las cartas o de una fotografía? Este problema aún aguarda una exploración que, por cierto, presenta desafíos heurísticos y metodológicos. En las fuentes, la voz de los niños suele ser apenas un eco, porque son los adultos los que hablan de ellos o los que evocan sus propias memorias de infancia. Por eso, requieren de lecturas que buceen en las aguas profundas del subtexto y de interpretaciones que se aventuren en el terreno de la imaginación histórica.3

Facunda Aldaz tenía un año cuando su padre Luis emigró desde Pamplona en 1871, y once cuando ella y su madre llegaron a Buenos Aires. Durante esa prolongada separación, Facunda había construido una imagen opaca de su progenitor, a través de un retrato que él había enviado desde la Argentina y de un vestido floreado que su madre adquirió con una magra remesa que el marido le envió desde la Argentina. Por supuesto, también estaban las cartas (solo tres) de Luis. En una de ellas, él le pedía a su mujer que le comprase aquel vestido a Facunda, cuyo “recuerdo por las noches me hace llorar como un niño” (Bjerg, 2019b, pp. 29-30).

Cuando en 1882, Domingo De Bartolo emigró a Brasil desde la pequeña aldea italiana de Marano Marchesato, Francesco tenía 2 años y su madre Rafaela cursaba un embarazo de cinco meses. Después de dar a luz a Carmela, la mujer le envió una carta con la buena nueva a su esposo, que le había prometido regresar al cabo de un par de años. La niña vivió apenas dieciocho meses. Falleció de una enfermedad infecciosa. Para entonces, Domingo se había trasladado a la Argentina, desde donde llegaban con regularidad cartas y remesas. Pero en 1886, tras una acalorada discusión epistolar, porque él ya no quería volver a Italia y su esposa se negaba a viajar a la Argentina, la comunicación se interrumpió. Francesco creció en la casa de sus abuelos maternos, adonde solían llegar rumores sobre la vida de su padre, porque varias familias de la aldea tenían parientes en Buenos Aires. Cuando acababa de cumplir 19 años se enteraron de que Domingo “andaba en amoríos”. Presa de la furia, Rafaela decidió que viajarían a buscarlo. Varios meses después de llegar a la Argentina, Francesco se reencontró con su padre, que había vuelto a casarse y tenía dos hijos pequeños (Bjerg, 2019 b, pp. 39-40).

Herman Brunswig llegó a Buenos Aires desde Berlín en 1919. Un viaje de ocho días en barco por la costa patagónica y una travesía en auto por la estepa lo dejaron en su nuevo lugar de trabajo: una estancia ovejera en las cercanías del Lago Ghío. Su esposa, Ella Hoffmann, y sus hijas, María, de cuatro años, y las gemelas Iya y Asse, de dos, permanecieron en Alemania aguardando la llamada para emigrar. En 1923, las cuatro viajaron a la Patagonia y una tarde de febrero, las niñas se reencontraron con su padre en medio de la ansiedad y la alegría. Mientras recorrían en auto el último tramo de la estepa, “agobiadas por el extenso periplo”, las niñas –según lo expresó su madre en una carta– comenzaron a gritar: “¡El campo de papi, los guanacos de papi, las ovejas de Papi!” (Brunswig de Bamberg, 1995, pp. 43-45). En la estancia las esperaba Herman con la cena lista. El padre del relato que ella les había contado durante los años de espera en Berlín y el padre real confluyeron en torno a aquella mesa familiar.

La historia del reencuentro de las hermanas alemanas tuvo un final menos dramático que el que experimentaron Facunda y Francesco, cuyos padres quebrantaron la promesa de reunificación familiar, discontinuaron la correspondencia, dejaron de enviar dinero y traicionaron a sus esposas para volver a casarse en la Argentina. Cuando sus madres encontraron el resquicio legal4 y material para emprender la búsqueda de los maridos infieles, esos hijos tuvieron poco margen para elegir y terminaron sumándose –tal vez contra su voluntad– a la travesía atlántica de unas mujeres llenas de ansiedad, ira y rencor, emociones de las que su subjetividad, marcada primero por el abandono paterno y más tarde por el desarraigo, no debe haber salido ilesa.

En cambio, las tres historias tienen en común la espera; esa forma de vivir y de sentir, que June Hee Kwon (2015) conceptualizó como “el trabajo de esperar”, y que, aunque sostenida en la promesa del reencuentro y de un futuro común en mejores condiciones materiales, involucra angustia, ansiedad y sinsabores. Para los miembros de las familias separadas por la migración, la espera era una actividad que requería la capacidad para soportar la soledad y mantener relaciones amorosas entre cónyuges y entre padres e hijos. Era una temporalidad diferida, en la que se construía una copresencia imaginaria (Baldassar, 2008), que preservaba la intimidad y el afecto. Como señalamos más arriba, en el caso de los hijos menores, durante la espera las madres y los abuelos y los tíos, bajo cuya custodia solían quedar las familias de los migrantes, crearon el sentido de presencia del padre ausente hablando sobre él. Esas imágenes narrativas no eran sin embargo constantes y dependían de la duración de la separación y de la dinámica del vínculo conyugal, como ocurrió con los progenitores de Facunda y Francesco. En los dos casos, los maridos partieron prometiendo volver o mandar a llamar a la familia. Los primeros tiempos de separación estuvieron marcados por la comunicación epistolar, el envío de dinero y la renovación de las promesas. Más tarde, las cartas se transformaron en el ámbito del equívoco, el reclamo y las rencillas conyugales, hasta que la relación epistolar se discontinuó, lo que provocaba el cese de la espera y habilitaba una separación matrimonial de hecho. Entonces, el silencio, la distancia y el paso del tiempo abrieron para esos hombres un intersticio de libertad en el que empezaron a comportarse como solteros, conocieron a otras mujeres y volvieron a casarse.

