Anuario del Instituto de Historia Argentina, 2010, nº 10, p. 259-265. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Instituto de Historia Argentina "Dr. Ricardo Levene".

Anexo documental

Presencia de Mayo

Enrique Mariano Barba


La presente conferencia fue dictada en la Asociación de Maestros de la Provincia de Buenos Aires el 23 de mayo de 1983 y fue, como el mismo autor lo expresó, un compendio de dos conferencias previas dictadas en la Universidad Nacional de La Plata y en el Centro de Contadores de la misma ciudad, vaya la misma como homenaje al Bicentenario de la Revolución de Mayo.

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Buenos Aires, típica ciudad burguesa del XVIII, albergaba en su seno vigorosas fuerzas materiales y del espíritu de insospechada irradiación. A la vuelta del siglo de las luces una sociedad de prósperos comerciantes y abogados, de pequeños pero muy numerosos propietarios urbanos, de militares y frailes, había logrado organizar, al abrigo de la institución capitular algo así como una opulenta república municipal. Grandezas y miserias; rasgos de tocante heroicidad y de chocante sordidez formaban el barro espurio y el metal noble de sus constitución social. No encontró , en su momento, el poeta, como lo halló Venecia en Shakespeare, que conjugando sus virtudes y sus defectos, mostrase el poder creador del pueblo. Puerto extraviado en las rutas del comercio colonial no conoció las opulencias de Méjico ni los fastos cortesanos de Lima. La carencia de metales y la falta de masas indígenas explotables-como se brindaban a la codicia en otras latitudes-consumó la igualdad social entre el elemento blanco de la población. La dura necesidad del trabajo impuesta a los, en un principio ávidos conquistadores ante la presencia de un paisaje que nada ofrecía fácilmente, constituye otro elemento nivelador de la sociedad. Frente a la imagen del criollo indolente, creado por la imaginación de quienes siempre tuvieron a menos lo nuestro, el verdadero, fue, a lomo de caballo dilatando el horizonte de la comunidad civilizada. ¿Quién , sino él, pobló la campaña, salpicándola en la segunda mitad del XVIII de pueblos y villas? A un siglo de la fundación de Garay sellaba con el indio la hermandad de la sangre haciendo y desalojando al invasor portugués. Fueron criollos, gauchos de todas las condiciones sociales, los primeros que en Perdriel formaron filas para oponerse a los ingleses. Fueron criollos quienes en definitiva forjaron la riqueza de la tierra, dieron la forma jurídica de la Revolución y la extendieron a cinco países hermanos del continente.

Privada, Buenos aires, y por ende toda su zona de influencia del comercio que la ley impedía se acudió al contrabando que al par de fomentar el espíritu de aventura dejaba entrever la sinrazón de la metrópoli y obligaba a pensar en la necesidad de otro sistema ya fuese con España o en contra de ella. Esta sociedad llega a principios del XIX con los elementos ya dispuestos como para operar un gran cambio. Sus ingredientes más excitantes estaban dados por el espíritu militar formado en la continuada lucha contra los indios y la vocación municipal, de gran ciudad, de las gentes de Buenos Aires. El primero había llegado a su vértice al luchar y derrotar a los ingleses; el segundo, al destituir nada menos que a un virrey y al designar a otro. Aunque fueron menos visibles las diferencias entre criollos y peninsulares que lo que parece surgir de la prédica y la acción revolucionaria del primer momento, lo cierto es que, desde las invasiones inglesas y ante el fracaso de las autoridades derivadas de la metrópoli y el éxito de las que, en cierto grado surgían de la voluntad de los naturales del país: el Cabildo, por ejemplo, o de las formadas por los hijos de la tierra: los regimientos más importantes, el enfrentamiento entre los dos sectores en que luego se dividiría la opinión fue tajante. Concientes ambos de la futura y muy próxima caída de la monarquía española, ante los sucesos de Europa, se aprestaron a recoger la herencia. En este momento está planteada implícitamente por los criollos la idea de independencia. Mitre, en una página brillante, ha resumido los elementos constitutivos de aquella sociedad que llevaba en sí los gérmenes de la próxima e irreversible revolución emancipadora. "El comercio que nutría la riqueza en las ciudades-dice- el pastoreo que imprimiría un sello especial a la población diseminada por las campañas, el sentimiento de individualismo marcado que se manifestaba en los criollos, el temple cívico de ciertos caracteres, la energía selvática de la masa de la población, la aptitud para todos los ejercicios que desenvuelven las fuerzas humanas, el valor nativo probado en las guerras con los indios y portugueses, el antagonismo secreto entre la raza criolla y la raza española, el patriotismo local que no se alimentaba en la lejana fuente de la metrópoli, la indisciplina, el desprecio de toda regla, eran otros tantos estímulos y gérmenes de independencia inconscientes; pero no constituían aun por sí una sociabilidad orgánica, ni una civilización progresista. Tenía en su brazo la fuerza que destruye, sin abrigar en su cabeza la idea que edifica, ni el poder creador dentro de sus propios elementos. Antes de ponerse en la vía del verdadero progreso, antes de dilatarse en al atmósfera vital de los pueblos socialmente bien constituidos, tenía muchos dolores que sufrir, mucho camino que andar, muchas enfermedades que curar y muchos elementos nuevos de vida durable que inocularse, así en el orden étnico como en el orden intelectual y moral. Llevaba fatalmente la revolución en sus entrañas fecundas, y la revolución, emancipándola de hecho, debía prolongarse en la sociedad misma, por acciones y reacciones internas, que al fin fijarían su tipo definitivo".

