Anuario del Instituto de Historia Argentina, vol. 16, nº 2, e018, octubre 2016. ISSN 2314-257X
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Historia Argentina y Americana

 

DOSSIER
Claves para volver a pensar las culturas políticas en la Argentina (1900-1945). Perspectivas, diálogos y aportes

 

 

Las culturas políticas en la Argentina de los años treinta: algunos problemas abiertos



Alejandro Cattaruzza

Universidad Nacional de Buenos Aires, Universidad Nacional de Rosario - CONICET, Argentina
manuelcattaruzza@arnet.com.ar


Cita sugerida: Cattaruzza, A. (2016). Las culturas políticas en la Argentina de los años treinta: algunos problemas abiertos. Anuario del Instituto de Historia Argentina, 16(2), e018. Recuperado de http://www.anuarioiha.fahce.unlp.edu.ar/article/view/IHAe018


Resumen
En este artículo tratamos de examinar los años treinta a través del estudio de cuestiones referidas a ciertas culturas políticas, tradiciones ideológicas y prácticas culturales. Sobre el análisis de tres casos específicos, proponemos una interpretación amplia que los excede y que critica algunos argumentos habitualmente admitidos.

Palabras clave: Años treinta; Política y cultura; Democratismo radical; Comunismo argentino.




Political cultures in Argentina during the thirties: some open problems

 

 

Abstract

In this article, we try to examine the thirties through the study of issues related to some political cultures, ideological traditions and cultural practices. Based on the analysis of three specific cases, we propose a broad interpretation that exceeds them and criticize some arguments frequently admited

Keywords: 1930´s; Politics and culture; Radical democratism; Argentine communisms.


1) Los treinta, otra vez

Los años treinta, entendidos como los que van del golpe de Estado de 1930 al de 1943, fueron convertidos en un objeto de investigación histórica cuyas características se suponían específicas a través de un proceso peculiar, analizado hace tiempo por Darío Macor. Ese proceso tuvo dos estaciones iniciales decisivas signadas por el papel central que el peronismo desempeñó en el escenario político, a su vez articulado en torno al enfrentamiento entre ese movimiento y el antiperonismo; tales coyunturas se dieron en los años cercanos a 1945 y, más adelante, desde el golpe de Estado que derrocó al peronismo en 1955 hasta comienzos de los años sesenta. Las imágenes construidas a mediados de los años cuarenta circularon, sobre todo, a través de discursos en actos masivos, documentos partidarios, intervenciones en los medios de comunicación y sumarias consignas de campaña, aunque no faltaron algunos libros, entre ellos el de Luis María Torre, La década infame. Aparecido en 1945, su título se transformó en una fórmula que define de un trazo muchas características que se atribuyen a los treinta, aun con alguna modificación en la cronología original. En cambio, luego de 1955, los intelectuales cercanos al peronismo, ahora en la oposición, retomaron con ímpetu su tarea y obtuvieron éxitos editoriales resonantes con sus libros. También autores que provenían de otros sectores atendieron a los años treinta por entonces.1

Desde fines de los años cincuenta, se estabilizaron, se precisaron y se difundieron ampliamente ciertas convicciones acerca de la década abierta en 1930, que se mostrarían resistentes incluso en varios ámbitos historiográficos, en los que la investigación se retomó, renovándose luego del final de la dictadura militar. Muchas comparten un rasgo importante que nos interesa destacar aquí y que deviene del traslado del modelo del combate estrictamente político de 1945-1946 ó 1955, librado efectivamente por dos actores excluyentes a la dimensión simbólica, ideológica y cultural del enfrentamiento. Si dos bloques políticos se enfrentan –parece plantear el razonamiento–, dos perspectivas ideológicas, dos visiones del mundo, dos tradiciones, dos culturas políticas2 que coinciden con ellos han de ser también las que los animen y los sostengan, y finalmente las que se hallen en combate tras las pujas efímeras libradas en la superficie de la política. Y, en esa lectura, los treinta están obligados a constituirse en el momento en el que ellas toman forma definitiva: “nacionales” contra “coloniales”; “democráticos” contra “autoritarios”, “revisionistas” contra “liberales”; cerradas visiones del mundo y del pasado cuyos portadores libran las escaramuzas previas durante la década que comenzó en 1930, para enfrentarse abiertamente en 1945-1946, y por muchos años más. Cierto es que algunas investigaciones, llevadas adelante en las últimas décadas en sede académica, erosionaron algo esta imagen y la moderaron, pero su circulación continúa siendo muy amplia, incluso allí.

En este artículo se propondrán otras perspectivas fundadas en los resultados de líneas de investigación que hemos llevado adelante en oportunidades anteriores. Se trata del examen de problemas ubicados en los márgenes de algunos de los grandes grupos políticos de los años treinta y a prácticas que, a primera vista, pueden parecer menudas y secundarias. Su análisis, sin embargo, permite someter a consideración algunas cuestiones más generales y plantear argumentos que sólo pueden sorprender en razón de lo asentado sobre las imágenes de las que hablamos más arriba. Debemos señalar además que estas indagaciones se han desarrollado a partir de la consideración de que durante los años treinta había tenido lugar una tendencia de fondo a la reorganización de las relaciones entre la cultura y la política. La proximidad entre las acciones desplegadas por quienes pretendían dedicarse a cada activi­dad y entre los elencos involucrados en ellas, así como la discusión del papel del intelectual en la lucha social y política –que no fue sólo la réplica de las polémicas europeas– son rasgos salientes en esa reorganización. Sin duda, estos tres aspectos contaban con antecedentes en la Argentina, en particular luego del fin de la Primera Guerra Mundial y de la Reforma Universitaria de 1918, pero en los años treinta las distancias son menores y, por ejemplo, revistas culturales asumían sin mediaciones el debate político, intelectuales -consagrados o no- se incorporaban a las organizaciones políticas, dirigentes ilustrados publicaban sistemáticamente artículos y libros dedicados a los temas más variados comprometiéndose en múltiples empresas culturales. Así, agrupaciones de escritores o políticos, revistas, ateneos, ciclos de conferencias y congresos constituyeron una trama muy densa y poblada, que no excluía sectores de los partidos pero que era visiblemente más amplia que ellos.