En cambio, para muchas familias migrantes, la contracara del “trabajo de esperar” fue la resignación a un retorno imposible. Como es sabido, la emigración no obedecía solo a razones económicas. La Guerra Civil Española y la segunda posguerra trajeron una oleada de inmigrantes a la Argentina cuyas vivencias eran muy diferentes a las de los migrantes de la “era aluvial”. Se trataba de hombres, mujeres y niños que llegaban en familia, o cuyas familias habían sido desmembradas por los conflictos bélicos de una España ensangrentada y de una Europa sumida en la ruina material y moral. En la víspera de la salida desde el Viejo Mundo, muchos de ellos habían sido desplazados de sus hogares. Las razones políticas y las persecuciones raciales y religiosas dejaron a millones de personas sin más opciones que salir de Europa. A veces la familia entera había logrado sobrevivir a la guerra, otras solo algunos de sus integrantes, que arrastraban el trauma de miedos propios y el dolor de haber perdido a los seres queridos. ¿Cómo navegaban sus sentimientos5 quienes tuvieron que huir, ocultar su identidad, ver morir a padres o a hijos, sentir el miedo calando los huesos y el despojo de quedar pisando el vacío, cuando el final de la guerra los encontró lejos de casa y la recuperación de la paz los convirtió en desplazados y apátridas, obturándoles la posibilidad de recuperar el hogar? Aún falta una investigación escrupulosa sobre la dimensión emocional de las migraciones de la posguerra, que se pregunte sobre el lugar del miedo, el trauma, la nostalgia, la melancolía y el alivio de quienes, sin tener a dónde regresar, salieron de los campos de desplazados (o dejaron atrás su condición de refugiados, como los españoles en Francia, por ejemplo) para emigrar a la Argentina de finales de los años cuarenta. ¿Lograron sobreponerse a la idea de un retorno imposible? ¿O acaso, vinieron a morir a la Argentina?, como le ocurrió al padre de Vinko Rodé, un refugiado esloveno que después de pasar tres años en un campo de refugiados en Austria, llegó a Buenos Aires en 1948, cuando era un adolescente. Sesenta años después, en su casa de Ezeiza, Vinko evocaba aquel tiempo:

Para mi madre y mi padre fue un sufrimiento indecible. En esos tiempos, la gente grande sufrió la guerra y la posguerra como si fuera el fin del mundo. Para ellos se terminó la vida, el sentido, todo…el desgarramiento fue profundo, mi padre nunca se repuso, nunca, así que en la Argentina aguantó poco tiempo, falleció a los 63 años... en total estuvo unos 7 u 8 años en la Argentina. Extrañó tanto que todos pensamos que esa nostalgia se lo llevó a la tumba (Vinko Rodé, comunicación personal, 16 de diciembre de 2008).

La Argentina no era un destino deseado (ni siquiera conocido) para muchas de esas personas, sino una de las opciones de un avaro menú de países que se ofrecía como salida a los refugiados que ya no tenían un hogar adonde volver. ¿Qué lenguajes y prácticas emocionales expresaron la naturaleza de esa migración? ¿Qué lugar ocupó “el mal del país”6 , el anhelo del terruño, del hogar y de los seres queridos? En las familias y las comunidades de los migrantes a los que el retorno les estaba vedado, ¿acaso emergieron prescripciones emocionales que vedaban la expresión de la nostalgia, tan corriente entre quienes eligieron a la Argentina como destino durante la época de las migraciones masivas? El relato de Vinko ofrece un indicio al respecto, cuando evoca a su madre, que aunque también sufrió el desarraigo y el desgarro de perder a dos de sus hijos en la huida desde Eslovenia a Austria en 1945,7 “no se dejó vencer por la nostalgia, que era un sentimiento sin sentido cuando se había perdido todo. Ella sobrevivió mucho tiempo, murió con más de ochenta años”.

Los inmigrantes de la era aluvial expresaron la nostalgia tanto en la intimidad como en público. Aunque la dinámica de la vida cotidiana, el trabajo y el dinero fueron los temas privilegiados en las cartas que enviaban a Europa, el anhelo del hogar y los seres queridos, y la añoranza de los viejos hábitos y los paisajes geográficos y socioculturales conocidos también ocuparon un lugar significativo en las conversaciones epistolares a través del océano. La cultura material es otra de las dimensiones en las que se advierte cómo se canalizaba la nostalgia. La migración involucró la movilidad de las personas y, al mismo tiempo, el desplazamiento de objetos que, como los migrantes, se movían a través de ambientes sociales y culturales diferentes. Esos objetos tenían un valor instrumental, monetario o estético, pero en el extenso tránsito de la migración adquirieron una resonancia emocional.8 El zueco rojo de madera que Frida Munk –una inmigrante danesa que llegó a la Argentina en la década de 1920– había colgado en el porche de su casa de Necochea señalaba el deslinde entre el presente y el pasado (Bjerg, 2001, p. 13). A un costado de la puerta principal de la casa ese objeto humilde y silencioso anunciaba el ingreso a un hogar en el que Frida había recreado un minúsculo sucedáneo de su pasado, en el que habitaban una variedad de “cosas emocionales” (cacharros de cobre, manteles y almohadones bordados en punto cruz, vajilla azul y blanca de porcelana danesa, suaves edredones de pluma de ganso, placares rebosantes de conservas de pepino agridulce) que mitigaban su nostalgia.