Un rimero de nuevas ideas económicas, políticas y sociales había penetrado, a últimos del XVIII, en el escenario del Plata. Correspondió al grupo que orientaría ideológicamente la Revolución, mostrar un gran talento en la selección de los modelos. Frente a los de la enseñanza oficial, de finalidad esencialmente teológica, fueron puestos los maestros del derecho y de la economía. En esto, la generación de Mayo iniciaba, a la espera de su realización, que llegaría con Rivadavia, una verdadera y radical reforma universitaria. Conviene señalar en este momento un hecho de capital importancia en la historia de nuestra cultura y que se vincula a las ideas que formaron el repertorio de la Revolución. No sólo Buenos Aires mostraba en ese momento signos de modernidad. Veamos que acontecía en Córdoba y observaremos que también es este orden de cosas los criollos constituían la vanguardia de todo movimiento progresista. Mientras en las universidades españolas de fines del siglo XVIII, eran rechazados, entre otros, Descartes, Newton y Gassendi y la Facultad de Derecho de Salamanca se oponía a la reforma de Carlos III de 1770, aduciendo que "sus enseñanzas no requerían modificación alguna y que ningún doctor de Salamanca para profesar el Derecho necesitaba servirse de obras ajenas"; mientras hubo cátedras universitarias de matemáticas vacantes más de treinta años; y cuando las universidades se levantaban contra los ministros borbónicos que osaban introducir reformas tan aventuradas como la de la enseñanza del derecho patrio, las matemáticas, las ciencias naturales y unas prácticas de disecación anatómicas en una Facultad de Medicina, veamos cual era el pensamiento del Dean Funes que planteó la reforma de la Universidad enseguida de la Revolución. Compartiendo, aunque en mucho menos grado, los prejuicios que en España se manifestaban en la Universidad con respecto a Descartes, Leibnitz y Locke se levanta contra los escolásticos y proclama la necesidad del olvidado o despreciado estudio- son sus palabras- de la aritmética y de la geometría. Introduce el estudio de la física experimental y termina expresando que "la física, la química y la anatomía, han recibido de los siglos modernos un esplendor y adelantamiento ignorado de los antiguos, y finalmente en que los microscopios, la máquina neumática, la eléctrica, los barómetros y los termómetros son, desde luego, instrumentos más a propósito que los silogismos para descubrir la verdad"(1) (Garro, 239). Observando el panorama intelectual de España y el de estas regiones no nos extrañará que Belgrano fundara en 1799 la Escuela de Náutica, principio del estudio de las ciencias exactas entre nosotros, y tampoco nos llamará la atención que tres años después la Corte desaprobara la Escuela de dibujo como establecimiento de mero lujo.