En esa zona de cruce tan activa se forjaron muchas de las representaciones que los actores de las disputas político-culturales manejaron de sí mismos, de sus adversarios, de las batallas en las que estaban empeñados y de los campos en que se libraban. Naturalmente, esas imágenes pueden leerse también en un tipo de producción que suele ser más asentada y precisa –como los documentos oficiales de los partidos–, pero aquel otro material, vasto y heterogéneo, menos formalizado, a veces contradictorio contribuyó decisivamente con el trabajoso proceso de construcción de identidades, entramado fuertemente con el problema de las culturas políticas; cuando se hallaban encuadrados en alguna organización, la tarea que varios de aquellos intelectuales se atri­buyeron fue, precisamen­te, fijar aquello que solía llamarse la doctrina. A su vez, la proximidad de la que hablamos tuvo lugar en un período en el cual ya la industria cultural y alguna forma de la cultura de masas se habían afirmado en Buenos Aires, la ciudad en la que circularon –al menos inicialmente y más allá de los anhelos de sus miembros– publicaciones periódicas, diarios y volantes de los grupos políticos que analizamos.

Desde estos puntos de partida, entonces, se examinan en este artículo tres cuestiones: la posible existencia de una tradición vinculada al democratismo radical que, en los años treinta, se insinuó en zonas de varias agrupaciones políticas; la tarea de construcción de pasados nacionales por parte del comunismo; el ejercicio de la crítica literaria en el seno de una revista política. El tratamiento que les hemos dado reclama suspender por un momento algunas certidumbres y algunos modos de aproximación frecuentes a la hora de indagar los años treinta. Tales cuestiones y las maneras de tratarlas, como se indicó, han sido concebidas como entradas al problema de las culturas políticas, de sus rasgos, de sus transformaciones y, en fin, de sus relaciones en la Argentina de aquella década.

1) "Las empresas capitalistas, siempre adversas a la democracia"3

Si, provisoriamente y con cierto afán experimental, se intenta un análisis que quite de su centro a los partidos durante los años treinta, es posible reconsiderar ciertas evidencias empíricas disponibles. Dispersas en varias zonas del universo político-cultural, fragmentarias y apareadas a veces con piezas argumentales muy distintas entre sí, la adopción de un punto de vista semejante permite leerlas como las huellas de la existencia en los ámbitos de encuentro entre la política y la cultura, desde una perspectiva que llamaremos democrática radicalizada.4 Puede discutirse si ella constituye una cultura política plena en algunos de los sentidos que se le suelen asignar al término, pero parece sensato reconocer la presencia de posiciones que tienen en su centro la voluntad de extensión de la democracia desde el campo estrictamente político al de la sociedad con una marcada vocación igualitarista. Si bien en la década anterior pueden hallarse anticipos de estas posiciones –y en el extremo, ellos podrían remontarse a fines siglo XIX, empalmando con lo que en el contexto europeo se llamó el liberalismo social–, desde fines de los años veinte y más aún luego de la crisis de 1929, sus miembros adoptaron paulatinamente posiciones más favorables a la intervención del Estado en la economía para lograr redistribuir la riqueza. Quizás la campaña en torno a la nacionalización del petróleo, entre 1927 y 1928, haya sido una coyuntura de expresión fiel de algunas de estas posiciones, expresadas esta vez en clave nacionalista, estatista y antimperialista

Cuando asumieron la situación internacional se mostraron críticos del fascismo y, en la segunda mitad de la década –aunque con más cautela y menos uniformidad–, de la política de Stalin; en ocasiones, recurrieron a la imagen de una “revolución democrática” que permitiría escapar del dilema Roma o Moscú. Sin embargo, algunas de sus agrupaciones fueron reacias a asumir posiciones frente a sucesos europeos; la impugnación a la alternativa comunismo-fascismo se fundaba en que la considerban exótica y extranjera. La cuestión latinoamericana, en cambio, concitó la atención de todos. En parte heredera del antimperialismo de los años veinte, también durante la década siguiente la concepción que hacía de la acción imperialista el origen de los males que aquejaban a la región jugó un papel muy importante en sus exámenes de la situación de América Latina. Con todo, hacia fines de los años treinta, lo delicado de los vínculos entre el impulso antimperialista, el apoyo a la experiencia rooseveltiana y el nuevo sentido del antifascismo abierto por la proximidad de la guerra –asuntos visiblemente ligados entre sí– provocó discusiones y cambios en algunos grupos del democratismo radical.