Más allá de los deslindes del mundo privado, la vida en las comunidades étnicas (a las que tal vez podríamos pensar como “comunidades emocionales”9 ) también manifestó síntomas del “mal del país”. Los sentimientos patrióticos, que se expresaban en la arena pública al amparo de banderas de otras naciones, y los apegos a culturas vernáculas de corte regional, que se resistían a ser subsumidas en identidades nacionales más amplias,10 las asociaciones mutuales de los inmigrantes, sus iglesias, las escuelas étnicas en las que la educación buscaba retener la lengua materna no eran solo expresiones de la disputa por el poder cultural, sino también de la nostalgia.

Pero en la intimidad como en la vida pública de los inmigrantes, la nostalgia tenía sentidos diferentes y cambiantes. Asimismo, las prescripciones que regulaban su expresión variaban en el tiempo y según la experiencia personal y colectiva de cada grupo migratorio. Es probable que los inmigrantes que llegaron en la era aluvial, aquellos que habían elegido involucrarse en un proyecto migratorio y que habían optado por la Argentina como destino, gozaran de mayor libertad emocional para expresar añoranza. En cambio, los que, como Vinko Rodé y su familia, buscaron refugio durante la segunda posguerra, sumidos en el sufrimiento por el desarraigo, lejos de su hogar, se rehusaron a sentir nostalgia. Si una comunidad emocional es un grupo que comparte una valoración común de determinadas emociones y unas normas acerca de su expresión, es posible imaginar que la nostalgia haya sido vedada de los estándares emocionales de los inmigrantes que cargaron con el peso de experiencias traumáticas y despojos materiales y simbólicos. Así, para quienes migraban por elección, el pasado que se ansiaba era un territorio que, aunque imaginario, encarnaba lo conocido y lo estable. Y la nostalgia constituía una emoción que, lejos de agudizar el sufrimiento emocional, ayudaba a enfrentar los desafíos de la inestabilidad del presente. En cambio, para los que lo habían perdido todo, la nostalgia encerraba un sentido trágico: el reconocimiento de que es imposible recuperar el pasado (Lowenthal, 1998). Preservarse de ella evitaba la melancolía, una expresión patológica11 cuyos oscuros pasadizos podían derivar en estados depresivos, como el que aquejó al padre de Vinko, quien “no vino a vivir, sino a morir en la Argentina”.

Si abrimos el panorama sobre el fenómeno migratorio en su conjunto, también podríamos preguntarnos por la relación entre los suicidios cometidos por inmigrantes, el alcoholismo y las enfermedades mentales,12 y las expectativas incumplidas, que terminaban obturando la posibilidad de una reunificación familiar. Los sentimientos de fracaso económico solían agudizarse en el contraste con los derroteros exitosos de otros paisanos y con la dinámica de movilidad social y progreso que animaba las representaciones y los discursos del país próspero de las décadas previas al estallido de la Primera Guerra Mundial. En esas circunstancias, el regreso también era inasequible. El alcohol se transformaba en el sosiego de la frustración y la amargura, y servía para esquivar la melancolía, el resultado más dramático del sentimiento de nostalgia, pero también el corolario del naufragio del proyecto migratorio.13

Las patologías mentales, el alcoholismo, la vagancia, la mendicidad y la violencia, que terminaron con el encierro de numerosos inmigrantes en instituciones para alienados y penitenciarías, podrían abordarse con los marcos conceptuales de la historia de las emociones. Si se lee el revés de la trama de expedientes judiciales, informes de peritos psiquiátricos, historias clínicas y testimonios mentales (que los pacientes redactaban de puño y letra), es posible que salgan a la luz los lenguajes y las prácticas emocionales –entendidas como emergentes de unas disposiciones corporales condicionadas por un contexto social que tiene especificidad cultural e histórica– de quienes transitaron en sentido contrario a las lógicas del progreso, la modernización, los ideales “civilizatorios” y la movilidad ascendente. ¿Qué papel jugaron las emociones en la adaptación de personas que provenían de sociedades con prescripciones y estilos emocionales diferentes a los de las que regulaban la vida social en la Argentina? ¿Cómo afectó la inmigración al manejo de las emociones y a la continuidad o variación de los repertorios emocionales? ¿Cuáles fueron las prácticas emocionales (expresadas en el cuerpo, los lenguajes, la relación con los objetos y con otros sujetos) que desplegaron?

Asimismo, los discursos de la corporación médica, los funcionarios judiciales y gubernamentales constituyen fuentes privilegiadas para pensar cómo la inmigración afectó los repertorios emocionales de la sociedad argentina de la época y para indagar las emociones que subyacían a las inquietudes morales y la obstinación por “la cuestión social” agudizadas por el conflicto y la protesta urbana. ¿Acaso era el miedo de una clase dirigente desafiada por los efectos no deseados del progreso la emoción que animaba la creación de instituciones de encierro y vigilancia, o la sanción de leyes de corte represivo como las de Residencia y de Defensa Social, que habilitaban la expulsión de “los indeseables”?