Sin descuidar los estudios filosóficos, se señala, entre nosotros, una viva adhesión a la ciencia e incluso a las materias técnicas. Características, estas fundamentales de la cultura del siglo XVIII que puede resumirse en lo que sigue. "En la visión del orbe físico había triunfado la concepción mecánica, que tras los planteos de Galileo y Descartes había arribado a las grandes síntesis, simultáneamente física y sideral de Newton. En lo moral se proclamaba la existencia de un postulado ínsito en la conciencia, y en lo político y lo social, las tesis del derecho natural, según las cuales el individuo es la única fuente del poder y del derecho"(2). Esta filosofía de la Ilustración llega, aunque tardíamente al Río de la Plata, preferentemente desde Francia. También, en algún grado, desde España, donde espíritus selectos abrevan en textos vitandos según el estrecho molde de la Universidad Oficial. Son los mismos espíritus que dan comienzo a la revolución burguesa española del XVIII, época de las grandes reformas de los Borbones, impulsados a su turno por los economistas peninsulares.

Campomanes -colectivista- y Jovellanos -individualista- constituyen, juntamente con el Rey, el ariete que en España abatirá, en franca lucha con la aristocracia, los últimos residuos del poder feudal, creando una fuerte conciencia burguesa, dignificando al trabajo en todas sus manifestaciones. Contra los viejos prejuicios y hábitos inveterados, imponiendo una concepción liberal de la vida, que para el momento y el lugar, importaban una verdadera revolución, van cayendo títulos e instituciones. Arriban al poder pujantes promociones burguesas, con la mente poblada de lecturas selectas y con el ánimo dispuesto a las realizaciones más atrevidas. El poder público en su lucha contra la aristocracia se pone al frente de las nuevas fuerzas sociales. El trabajo manual, que impedía hasta entonces el ascenso a las dignidades del Estado, como una brisa fresca y reconfortante aventa esas mezquinas preocupaciones y las artes mecánicas, como se las llama, adquieren una insospechada jerarquía.

Llegamos así, por varios caminos, a la revolución de Mayo. La revolución económica había precedido a la revolución política. La primera, con el comercio libre, para cuya consecución habían bregado Belgrano, Lavardén, Vieytes y Moreno, emancipó mercantilmente a la colonia de la metrópoli; la segunda, a cuya empresa se asocian los nombres de Saavedra , Castelli y Paso llevó a la constitución de un gobierno nuevo y propio. Corresponde en este momento insistir en los antecedentes históricos y jurídicos que llevaron a la revolución y la legitimaron preguntándonos, por otra parte, si encerraba alguna doctrina o carecía de ella. Orgullosos de nuestra trayectoria y seguros de nuestros destinos, la ciudadanía argentina se ha congregado en este instante, para señalar en el recuerdo, a la consideración de todos, las figuras que dirigieron la gesta e inclinarse ante aquellos que se perdieron en el anónimo brindando su vida para hacer posible que surgiera a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación. Es también oportuno señalar, aunque a grandes rasgos, las fuentes ideológicas que nutrieron la doctrina de Mayo. Apenas se ha señalado la influencia de la revolución burguesa española del XVIII en la sociedad rioplatense. Se han estudiado las figuras representativas de aquel movimiento: un Campomanes o un Jovellanos, por ejemplo, aunque, no se han advertido las fundamentales diferencias que separan las limitadas concepciones políticas de los españoles de las extremas apuntadas por los expositores criollos. La revolución francesa que había ganado el espíritu de ambos, agitaba las conciencias más hondamente en estas regiones que en la península. La doctrina de la soberanía popular, que será la fórmula de la revolución y que nuestros expositores desenvolverán hasta llevarla a sus últimas consecuencias: la independencia, no sólo fue resistida sino rechazada por los teóricos españoles. Fue después de nuestra revolución, en las Cortes de Cádiz, que dio la Constitución de 1812, cuando en España se afirmó el principio que la soberanía residía en la Nación. Antes, Jovellanos, uno de los precursores de nuestra revolución económica, más limitado que los nuestros, afirmaba el poder del Rey sobre la Nación. Advertía que venciendo ésta "será conducida poco a poco e infaliblemente a una Constitución democrática". Y esto que constituía para él grave temor era en 1810, para los nuestros, sueño que acariciaba la generación revolucionaria.