Entre quienes participaron allí se contaron intelectuales y militantes de varias procedencias: socialistas, radicales de diversos sectores incluídos algunos participantes en las rebeliones armadas de comienzos de la década, izquierdistas sin partido o con trayectorias que los habían llevado de una organización a otra, escritores cercanos a Boedo, antiguos activistas de la Unión Latinoamericana o la Alianza Continental y también exiliados apristas; previsiblemente, la presencia de militantes sindicales fue en cambio mucho más menguada. Con los matices que esas estirpes distintas permiten augurar –los tonos clasistas y las apelaciones a la clase obrera de los socialistas contrastan con la preferencia de los radicales por imaginar un movimiento “de la nación y del pueblo”, por ejemplo– y las diferencias entre las tácticas que adoptaron, es posible que formaran parte de lo que Morse llama florecimiento del impulso rousseauniano, que habría tenido lugar en Latinoamérica entre 1920 y 1960.5

En esa línea, la Dirección de una de sus revistas sostenía que cuando “se afirma que nuestra democracia política debe ser asentada sobre bases estables” se evita “la consideración de uno de sus aspectos más esenciales, el único cuya so­lución puede hacer viable la realización de aquel pos­tulado, esto es, la democratización de la economía”. El autor señala que “no se concibe una democracia política con una base económica concentrada en manos de una minoría de privilegiados que todo lo gobiernan y donde las instituciones políticas están a merced de las alterna­tivas que experimenta el margen de beneficios de los grandes sindicatos industriales y financieros."6

El argumento, que incorporaba la cuestión del liberalismo, importante en estos ambientes, continuaba: "Las fuerzas políticas democráticas […] deben comprender que un nuevo liberalismo está na­ciendo, el cual desecha la utópica concepción del Estado agnóstico en materia económica, pero que está en cambio imbuido de un sentido pragmático, que permite conciliar en una amplia democracia política, una demo­cracia económica y que al mismo tiempo realiza magis­tralmente la conjugación justa y equitativa de los dos elementos básicos de la producción: capital y trabajo”. Esa sería la base de “una verdadera democracia social."7 Por esas mismas fechas, en la muy importante revista de izquierda Claridad, se planteaba que el triunfo electoral de Roosevelt en 1936 –cuestión que retomaremos más adelante– era “una aplas­tante derrota infringida a la plutocracia yanqui”, que suponía además “una exal­tación de la democracia, exhibiéndola como el instru­mento más perfecto para la transformación económica, social y política de los pueblos."8 En estos párrafos se insinúa la idea –extendida en estas franjas– de que la solución de los problemas económicos y sociales debía arrancar por una cuestión política: sólo un Estado en manos del pueblo –que lo reconquistaría en principio a través de elecciones libres– podría intervenir en la economía en favor de las mayorías y en contra del privilegio. La vocación por la participación en la lucha parlamentaria que había exhibido desde tiempo atrás el socialismo local, pese a las posiciones de los grupos sindicales, era consistente con esos argumentos, a pesar de que las preferencias por el librecambio persistieran en algunos de sus miembros en los treinta.

A su vez, buena parte del democratismo radicalizado argentino, en una acción con un costado político e ideológico y otro vinculado a las prácticas culturales, afianzó por entonces ciertos sistemas de relaciones con el exterior dinámicos y eficaces. Entre ellos se contaron las mencionadas conexiones latinoamericanas así como las italianas y españolas; todas tomaron formas múltiples, que fueron desde la atención prestada a la situación política hasta el intercambio de publicaciones, la crítica bibliográfica, las traducciones de artículos, o los trabajos escritos especialmente para las publicaciones argentinas. Cabe sumar a ellos el apoyo a los exiliados políticos –en particular los peruanos apristas, los antifascistas italianos y los españoles republicanos más adelante– dado que muchos caminos del exilio se construyeron sobre la trama de estas relaciones.

Como se ha indicado, las cuestiones latinoamericanas fueron seguidas con mucho interés en esta zona político-cultural: el APRA y el cardenismo fueron puntos de referencia fuertes durante los treinta. En cuanto al aprismo, el linaje reformista aseguraba la participación de varios de sus dirigentes en los circuitos intelectuales y políticos argentinos; la presencia de exiliados apristas en Buenos Aires y La Plata, cuando menos, contribuyó a afianzar la relación que se sostenía fundamentalmente con dos agrupaciones argentinas, cuyas apuestas tácticas fueron muy diferentes: el complejo cultural que tenía por eje a la citada revista Claridad, una de las más importantes de la izquierda latinoamericana desde los años veinte, y FORJA. El cardenismo, a su vez, era atendido por FORJA e incluso por sectores más integrados en el aparato partidario de la UCR.9

Apareada a su inclinación latinoamericanista, la denuncia del imperialismo constituyó una de las tareas centrales que se asignaron estas formaciones. Luego de las experiencias del antimperialismo de los años veinte –animado entre otras asociaciones locales por las ya mencionadas Unión Latinoamericana y la Alianza Continental, publicaciones comoRenovación y los ecos de encuentros como el Congreso Antimperialista de Bruselas, de 1927–, en los tempranos años treinta, las posiciones antimperialistas argentinas recibieron un impulso fuerte de la firma del tratado Roca-Runciman de 1933. Las denuncias en el Congreso Nacional y los escándalos contribuyeron a su vez a la extensión de las posiciones críticas en la prensa y en la opinión pública; fue entonces cuando un antimperialismo más vehemente comenzó a hacer pie, lentamente, en ciertas formaciones del nacionalismo. Como se verá en este artículo, también el Partido Comunista asumió esas posiciones con fervor sobre la base de su diagnóstico previo acerca de la condición semicolonial o colonial de los países latinoamericanos, al que retornaremos más adelante. Es probable también que en esos momentos se produjera una cierta reorientación en la denuncia antimperialista, hasta entonces fundamentalmente centrada en la acción norteamericana. Por otra parte, algunas polémicas revelan al mismo tiempo la extensión de las actitudes antimperialistas, sus matices y los textos que en ese espacio circulaban; así, como indicó Cattáneo (1992), “uno de los puntos que enfren­tó al aprista Seoane y a Benito Marianetti, socialista y luego comunista, en 1936, fue la acusación del primero de que su adversario había reproducido, sin citar, los argumentos contenidos en el manifiesto fundador nada menos que de FORJA; el documento fue exhibido como prueba en las páginas de Clari­dad”. Desde el radicalismo, Luciano Catalano denunciaba que “la tierra se entrega al imperialismo extranjero”, mientras proponía nacionalizar los transportes y las comunicaciones, las fuentes minerales y la educación.10