Las emociones en la sociedad cosmopolita

La llegada masiva de inmigrantes provocó cambios profundos en la sociedad argentina, aunque el impacto civilizatorio y modernizador que tendrían esos retoños europeos –según las expectativas de las elites políticas e intelectuales locales– resultó parcial. Las señales negativas se hicieron notar no solo en el fracaso de los proyectos económicos de los migrantes, el consumo de alcohol y la locura, sino también en las actitudes de los extranjeros “exitosos”, que se insertaron en el mercado de trabajo, construyeron la casa propia y transitaron por el sendero de la movilidad social ascendente. En cambio, ese agente modernizador, que se acomodaba bien al prototipo del inmigrante deseado, demostró dificultades para despojarse de sus hábitos y adaptarse a las prescripciones culturales (y, podríamos agregar, emocionales) de la sociedad receptora.

Los patrones de asentamiento concentrados y las prácticas sociales comunitarias constituyeron un primer escollo a la integración. Entrelazados en extensas parentelas y en redes étnicas, en los conventillos y los barrios, los inmigrantes recreaban la atmósfera del lugar de origen y exponían sus apegos afectivos al pasado en sus dialectos, compartiendo novedades y rumores que llegaban desde el terruño, o leyendo diarios publicados en la Argentina por sus colectividades, que dedicaban más espacio a la situación política y social del país de emigración que a la actualidad de la sociedad receptora.

En la vida religiosa, los rituales y los símbolos de la fe les permitían reivindicar la continuidad de su vínculo espiritual con patrias lejanas (Tweed, 2006), sentirse parte de una cadena de memoria y disponer de un bálsamo para el alma, que aligeraba los costos del ajuste emocional a la sociedad de emigración recreando viejos sentidos de pertenencia. Así, los inmigrantes italianos del secondo dopoguerra encontraron en la religión una unidad de sentido y un puente con el paese y sus tradiciones de fe más valoradas, como lo demuestra un estudio de Bettina Favero (2013). La autora describe los rituales religiosos de los italianos en Mar del Plata, entre los que la procesión de Corpus Domini y de la Madonna della Scala ocupaban un lugar central en la restitución del espíritu de campanilismo y en el reforzamiento del compromiso con la virgen de la pequeña patria lejana, en donde se transmitía un capital simbólico a las nuevas generaciones y se revitalizaba la cohesión de la comunidad. Despojada de la solemnidad de la misa, la procesión exhibía la fe en las calles, y la alegría de volver imaginariamente al paese era coronada por el esplendor de los fuegos artificiales.

Aunque de alcances más profanos, la participación en organizaciones seculares (asociaciones mutuales y culturales, clubes, etc.), transformadas en promotoras de una sociabilidad étnica, también alivianaba la adaptación. Desde allí, las dirigencias y los grupos intelectuales de emigrados y exiliados de diferentes colectividades extranjeras reivindicaron su cultura promoviendo la creación y recreación de tradiciones, símbolos, usos y costumbres a través de la organización de fiestas y funciones de teatro étnico, la publicación de literatura en lengua materna, y la conmemoración de fechas patrias, en las que los colectivos migratorios desplegaban en las calles una liturgia patriótica extranjera (Bertoni 2001). La intensa vida social impulsada por el asociacionismo era un paliativo para la ansiedad, la soledad y la añoranza. Es probable que muchos de los inmigrantes que se sumaban a los emprendimientos sociales de las elites étnicas hayan sido atraídos por la promesa de que sociabilizar, rememorar y compartir con paisanos aliviaba los costos emocionales que imponían la distancia de la patria y los desafíos cotidianos de integrarse a la nueva sociedad. Nostálgicos que iban en busca de retazos del pasado reinventado en un contexto foráneo convergían con las elites de su colectividad, que se valían de la emotividad de sus compatriotas –quienes encontraban en las asociaciones “una Gemeinschaft que sustituía a una ausente Gesellschaft “(Devoto, 2003, p. 242)14 – para atraerlos a sus emprendimientos societarios. Para las dirigencias étnicas, la nostalgia de los socios no solo garantizaba la persistencia de una vivaz actividad comunitaria de la que ellos eran los principales gestores sino que, a la vez, legitimaba su poder, les otorgaba prestigio social y presencia en la esfera pública de la sociedad de acogida. Se trataba de inmigrantes prósperos, que se habían afianzado en la Argentina y en cuyo horizonte el pasado y el retorno no ocupaban un lugar significativo, aunque la añoranza, el amor a la patria y el sentimiento de pertenencia al lugar de origen fueran cruciales en las tramas discursivas con las que fomentaban la cohesión de las colectividades. Dirigentes y socios convergían en la gemeinschaft, pero en esa comunidad, que compartía idénticos lenguajes emocionales, palabras como nostalgia, añoranza o amor (a la patria) tenían significados y alcances diferentes para unos y otros. Indagar en la politización de los sentimientos, enmarcados en prácticas emocionales y en retóricas que idealizaban el pasado, podría develar hasta qué punto las dirigencias hicieron un uso instrumental de los apegos afectivos, la alienación y la nostalgia de sus compatriotas, y cómo en coyunturas particulares sirvieron de poleas de transmisión de agitaciones nacionalistas y sentimientos patrióticos motorizados en los países de emigración,15 o del llamado de la madre patria, cuando el eco de los clarines de la guerra llegó a la “más lejana retaguardia” (Otero, 2009, p. 87) para convocar a los hijos que se habían marchado.16