La revolución se mayo no fue el fruto del arrebato ni de la improvisación. Producto de circunstancias históricas elaboradas durante un siglo, Buenos Aires, conciente de la fuerza económica que albergaba encontró en momento oportuno espíritus en sazón que concretaron el basamento ideológico de la Revolución. Al abrigo de la burguesía productora nativa se había robustecido un núcleo de pensadores que hicieron un profundo examen de la realidad social. La última década del XVIII señala la iniciación de la etapa histórica que ya podemos llamar argentina. En el periódico Telégrafo Mercantil de principios de 1801 ya se habla, al referirse a estas regiones, de las provincias argentinas. En la etapa aludida se advierte que la siembra de ideas e iniciativas progresistas de Belgrano desde el Consulado prometía ubérrima cosecha. En lo económico la conciencia burguesa del siglo había acelerado el proceso capitalista y un espíritu de empresa y renovación sacudió el vetusto andamiaje colonial. En 1795, Saavedra, a la sazón Síndico del Cabildo, a la luz de nuevas doctrinas acuñadas por la Revolución francesa, daba el golpe de gracia a los antiguos gremios de corte medieval. Elevándose por encima de los prejuicios albergados por quienes se beneficiaban con ellos y esgrimiendo como doctrina revolucionaria la libertad de trabajo se pronuncia contra esas corporaciones que cifraban su prosperidad en e cerrado monopolio que impedía el acceso al trabajo a la gente del común. Por estas fechas "la flota nacional, digamos argentina, era considerable. Esto constituye el mejor índice del desarrollo de una organización comercial nacional independiente de la España o del extranjero. En síntesis, podemos decir que la flota nacional era una realidad al comenzar el siglo XIX, que barcos argentinos, algunos de construcción nacional, fabricados con materias primas casi totalmente del país, piloteados por marinos argentinos, instruidos en nuestros propios institutos de enseñanza náutica (institutos creados a iniciativa de criollos: Belgrano p. ej.) recorrieron la mayor parte de las rutas oceánicas del planeta"(3). Por lo que va dicho observamos hasta qué punto la frase lanzada al país cuando éste comenzó a organizar su marina mercante lejos de injuriosa, aunque lo fuera en su aspecto exterior, recogía, aunque a su pesar, una gran verdad histórica, la de nuestra vocación marítima, olvidada por una sociedad que había sumido al país dentro de una estructura casi exclusivamente pastoril.

¿Cómo se conjugaron en el Río de la Plata las nuevas ideas que sacudían al mundo? A través de los autores citados por Belgrano, Vieytes y Moreno, tras de los más encumbrados, promotores y realizadores de nuestra revolución, observamos entre los más significativos a los que siguen. Los economistas Quesney, Galiani, Genovesi y Adam Smith que son los que dejaron más hondas huellas en la formación intelectual de Belgrano. En el Semanario de Agricultura de Vieytes - y ya el título denuncia nuevas preocupaciones- son frecuentes las citas de Montesquieu, entre los pensadores políticos. De los científicos: Bufón, Linneo, Rumford y Franklin. Entre los economistas se destaca el de Adam Smith. "Del célebre autor de las Investigaciones de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones publicó una larga exposición de sus ideas, que ocupa gran parte del tomo tercero del Semanario. Este material constituye la divulgación sistemática más intensa que de la economía política se haya realizado hasta esa fecha en el Río de la Plata. La admirable diversidad de materias que Vieytes abogó en sus artículos le muestran como un espíritu poco común en su época. Además de las fundamentales adquisiciones económicas que eran de su total dominio, se dilucidaron en el Semanario numerosos asuntos sociales y científicos. Bregó por anular los arraigados prejuicios que muchos tenían por los oficios manuales; por la educación técnica de los trabajadores; por la elevación del nivel de vida de la población laboriosa por una enseñanza escolar racionalista; por la educación laboriosa por la educación física de la juventud; refiriese a la previsión de accidentes de trabajo; por la divulgación de la vacuna antivariólica; por la beneficencia o asistencia social de los desvalidos; por la ubicación honrosa de los desocupados; por un tratamiento humano de los presos en las cárceles- y ahondando las raíces económico sociales de los delitos, señaló la necesidad de reeducar a los reclusos para beneficio de la sociedad, lo cual lo destaca como un precursor también de la moderna reforma del régimen penal. También las páginas del Semanario se consagraron a la popularización de la química"(4) .

La prédica del Semanario, a tono con las más avanzadas concepciones modernas de la época constituía un verdadero programa revolucionario.