Sin embargo, como anticipamos, este elemento tan importante de la visión del democratismo radical entró en crisis parcial a partir de 1936-1937. Para varios grupos –de los que puede excluirse inicialmente al aprismo que activaba en Buenos Aires y al forjismo–, la política de Roosevelt tanto en el plano interior con el New Deal como en el exterior con la llamada Buena Vecindad, así como también el fracaso de la socialdemocracia europea y el estallido de la guerra civil en España se enhebraron para empujar el antimperialismo hacia un lugar más discreto, a pesar de que no fuera abandonado del todo, al menos por aquel momento. En una situación tal, que incluía además una guerra en el horizonte, aun con titubeos y resistencias, la política rooseveltiana pasó a ser entendida en algunos de estos ámbitos como una reforma popular y democrática del capitalismo. Claridad, que había divulgado tanto la certeza en el futuro socialista como la denuncia antimperialista, expresaba muy bien tanto esperanzas como dudas ante estas novedades. La revista dedicó su número de diciembre de 1936 al “gran presiden­te de la Repú­blica del Norte, que ha demostrado, con ejemplar consa­gración, su fe en la paz, la libertad y la democra­cia, seña­lando el camino para la independencia y el progreso de los pueblos de Améri­ca"; a comienzos de 1937, la revista cambiaría su subtítulo de Tribuna de Pensamiento Iz­quier­dista a Revista America­na de los Hom­bres Libres.11 Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que los apristas continuaron por bastante tiempo con su prédica contra el imperialismo, aun en este nuevo clima; en 1938, por ejemplo, el importante dirigente Luis Alberto Sánchez escribía desde el exilio un artículo cuyo título logra revelar muy fielmente su modo de plantear el tema: "¿Anti-imperialismo pleno o nada más que antifascismo?", que se publicó enClaridad. Como podía anticiparse, el argumento indicaba que el antifascismo derivaba de la posición antimperialista, que era la primera y primordial definición.12

Las relaciones italianas, a su vez, fueron determinadas por la cuestión fascista, inclusive en el tan terrenal plano del acceso a los materiales y publicaciones del exilio y de la oposición interior. Más allá del previsible contacto entre los partidos socialistas y comunistas de ambos países, se destaca también la relación con el grupo Giustizia e Libertà. Su fundación en 1929 otorgó a la oposición al fascismo que anhelaba una "revolución liberal" y la articulación de socialismo y liberalismo, una conduc­ción visible y eficaz, interna y exterior, y una organización de alguna envergadura, que le permitió competir hasta mediados de la década con el PCI y el PSI.13 En la Argentina, fuera de los circui­tos de la emigración en los que contó con insti­tuciones y figuras cercanas y aliadas, como la asociación Nuova Dante y el empresario T. Di Tella, fueron algunos emprendimientos culturales radicales los que constituyeron su punto de apoyo más firme. Con alguno de ellos mantenía una rela­ción estrecha, por ejemplo, con el historiador Gaetano Salvemini, uno de los fundadores de Giustizia e Libertà, que enviaba notas redactadas espe­cialmente y veía sus artículos traduci­dos con frecuen­cia; otros fueron tomados de las publicaciones que el grupo impulsaba en París. Una mirada atenta registra también que Salvemini es el autor del trabajo publicado ante la muerte de los hermanos Rosselli a manos de fascistas en París; Carlo Rosselli fue también fundador de la organización italiana y autor de una obra titulada Scialismo liberal, aparecida en 1930; en el entierro pronunció un discurso Celestine Bouglé, miembro del solidarismo concebido por Leon Bourgeois. Tanto el discurso como el trabajo de Bouglé Las ideas igualitarias, fueron publicados en revistas radicales. Todos estos intelectuales forman parte de aquellas franjas demócratas radicalizadas con inclinación al socialismo, a las que se han hecho referencia.

De todos modos, el antifascismo en la Argentina no se restringió al contacto con el exterior; como ha sostenido Andrés Bisso, entre 1922 y 1946 el antifascismo local se constituyó en una “apelación política nacional”, múltiple, heterogénea, pero amplia y de gran capacidad de movilización, que tuvo además una historia propia cambiante, entramada tanto con los avatares de la lucha política nacional como con las discusiones internacionales. Frente a la situación local, en los años treinta, ha planteado que esa “tradición cultural” fue “capaz de mutar con el transcurso del tiempo y esparcirse, flexible y potentemente” tendía a la denuncia del fraude electoral y, a su vez, de los gobiernos surgidos del golpe de 1943 (Bisso, 2007, 21).

En cuanto a la conexión española, estos grupos establecieron vínculos fuertes con Iz­quier­da Republicana, Alianza Republi­cana, Partido Radical Socialis­ta, Izquierda Radical Socialis­ta, entre otras agrupaciones herederas del liberalismo español del siglo XIX, con notas más radicales. Para los grupos que analizamos, en los años veinte se había tratado de auxiliar y sostener a los repu­blica­nos que la dictadura de Primo de Rivera había excluido de la vida política, cuyos intelectuales eran los de la "nueva España": Unamuno, Blasco Ibá­ñez, Díez Canedo, Azaña, Macha­do, entre ellos. Varios de los españoles impulsaban una cierta atención por los asuntos americanos; tanto la prédica encarada por Manuel Ugarte desde principios de siglo, como su inserción en el mundo intelectual español pueden constituir un ejemplo claro de estas relaciones, pero el establecimiento de la Segunda República, luego el triunfo del Frente Popular y la Guerra Civil dieron nuevos temas y tonos a aquellos sistemas de relaciones que, como anticipamos, se encontrarían luego por detrás de los exilios de muchos intelectuales republicanos.14