Aunque menos numerosas y con menor persistencia en el tiempo que las asociaciones, las escuelas étnicas fueron espacios en los que, además de la instrucción, los hijos de los inmigrantes aprendieron a sentir de acuerdo a las normas emocionales de sus mayores. La lengua materna era un instrumento clave en la transmisión de saberes pero, sobre todo, en el aprendizaje emocional de los niños (Frevert, 2014). Aunque no existió una actitud unívoca sobre el papel de la escuela en la identificación de los alumnos nacidos en la Argentina con el país de sus padres,17 en algunos casos el pasado tuvo un influjo crucial, que obligó a la segunda generación a soportar la tensión que involucraba vivir entre dos mundos y aprender –artificialmente– sentidos de pertenencia y amor por un país que no conocían. Eso ocurrió, por ejemplo, en la colectividad danesa asentada en el sudeste de la provincia de Buenos Aires, la cual, entre principios del siglo XX y la segunda posguerra, concibió a la lengua como la estructura axial de las connotaciones compartidas en la identidad y el modo de ser danés. Los niños aprendían la historia y la geografía de Dinamarca, recibían educación espiritual en el idioma de sus padres, participaban de liturgias patrióticas en las que entonaban himnos y canciones de la tierra de sus mayores y aprendían a sentir orgullo por los colores rojo y blanco de la bandera. Aunque estos esfuerzos tenían consenso en la colectividad, hubo voces potentes que manifestaron su rechazo a una empresa que consideraban fútil y artificiosa. La polémica que, con altibajos, perduró varias décadas tuvo diferentes contrincantes y provocó fisuras en la comunidad, que se vio envuelta en combates verbales signados por el disgusto, la exaltación, la ira y el desprecio.18 De manera paradójica, esas emociones se expresaban en la escuela, la matriz en la que los niños se nutrían del sentimiento de amor por Dinamarca y “se apropia[ban] del alma del idioma danés, el lazo emocional que los un[ía] a la tierra de sus padres”19.

Al margen de lo que ocurría con la enseñanza emocional formalizada en la escuela, el vínculo afectivo de los hijos con la tierra de sus padres se nutría de la memoria narrada de manera espontánea en el hogar. La evocación de la experiencia pasada y la reminiscencia contenían una dimensión emocional cuya connotación no era compartida por quien evocaba el pasado (el inmigrante) y por el receptor de la evocación (hijo/a, por ejemplo). El primero había experimentado una disociación individual de su entorno familiar y social, de los paisajes conocidos y de las rutinas y las prácticas cotidianas, pero aun a la distancia, había mantenido una querencia. Aunque en el proceso la imaginación tuvo un papel crucial, esa ficción tenía el sustento firme de las vivencias pasadas, que resultaban, en cambio, completamente ajenas para el receptor.

Hasta aquí hemos rastreado las instancias institucionales e informales en las que la adaptación de los inmigrantes reveló la medida de su apego emotivo al pasado. Esa integración a lo nuevo a través de las viejas tramas de significado, esa doble pertenencia, también despertó sentimientos en la sociedad receptora, que se expresaron con contundencia cuando las clases dirigentes contrastaron la realidad con las expectativas que habían cifrado en el fomento de la inmigración europea. La babélica fisonomía del país no tardó en provocar inquietud en las elites políticas e intelectuales. Si bien existe una abundante literatura que estudia las políticas culturales orientadas a afianzar la nacionalidad argentina que en diferentes momentos del período aquí analizado fueron implementadas por las dirigencias, aún se ha incursionado poco en la interacción en la politización de las emociones, que, por cierto, cobra una particular significación en los procesos de creación y recreación de identidades nacionales. En una sociedad multicultural como la Argentina entre fines el siglo XIX y la segunda posguerra, ¿cuál era la libertad emocional de la que los extranjeros gozaban para expresar emotividades alternativas? ¿Cuáles eran los lenguajes y las prácticas emocionales aceptadas, y cuáles rechazadas? ¿Era posible la coexistencia de diversos repertorios emocionales? Y si ese era el caso, ¿cómo se regulaba su expresión?

La indagación en las políticas de educación nacional –que pasaron a primer plano en los años previos al Centenario–20 y en el discurso nacionalista –que con sus modulaciones y derivas específicas según el momento político se ocupó de solventar el problema de la heterogeneidad cultural a la que se asociaba la existencia de múltiples naciones en un Estado– no puede soslayar la dimensión emocional, porque las emociones que impregnaban los discursos y las prácticas de quienes detentaban el poder estatal prefiguraban regímenes emocionales cuyas prescripciones regulaban la expresión de las emociones en la sociedad. ¿Cuál era la libertad para expresar amor por esta o por otra patria en los diversos momentos políticos que se sucedieron entre los años 1880 y el primer peronismo? ¿Cómo mudaron los sentidos del patriotismo entre el Centenario y la segunda posguerra? ¿Qué lenguajes emocionales predominaron durante la conflictividad social que, iniciada en los albores del siglo XX, se prolongó y profundizó durante el primer gobierno radical, en la que los extranjeros tuvieron un dramático protagonismo? Cuando al estallar la Guerra Civil Española, el gobierno expresó sin remilgos su negativa a recibir refugiados, a los que calificó de “indeseables portadores de ideologías peligrosas”, ¿acaso era el miedo la emoción que la clase dirigente alentaba en la sociedad para animar la idea de una amenaza de disolución de la identidad nacional?