Por su parte Moreno, en su Representación de los hacendados cita a Filangieri, Adam Smith y a Jovellanos. Con ser Moreno, en lo que concierne a su formación económica, menos sólido que los anteriores le correspondió, sin embargo, la oportunidad de terminar con un sistema que venía haciendo crisis desde principios del siglo XVIII. Es cierto, como afirma Molinari, que la Representación no tuvo influencia en los sucesos de Mayo, pues no tuvo difusión, pero no es menos cierto que el alegato de Moreno encierra y resume, en lo económico, el pensamiento central del grupo dirigente de la Revolución. Mucho se ha discutido acerca de si la Revolución de Mayo fue o no popular. Se ha pretendido amenguar su gloria haciéndola aparecer con un simple movimiento castrense desprovista de apoyo civil. Alegan otros, que significó lisa y llanamente una maniobra para preservar estos dominios de la avidez imperialista, manteniéndolos en caución a nombre de Fernando VII. Aducen los de más allá que Saavedra fue el verdadero jefe de la revolución y en contra de esto se afirma que lo fue Moreno. A todo ello puede contentarse con las palabras de un eminente tributo: "La revolución argentina no tuvo caudillos. No es ella obra de mezquina de una facción deshonrada por una idolatría; no es ella producto de la voluntad de un partido, enervado por el prestigio de un hombre. Es el resultado del fuego espontáneo y tumultuoso de la vida popular. Es obra anónima, compleja, lenta, eminentemente popular". De no haberlo sido tendríamos que preguntarnos, sin encontrar respuesta racional, de qué manera pudo organizar el gobierno patrio las tropas libertadoras que llevaron el pendón de la nueva causa hasta Lima y Quito. Como pudo mantener encendida la causa de la independencia en medio de las más angustiosas penurias económicas, sufriendo los efectos de un bloqueo devastador, sacudido el país por la anarquía y la lucha caudillesca durante quince años. Cual es el motivo de esa irradiación magnética que a punto de perecer la causa de la revolución en su cuna se mantenía activa y victoriosa a miles de kilómetros. Que fuego interior encerraban en sus corazones esos soldados que salieron bisoños de Buenos Aires y tornaban, los que no habían quedado en el camino, envejecidos por el sacrificio y por una campaña que no tuvo par. Al grito de la revolución se conmovieron todos los estamentos sociales, sus castas y sus clases. Tomaron el fusil, que al decir de Belgrano, nunca lo habían visto, llegaron al Paraguay, abatieron las murallas de Montevideo, cruzaron los Andes, surcaron el Pacífico, llegaron a la ciudad de los virreyes, tomaron el estandarte de Pizarro, ocuparon Perú y libertaron el Ecuador.

El pensamiento de Mayo inspiró a varias generaciones de argentinos en sus ásperas luchas por la libertad política. Sólo fue negado por la Dictadura. Acababa ésta de hacerlo cuando Echeverría, en 1837, reunió a la juventud de Buenos Aires para trabajar a favor de la Patria adoptando como legítima herencia las tradiciones progresistas de la revolución de mayo. En esta tarea "Echeverría restablece el pensamiento de Mayo cuando comienza a ser desnaturalizado, alimenta todas las actividades de nueva generación en aquel perenne y claro manantial de la argentinidad. Le impele el sentimiento de la continuidad histórica, dolorosamente quebrada por la tiranía"(5)

El pensamiento de mayo está presente a cada instante en la ardua lucha de los emigrados; ilumina a los Constituyentes de 1853 y alienta a la Organización definitiva de la Nación en 1860.

Al recordar el 150º aniversario de la Revolución recordamos el ideal de libertad y de justicia que alentó la gesta, manifestamos nuestra inalterable vocación por la democracia y el sentido popular de nuestros empeños, prometiendo mantener vivos y alertas los mandatos de la Revolución cuyas ideas constituyen el acervo de nuestro irrenunciable sentido de la nacionalidad.

Notas

(1) Juan M. Garro, Bosquejo histórico de la Universidad de Córdoba (Buenos Aires, 1882) 239.

(2) Francisco Romero, Las ideas de Rivadavia (La Plata, 1945) 34.

(3) Enrique Wedowoy, Manuel José de Lavarden (Buenos Aires, 1955) 21.

(4) Felix Weinberg, Juan Hipólito Vieytes (Buenos Aires, 1950) 23.

(5) Alberto Palcos Prologo a Dogma socialista de Esteban Echeverría (La Plata, 1940). Edición de la Universidad Nacional de La Plata

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