A su vez, el tema de la Guerra Civil se vinculó estrechamente, aunque de modos cambiantes, con la cuestión soviética. Como se verá, varios de los procesos ocurridos en el país de los soviets –o, quizás, de las imágenes que en Occidente circulaban de ellos- impactaron muy fuertemente en la opinión que sobre el experimento comunista se tenía en los ambientes político-culturales que analizamos. Tanto los procesos de Moscú, que se habían iniciad en 1936 y formaron parte de la represión de la disidencia, como la sanción de la constitución soviética en ese mismo año, hicieron que algunos grupos argentinos mostraran sus prevenciones. El papel comunista en la Guerra Civil Española, que generó tensiones en el frente mientras al mismo tiempo la Unión Soviética se constituía junto a México en uno de los dos apoyos internacionales de la República, también fue puesto en debate, a veces soterrado. Cuando se firmó el pacto de no agresión nazi-soviético en agosto de 1939 –a unos cinco meses del fin de la guerra en España– y la Segunda Guerra fue caracterizada por la Unión Soviética y los partidos comunistas como un conflicto intermperialista que exigía neutralidad, algunas de las críticas tomaron más visibilidad, pero la invasión nazi y la entrada en la guerra en 1941 volvieron a acallarlas en parte. Ante un panorama tan cambiante, en varios de los grupos del democratismo radical, la simpatía por la causa soviética de la década anterior fue cediendo ante el recelo frente a lo que se entendía eran los perfiles autoritarios del estalinismo, del mismo modo que fue cediendo ante el oportunismo de su política exterior. En noviembre de 1939, por ejemplo, aparecía el primer número publicado en la Argentina de la revista Timón –que había aparecido en Barcelona–, dirigida aquí por el anarquista Diego Abad de Santillán y Carlos de Baraibar, socialista. El Partido Comunista Español y la Unión Soviética fueron objeto de críticas muy duras desde sus páginas, mientras se elogiaba la obra Cómo y por qué salí del Ministerio de Defensa Nacional. Intrigas de los rusos en España, del socialista Indalecio Prieto. Carlos de Baraibar firmaba un artículo titulado “La traición del stalinismo” a mediados de 1940. Casi un año más tarde, en mayo de 1941, aparecía en Buenos Aires Pensamiento Español; entre sus directores se contaban el Gral. Vicente Rojo, defensor de Madrid, y el republicano galleguista Adolfo Castelao. La revista se vio sacudida desde el mes siguiente por las discusiones acerca de la incorporación de la Unión Soviética al bando aliado luego de la invasión alemana; estos debates se extendían hacia las actitudes que debían tomarse ante los partidos comunistas.15

Por fuera, entonces, de los partidos políticos argenti­nos, o en sus márgenes, se insinúa la existencia de un activo sector del mundo político-cultural, cuyos miembros sostienen revistas y publicaciones, desarrollan actividades culturales y participan en la vida de los partidos. Se pronuncian además sobre la situación latinoamericana y trazan unas relaciones intensas y eficaces con quienes consideran sus compañeros en los países de la región; la situación internacional también los convoca, y antimperialismo y antifascismo serán, en parte, dos modos de atender a ella. De cara a la situación local, parecen comprometidos en la construcción de lo que a fines de la década ellos mismos llamaban la democracia social. Desde ya, como ocurre tantas veces, sus contornos no fueron absolutamente nítidos ni sus posiciones absolutamente uniformes; por el contrario, a pesar de que algunos elementos se mantuvieron firmes, otros fueron reelaborándose y ocupando rangos cambiantes en el repertorio del democratismo radical. Luego de 1945, muchos de sus miembros volverían a encontrarse en la lucha política, tanto en las filas del peronismo como en las de la Unión Democrática.

2) “El comunismo no puede ser ajeno a las tradiciones nacionales, porque es el pueblo mismo”16

Entre los historiadores dedicados al estudio de las culturas políticas, es corriente entender que ellas disponen de unas imágenes compartidas del presente, de una representación de su futuro y también de “una lectura común y normativa del pasado histórico que connota, positiva o negativamente, los grandes períodos” (Bernstein, 1999, 391).17 Cuando comienza este examen, a fines de los años veinte, el Partido Comunista exhibía unos pocos años de existencia, lo que hacía de la cultura política que se organizaba a su alrededor –desgajada del conjunto más amplio de las culturas de izquierda, con arraigo local y abiertas al debate internacional– una de baja densidad. El partido sufrió además escisiones, fugas y disputas internas a lo largo de los años veinte, en las que, junto a otras cuestiones más operativas, la definición de las auténticas posturas comunistas, era precisamente uno de los puntos que estaban en disputa. Con las precauciones que sugieren estos datos, puede sin embargo ensayarse un intento de respuesta a la pregunta acerca de qué lecturas del pasado construyó el comunismo argentino durante los años treinta y qué vínculo establecieron con la cultura política comunista.18

En 1924, poco antes del período en estudio, el presidente Marcelo T. de Alvear designó una comisión que debía establecer una versión nueva, pero que al mismo tiempo se pretendía más auténtica, del himno nacional. Luego de unos años, el 25 de Mayo de 1927, la nueva versión se estrenó en el Teatro Colón; un sector de la prensa había promovido un movimiento de protesta que culminó el 9 de Julio, cuando una gran muchedumbre se reunió a cantar el himno en su versión tradicional en la Plaza de Mayo y fue reprimida por la policía. Ante esos acontecimientos, la prensa comunista de base se pronunció: en Justicia. Órgano de los obreros y campesinos de Chacabuco, un boletín modesto y dedicado a los trabajadores de la zona, se sostenía que “el himno pertenece a la burguesía” mientras que Juan Pueblo. Órgano mensualdefensor de los intereses de los obreros asumía la cuestión manifestando, casi contradictoriamente, su falta de interés en ella.19