Las políticas restrictivas que desalentaban la llegada de extranjeros “indeseables” –una noción a la que las clases dirigentes recurrieron en diferentes momentos históricos y a la que atribuyeron sentidos cambiantes– se expresaban en el lenguaje emocional de la amenaza y el temor, rasgando (no solo en la dimensión semántica sino también en la práctica, por ejemplo, a través de la formulación de leyes restrictivas) a la sociedad de puertas abiertas al crear una oposición entre nativos e inmigrantes. En coyunturas particularmente críticas –como la conflictividad obrera durante el primer gobierno de Yrigoyen, a la que aludimos más arriba– el miedo se expresó con singular estridencia bajo la forma de xenofobia, un concepto que galvaniza emociones negativas, como el odio, el desprecio y el asco, cuya expresión libre y abierta suele ser reprobada en las prescripciones emocionales que regulan la conducta social.

Los hombres de Estado y los intelectuales que fomentaron el poblamiento de la Argentina con europeos anglosajones y germanos –haciéndose eco de los postulados de Juan Bautista Alberdi– se dieron cuenta pronto de que la mayoría de los inmigrantes procedían de zonas atrasadas del sur del Viejo Mundo. La abrumadora mayoría de italianos y españoles que contenía la oleada inmigratoria fue una decepción que prefiguró la noción de “no deseado”. Esa masa de pobres y analfabetos, aferrados a tradiciones y usos arcaicos que contradecían el ideal del europeo civilizador, provocó decepción y engendró el recelo y el desdén de la dirigencia. Esas emociones fueron agudizándose conforme pasaba el tiempo y en el puerto desembarcaban por miles los “rusos” y los “turcos”, elementos “exóticos” con dudosa capacidad de integración. Y más tarde los portadores de ideologías peligrosas, como los refugiados de la Guerra Civil Española, o los desplazados judíos de la segunda posguerra, que no encajaban bien en los criterios de selectividad étnica, sobre los que el peronismo construiría la Nueva Argentina.21 Paradójicamente, en el relato político de la nación, el inmigrante como agente de progreso y modernización no fue puesto en entredicho, a pesar de que los “no deseados” y los “indeseables” motivaron debates políticos profundos, legislaciones restrictivas y actitudes xenófobas (esporádicas, pero potentes). Sin embargo, vale la pena preguntar cómo el discurso y la ambivalencia emocional de la dirigencia se tradujo en los lenguajes y las prácticas emocionales de los nativos (muchos de ellos migrantes internos) que asistieron a la profunda mutación de la anatomía del país desencadenada por el aluvión inmigratorio.

Reflexiones finales

Tal vez, más que ampliar el espectro de fuentes, emprender el cruce entre historia de la inmigración e historia de las emociones requiera, sobre todo, de preguntas y lecturas nuevas, realizadas a contrapelo de los documentos que los historiadores hemos empleado para estudiar el fenómeno migratorio. Y es precisamente ahí adonde el andamiaje conceptual producido a partir del estudio de las experiencias afectivas y el pasado de las emociones podría aportar. Aunque muy debatidas cuando William M. Reddy las propuso hace ya casi veinte años en su libro The Navigation of Feelings (2001), las nociones de régimen emocional,22 navegación de los sentimientos y refugio emocional serían herramientas eficaces para revistar el problema –a la luz de la frondosa historiografía de la migraciones producida en la Argentina desde mediados de la década de 1980– desde la doble perspectiva de las emociones de los migrantes y de la sociedad receptora que a finales del siglo XIX se transformó a la vez en espectadora y protagonista de un cambio rotundo de la anatomía social y cultural del país. ¿Cómo se gestionaron los estilos emocionales de extranjeros y nativos? ¿De qué forma se negociaron y renegociaron las prácticas emocionales de los recién llegados en el marco de las prescripciones que delimitaban la conducta social? De esa negociación, ¿surgió un nuevo régimen emocional o coexistieron comunidades emocionales diversas en un pluralismo que no necesariamente se superponía con las comunidades étnicas? Como es sabido, el país fue impactado de manera muy desigual por la inmigración, que se concentró en el área del Litoral y La Pampa Húmeda. En las ideas de nación que se construyeron en la última parte del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, ¿cómo coexistieron los estilos emocionales de ese fragmento del país que experimentó una honda transformación y el Interior, en el que los intelectuales del Centenario –los restauradores del nacionalismo– habían visto un refugio de lo hispano-criollo y católico que remitía a una suerte de identidad prístina? ¿Cuál fue el impacto de los discursos de la clase dirigente en el cambio emocional en distintos momentos del proceso inmigratorio? ¿Cómo se articulan las relaciones de poder, las emociones y la libertad emocional? En ese esquema, ¿cómo gestionaron los individuos sus emociones y navegaron sus sentimientos intentando encontrar alivio de las normas hegemónicas? Entre la Argentina liberal de los años de la migración masiva, el país de los años 1930 y el primer peronismo, ¿cambiaron solo los estilos emocionales o se trató de transformaciones más hondas, de mutaciones de regímenes animadas por los diferentes momentos políticos y, a la vez, por las características de la inmigración que arribó al país en cada época? ¿Cómo se incorporaron los inmigrantes y refugiados de la segunda posguerra a la amalgama entre nación y un pueblo peronista del que se esperaban amor y lealtad al líder?