El repudio a los símbolos de la nación burguesa no debe asombrar en los militantes comunistas de fines de los años veinte. Sin embargo, muy poco después, en mayo de 1928, Aníbal Ponce, destacado intelectual de izquierda que se transformaría más adelante en uno de los héroes culturales del PC, aun sin ser un afiliado, ofrecía una conferencia que tituló “Examen de conciencia”, en la Universidad Nacional de La Plata, al conmemorarse el aniversario de la Revolución de Mayo. En ella, de acuerdo con Oscar Terán, “el pensamiento de Ponce comienza a definirse como expresión de una manifiesta voluntad de marxismo” (Terán, 1986, 149). El conferencista ubicó a Mayo en el centro de la nacionalidad argentina cuando planteó: “ni indios, ni españoles, ni gauchos a buen seguro; pero tampoco franceses”. Nuestra identidad –prosigue– es la que “permite reconocernos desde la Revolución” de 1810, cuyos principios “no se han realizado totalmente” y constituyen un programa para el presente y el futuro, cuyos núcleos serían la “Soberanía Popular y la Justicia Social”. De acuerdo con Ponce, “los ideales de la Revolución Rusa son [...] los mismos ideales de la Revolución de Mayo en su sentido integral.”20 Así, ante la denuncia del “himno burgués” y la exaltación de un Mayo que no sólo sería el acontecimiento identitario clave para la Argentina sino que también anticiparía a 1917, el mundo comunista no mostraba una posición homogénea.

El hecho podría explicarse apelando a las distancias que en tantas dimensiones separan un discurso sobre los procesos de comienzos del siglo XIX de otro: los públicos anhelados y los quizás alcanzados, los recursos culturales de los autores de un boletín popular de base y los del intelectual que dirigía la Revista de Filosofía fundada por José Ingenieros, entre otros. Pero eso no hace más que confirmar la opinión de Daniel Lvovich y Marcelo Fonticelli acerca de las diferentes posiciones que, respecto a estas y otras cuestiones, y en función de varios criterios, habitaban el partido y su zona de influencia (Lvovich y Fonticelli, 1999).

El mismo año de la charla de Ponce, 1928, el Sexto Congreso de la Internacional Comunista sesionó entre julio y septiembre en Moscú; allí J. Humbert-Droz presentó un informe que sería asumido por el PC argentino en su Octavo Congreso, celebrado en noviembre. El comunismo local ratificó las posiciones asumidas por la Internacional y, en 1929, los comunistas latinoamericanos reunidos en Buenos Aires hacían lo propio. Se establecía en esos documentos que el movimiento de transformación social en América Latina sería del “tipo democrático-burgués” todavía pendiente, dado que eran estos “países semicolo­niales donde domina el problema agrario y antimperialista.”21 Esa definición fue muy duradera en el lenguaje político comunista, que la recogía incluso en la etapa del Frente Popular, el cual era concebido como antirreaccionario y antimperialista explícitamente; también tuvo efectos importantes en las lecturas del pasado que un comunista celoso de la ortodoxia estaba en condiciones de realizar. Mayo, por ejemplo, no podía ser –y eso en el mejor de los casos– más que una revolución democrático burguesa inconclusa, fallida, ya que no había en el pasado ninguna revolución de ese tipo plena, porque de haberla, el presente argentino no sería el de una semicolonia. Menos atención por parte de los investigadores mereció otra consecuencia que aquel diagnóstico del país semicolonial tenía: dado que de acuerdo con Lenin esa condición, o la de país dependiente –de menor circulación por entonces– era resultado de la acción imperialista de fines del siglo XIX, la mirada comunista del pasado nacional debía condenar las políticas de incorporación de la Argentina al mercado mundial, al menos en la forma que ellas adoptaron luego de1880. Dicho de otro modo, la política de la llamada generación del ochenta difícilmente pudiera ser apreciada como favorable en la lectura comunista: la revolución agraria y antimperialista se haría justamente contra el orden que ella había contribuido a organizar. Quizás convenga tener en cuenta que, de todas maneras, esa postura no podía tener efectos en la puja estrictamente historiográfica, ya que la historia de base universitaria no frecuentaba temas tan próximos en el tiempo por esos años.

Así, desde esos puntos de partida que, insistimos, se fijaban como tantas veces y en tantos grupos en los lugares de la reflexión política, dirigentes e intelectuales comunistas plantearon grandes cuadros del siglo XIX argentino a comienzos de los años treinta, que incluían al menos ambas coyunturas mencionadas, 1810 y fines de siglo XIX. El propio Aníbal Ponce, por ejemplo, abría el Congreso Latinoamericano contra la Guerra Imperialista de Montevideo, en 1933, observando que “las colonias españolas de América Latina, instigadas por Inglaterra que aspiraba a la expansión de su comercio y a la destrucción de sus viejas rivales, entraron por el camino de la liberación política” a comienzos del siglo XIX “sin haber alcanzado ni con mucho la madurez económica”. Ponce cambiaba esta vez su opinión de 1928 sobre Mayo: a su juicio, “las nacientes burguesías de América Latina, atrasadas, indolentes, sin ninguna de las capacidades que las nuevas formas de producción exigían en el mundo, se convirtieron a poco andar en pasivos instrumentos de Inglaterra, su nueva metrópolis económica”. Según sostenía, “la casi totalidad de la economía precapitalista de América Latina” quedó bajo el control británico, que buscó “mantenerlas en la situación exclusiva de proveedoras de norteamericano, en competencia con el inglés desde la Gran Guerra (Ponce, 1939: 123-125).22

Una lectura semejante ensayaba Rodolfo Ghioldi, alto dirigente del partido, por esas fechas. En un artículo dedicado a la crítica del Pacto Roca-Runciman, publicado en Soviet, la revista del Comité Central, sostuvo que “desde la ruptura y separación de España hasta la guerra de 1914-1918, la posición del imperialismo inglés fue indiscutiblemente predominante en la Argentina y su influencia en el desarrollo económico y político del país, decisiva. Él obtuvo concesiones formidables, él invirtió capitales, él estableció los transportes y comunicaciones, él acaparó tierras, él levantó grandes empresas hipotecarias. ÉL ADAPTÓ EL DESENVOLVIMIENTO ECONÓMICO ARGENTINO A LAS NECESIDADES DEL MERCADO BRITÁNICO”. Tampoco Mayo quedaba a salvo: el mismo Ghioldi señalaba, también enSoviet y en 1934 que, para muchos, la “tradición de Mayo sería la encarnación de la Democracia. El coloniaje era el feudalis­mo; Mayo, la democracia”. El alto dirigente del PC razonaba de este modo: “Es esta una de las múltiples falsificaciones de la historia argentina. Antes y después de Mayo hubo el régimen feudal”23. En cuanto a Rosas y al rosismo, otras de las figuras y períodos que estaban entrando nuevamente en debate, la condena era inconmovible en el comunismo, aunque todavía no más fervorosa que la ensayada hacia otros personajes.

Las críticas rojas a Mayo, que las agencias estatales así como buena parte del resto del mundo cultural y el político consideraban –junto con la guerra de independencia posterior– procesos cruciales para la existencia e identidad de la nación, se atenuarían en el futuro para llegar a la exaltación de la revolución de 1810. Ello ocurrió parcialmente al margen de las modificaciones producidas en la táctica del partido, ya que por detrás de los cambios fugaces tenían lugar otros fenómenos que no se alineaban con los ritmos de la política y exhibían cadencias más reposadas y más profundas. Por una parte, a lo largo de la segunda mitad de la década, miembros del partido comenzaron a ensayar otro tipo de intervención sobre el pasado. No eran ya dirigentes que escribían un artículo con observaciones al paso sobre historia, aun si eran agudas e inteligentes; tampoco historiadores académicos o profesionales, cosa que sí ocurrió en contextos europeos. Se trataba en cambio de la versión comunista de una figura corriente en la Argentina de los años treinta, la del hombre del mundo de la cultura que se dedicaba con continuidad a la investigación histórica, con cierto apego a las reglas del método –aun si no disponía de credenciales ni formación específica–, y que publicaba los resultados en libros de alguna extensión. Los elencos revisionistas cobijan muchos intelectuales de este tipo, y también los de las instituciones más formales, en un momento en que la historia llamada profesional todavía constituía un espacio social muy reducido.

Así, a fines de 1936, cuando se había iniciado ya la etapa de Frente Popular,una columna aparecida en Hoy, publicación periódica partidaria, se titulaba “Historia argentina por proletarios” y se atribuía una tarea. “Nuestra sección orientará en la difícil tarea de interpretar la historia del país con criterio marxista”. El autor, presumiblemente Rodolfo Puiggrós, observaba que “el estudio de la historia argentina, menospreciado injustamente hasta antes de ahora, comienza a ser motivo de preocupación para el movimiento obrero y revolucionario, que comprende la importancia que cobra el conocimiento del proceso histórico del país.”24 Se convocaba allí, por otro lado, a organizar grupos de estudio sobre historia argentina, llamamiento que la revista Argumentos, también vinculada al PC, retomó a comienzos de 1939. Es posible que el trabajo de investigación y estudio terminaran dando sus frutos –individuales, no colectivos- hacia 1941; a partir de ese año, editoriales vinculadas al partido editaron varios trabajos históricos: Puiggrós publicaba De la colonia a la Revolu­ción y Mariano Moreno y la revolu­ción democrática argen­tina. Eduardo Astesano, también dedicado a estudios históricos, daba a conocer Conte­nido social de la Revo­lución de Mayo. En 1942, Puiggrós presentó Los caudillos en la revo­lución de Mayo en 1942, y un año después, en Montevideo, Rosas, el pequeño.

En esas obras, la relación entre historia y política se hace evidente también en pequeños gestos. En el Prefacio de De la colonia a la Revolución, Rodolfo Puiggrós indicaba hacia 1940: “he escrito este libro teniendo presente a la clase obrera argentina, heredera y continuadora de la tradición progresista y libertadora que parte de los días iniciales de nuestra sociedad”; Astesano, a su vez, planeaba un último tomo de su obra que llevaría por título “La herencia progresista de Mayo”, según manifestaba un año más tarde.25 Así, estos comunistas apreciaban en Mayo una revolución que no había sido, no había podido ser, plenamente democrático-burguesa, porque las condiciones socioeconómicas reinantes en el Virreynato lo impedían, pero que inauguraba un linaje nacional y progresista que debía recuperarse. Eran estas visiones por cierto muy alejadas de las que, en años anteriores, tomaban distancia de Mayo y del conjunto de la tradición política argentina.