Formular preguntas inspiradas en la historia de las emociones abre un camino alternativo de comprensión, pero a la vez exige una mirada de la sociedad guiada por la ilusión panorámica de que el foco puesto en los extranjeros se expanda hasta lograr un encuadre que incluya a todos (o a casi todos) los actores, para adentrarnos así en problemáticas que exceden a la inmigración. Quizá, después de ese hacer ese intento podamos volver a discutir si se trataba solo de un “falso bello tema”, como provocativamente la calificó Halperín Donghi.

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Notas

1 Sobre la coexistencia de orientaciones afectivas hacia una misma persona, objeto o símbolo ver Smelser (1998).
2 En el caso de Ceva, se trata de una familia de Biella, uno de cuyos hijos se radicó en la Argentina a mediados de la década de 1920. En el de Da Orden, de una familia gallega que se vio inmersa en la emigración de la segunda posguerra.
3 En el sentido en que lo utilizó Natalie Zemon Davis en El Regreso de Martin Guerre. Aunque la palabra que ella empleó fue invention al explicar que si no podía encontrar a un hombre o una mujer en Hendaye, Artigat, Sajas o Burgos, utilizó otras fuentes del período y el lugar para descubrir el mundo que ellos habrían visto y las reacciones que habrían tenido. “What I offer here is in part my invention, but held tightly in check by voices of the past”, dice la autora en la introducción de su célebre libro (Zemon Davis, 1983, p. 5).
4 Las mujeres casadas cuyos maridos habían emigrado, tenían numerosas restricciones legales. En el caso de Italia, se requería una autorizzazione maritale no solo para realizar un viaje a ultramar sino para realizar el mínimo trámite oficial.
5 El concepto de navegación de los sentimientos fue formulado por William Reedy (2001). Según el autor, las sociedades tienen regímenes emocionales, que son conjuntos de normas emocionales, rituales y prácticas oficiales y emotives que las expresan y las inculcan y que constituyen el sustento de cualquier régimen político estable. Pero las emociones se gestionan y por eso los sentimientos pueden “navegarse”, porque las normas no determinan enteramente los estilos emocionales. La navegación de sentimientos constituye un proceso que habilita un espacio para la ruptura del “régimen emocional” y que puede desembocar en un “refugio emocional” donde se produce la relajación de las normativas hegemónicas. En su perspectiva −que considera que el control de las emociones constituye un ámbito de ejercicio del poder−, el cambio histórico es entendido como una respuesta a la tensión entre el “sufrimiento emocional” y las expectativas de libertad individual. Por ello, se ha destacado que uno de los aportes más valiosos del esquema interpretativo de Reedy es su lectura política de la manera en que las prácticas de expresión moldean nuestra experiencia emocional y de la justicia o injusticia de diferentes regímenes emocionales en función del grado de libertad de navegación que habiliten, o del sufrimiento que infrinjan a la gente.
6 Alude a la nostalgia del hogar, en francés se le conocía como mal du pays, en inglés como Homesickness, en alemán como Heimweh. Los médicos consideraban que la cura de ese mal era el regreso. Ver Matt (2011).
7 Ignac y Andrej Rodé, de 16 y 19 años respectivamente, se habían alistado en las milicias anticomunistas Domobranci, que enfrentaban a los partisanos. Ninguno de los dos logró cruzar la frontera con Austria durante el éxodo que se desencadenó en Yugoslavia en 1945, tras el triunfo de Tito. Andrej fue fusilado. En cambio a Ignac la minoría de edad lo salvó de la muerte, y después de pasar un tiempo en prisión fue beneficiado por una amnistía. Para entonces su familia ya estaba a salvo en un campo de refugiados en Austria tramitando la documentación para emigrar a la Argentina. Su madre nunca pudo volver verlo, porque Ignac tenía vedada la salida de su país.
8 Sobre la relación entre emociones y vida material ver Zaragoza Bernal (2015); Downes, Holloway y Randles (2018). Sobre objetos, sujetos y migración transnacional ver Svašek (2012), Bjerg (2019a).
9 Este concepto fue acuñado por Barbara Rosenwein (2006). La autora sostiene que las comunidades emocionales –que son parecidas a las comunidades sociales– se caracterizan por ser “sistemas de sentimientos” en los que los individuos que las integran definen lo que consideran como significativo o peligroso para ellos, y hacen evaluaciones de las emociones de los otros, de la naturaleza de los lazos afectivos entre las personas que reconocen, y de los modos de expresión de las emociones que esperan, propician, toleran o deploran. Aunque esta noción ha sido objeto de críticas, considero que, tomada con recaudos, podría ser una herramienta eficaz para abordar a las asociaciones e instituciones que nucleaban a los inmigrantes. Sobre las lecturas críticas de Rosenwein ver Moscoso y Zaragoza Bernal (2017).
10 Por ejemplo, el regionalismo gallego que vindicaba una identidad propia aun en la sociedad de migración, creando y recreando tradiciones, símbolos y rituales (Farías, 2018).
11 La melancolía es una noción polisémica, que se ha empleado como equivalente de nostalgia, tristeza, pena, dolor y depresión. Para distinguirla de la nostalgia, en este texto la consideramos una patología depresiva. Sobre la emoción melancólica ver Jackson (1989) y Sullivan (2016).
12 Didier Norberto Marquiegui (2012 y 2013) ha estudiado extensamente la relación entre inmigración y locura para el caso de la Colonia Nacional de Alienados de Open Door. El autor realiza un novedoso aporte para pensar desde una perspectiva diferente problemas clásicos de la historiografía de la inmigración, como la integración de los extranjeros y los mecanismos de control social y regulación de los efectos no deseados de las migraciones masivas implementados por las clases dirigentes.
13 Sobre la relación entre inmigración y suicidio, Samuel Gaché, presidente del Círculo Médico Argentino, escribió un artículo publicado en los “Anales” de la institución, interpretando el suicidio como un mal social. En “Patogenia del Suicidio en Buenos Aires” (1884), el presidente del Círculo Médico propuso interpretar los suicidios como el resultado del avance de la civilización. Una de las variables que permitía medir el progreso de una nación era el movimiento inmigratorio. Así, las regiones que tenían una menor actividad comercial y una corriente migratoria poco numerosa tenían una menor proporción de suicidios. El incremento de estos hechos en el mundo urbano era asociado con los cambios que el proceso de modernización había traído a la vida de los habitantes. Mientras que en las sociedades sumidas en la barbarie el suicidio era producto de la ignorancia o de un culto religioso fanático, en el mundo civilizado era el resultado de las de los estados nerviosos que provocaba la “lucha por la vida”, en especial entre los inmigrantes que llegaban al territorio argentino. Sobre la tematización y el discurso médico del suicidio ver Otero (2004).
14 El autor alude a la clásica dicotomía de Ferdinand Tönnies que contrapuso las relaciones naturales de las pequeñas comunidades tradicionales a las relaciones impersonales y contractualistas del mundo urbano.
15 Como ocurrió, por ejemplo, durante la Guerra de Cuba (1895-1898), cuando la preocupación por un identidad española cohesionada (más allá de afiliaciones políticas y regionales) permeó a las diferentes colectividades regionales (gallega, vasca, catalana) en la Argentina. A la inversa, después de los 1900, la pugna entre las identidades regionales y el españolismo (construido por oposición a esas afiliaciones subestatales) se trasladó a la Argentina; Nuñez Seixas (2014), Farías (2018). Otro ejemplo es estudiado por Newton (1995) sobre la cooptación a la causa nacionalsocialista de los germano-argentinos y sus centros comunitarios en Chaco, Entre Ríos y Misiones.
16 Sobre las acciones de las comunidades emigradas en la Argentina durante las guerras mundiales, ver Franzina (2000), Otero (2009), Bjerg (2018).
17 Sobre escuelas étnicas ver Silberstein (1985), Bjerg (2001), Otero (2011), Silveira (2017) y Bryce (2018).
18 La facción que defendía la educación danesa expresaba desprecio hacia la educación pública argentina, a la que identificaba con el catolicismo. A principios de la década de 1930, en una editorial del periódico Syd og Nord, un maestro expresaba que si las generaciones de daneses nacidas en la argentina perdían el idioma materno, quedarían expuestas al catolicismo “con su pobreza espiritual y litúrgica…con sus misas sombrías, formales y sostenidas en la monotonía de la oración [en cambio] el culto luterano animado por el canto en danés une a los feligreses en un sentido de alegría comunitaria” (Syd og Nord, Tandils Danske Skole”, 6/12/1933).
19 Syd of Nord, 20/10/1933. Con matices, este cuadro, que en la comunidad danesa se prolongó hasta finales de los años 1940, se advertía entre otros grupos de extranjeros desde fines del siglo XIX, hijos de alemanes en Santa Fe, que, según un inspector escolar de la provincia no llegaban a aprender el castellano ni a saber que eran argentinos y que al ser inquiridos sobre su nacionalidad respondían: “alemán”; colonos galeses implementado un sistema de enseñanza centrado en el idioma materno pero a la vez, produciendo libros de texto en galés con contenidos específicos sobre la Argentina y la Patagonia, constituyen solo dos ejemplos de un amplio abanico de situaciones (y de razones) en las que los extranjeros defendieron el idioma materno.
20 Aunque, como lo ha demostrado Bertoni (1996), la idea de nacionalidad definida en términos culturales que dominaría la vida pública en la primera década del siglo XX era perfectamente perceptible en los años 1890.
21 Leonardo Senkman (1992) sostiene que el Consulado General en Roma había recibido en mayo 1947 expresas instrucciones para evitar que se infiltraran candidatos que no se encontraran efectivamente radicados en Italia, en particular de religión israelita.
22 Los conceptos fueron aclarados en la nota N° 6. Sobre las críticas a Reddy ver Rosenwein (2002), Stearns (2003) y Scheer (2012).

Recepción: 30 enero 2020

Aprobación: 13 marzo 2020

Publicación: 11 mayo 2020

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