Lejos de la investigación histórica y de la publicación de libros y artículos en revistas, durante esos tempranos años cuarenta, el PC ofrecía en otros escenarios destellos de la visión del pasado que venía construyendo y, al mismo tiempo, del aprecio a la nación, que se transformó tantas veces en la patria en el nuevo lenguaje comunista, de y su estirpe progresista, que crecía paulatinamente desde mediados de la década. Así, en noviembre de 1941, unos meses después de que la Unión Soviética entrara en guerra, sesionó en Córdoba el X° Congreso del partido. Gerónimo Arnedo Álvarez, un alto dirigente, hacía del partido un “defensor consecuente” de la “unión nacional, de la libertad y de la independencia de la Patria”, asumiendo explícitamente la herencia de San Martín y Belgrano. El orador iba aún más allá, e indicaba que la “estrecha oligarquía reaccionaria y antinacional” en el poder era el enemigo interno de la libertad y la soberanía nacional, “el mismo que en la época de la lucha por nuestra independencia nacional trató de obstaculizar al General San Martín en su audaz y patriótica decisión de realizar la expedición libertadora al Perú”. El PC había organizado una lectura del pasado y apelaba a ella, la usaba en sus actos de masas, aun en versiones que eran obligatoriamente sumarias- La lectura del informe terminó con el público entonando el Himno Nacional y La Internacional.26

En la operación de construcción de representaciones del pasado nacional, aunque en un lugar más marginal, los argumentos de algunos intelectuales comunistas exhibían también otros acentos, que de todos modos no eran necesariamente disruptivos con los anteriores. En 1937, Álvaro Yunque, hombre de la izquierda cultural que formó parte del PC, por ejemplo, veía en Martín Fierro una “biblia de la miseria gaucha”, mientras José Hernández era “el dueño de la voz más vigorosa que se levantó para protestar contra la explotación del gaucho” y el narrador de “hazañas de explotados que se resistían a ser explotados.”27 La imagen del gaucho a lo Martín Fierro era ya, desde hacía tiempo, el soporte de interpretaciones muy variadas, de diversos perfiles ideológicos, que lo convertían en tipo social y portador de la cultura auténticamente nacional o antecesor de los explotados de hoy; la obra de Hernández había sido puesta además en el centro de la literatura nacional por Lugones y Rojas en tiempos de los Centenarios. Pero la mirada de Yunque contrasta con la que Ponce había ofrecido en 1928, por ejemplo, en torno a la cuestión del gaucho.

Los argumentos de Yunque estaban dirigidos a un público lector de materiales partidarios que poseía ciertas herramientas intelectuales. En otras zonas de la industria cultural, la apelación a un pasado rural, vagamente gaucho –cuyas creaciones a las que se atribuían condiciones folclóricas constituirían un núcleo identitario nacional– era muy frecuente. Atahualpa Yupanqui, dedicado a la música llamada folclórica ya con cierto éxito, se unió al PC en septiembre de 1945; concentraciones y marchas fueron la ocasión de sus actuaciones, mientras publicaba una columna en Orientación, periódico del partido, escrita en tono campero (Luna, 1974). A su vez, el investigador Omar Corrado ha destacado que entre 1943 y los últimos meses de 1946, los actos comunistas contaron con la presencia de artistas dedicados a la música folclórica: los Hermanos Abrodo, Fernando Ochoa –luego peronista- y “el cantor criollo Isidoro Aguilar”, a quien acompañaban según las fuentes otros tres obreros (Corrado, 2010). Como decíamos, no debe exagerarse, de todas maneras, la importancia de estas notas relativamente discordantes con la perspectiva dominante en la cultura política comunista.28

Hemos sostenido en oportunidades anteriores que esta construcción de lecturas del pasado es indicio de un proceso más de fondo de integración del PC al sistema de los partidos argentinos y a la comunidad política nacional. Si ello es así, si como ha planteado María Calderari el comunismo pasó “de la secta a la política” a lo largo de los treinta, es preciso reconocer que ese tránsito se adecuó, a grandes rasgos, a los climas internacionales, con las previsibles y profundas diferencias en los escenarios (Calderari, 1987). Si atendemos a la cuestión de los pasados comunistas en su dimensión internacional, toma importancia el llamado de Dimitrov, formulado en VII congreso de la Internacional, en agosto de 1935

[…] a esclarecer ante las masas trabajadoras el pasado de su propio pueblo con toda fidelidad histórica y el verdadero sentido marxista, marxista-leninista, para entroncar la lucha actual con las tradiciones revolucionarias de su pasado”. Casi diez años más tarde, en los tramos finales de la guerra, Togliatti apostaba a la transformación del PCI, de cara a la posguerra, en “un partido nacional italiano, es decir, un partido que plantee y resuelva el problema de la emancipación de los trabajadores en el cuadro de nuestra vida y libertad nacionales, haciendo suyas todas las tradiciones progresistas de la nación […],29 y promovía la producción de “una historia de Italia desde el punto de vista de la clase obrera” y de una “revisión comunista de la historia de Italia” (Colli, 1987).

Así, las transformaciones del propio PC argentino, las de sus adversarios locales, con los que competía, las políticas decididas por la Internacional y, al final del período, por los partidos hermanos fueron la forja de estas transformaciones que analizamos. Allí, el partido organizó sus propios pasados nacionales y los comunicó utilizando desde los artículos en la prensa partidaria y los libros hasta los discursos ante auditorios masivos, desde la apropiación de los símbolos y rituales nacionales hasta la intervención folclórica en los actos y aun, poco después, hasta la poesía de Raúl González Tuñón, que en los inciertos tiempos posteriores al 17 de octubre de 1945 presentaba suPrimer canto argentino.30

4. Los “libros útiles"31

Como se dijo, durante los años treinta fueron muy numerosos los emprendimientos editoriales, a medias culturales, a medias políticos, que aspiraron a intervenir allí donde ambos mundos se encontraban.32 Entre esos intentos se contó también un puñado de iniciativas radicales, entre las que destacan las publicaciones forjistas –al menos mientras la agrupación se mantuvo formalmente dentro de la UCR– y Hechos e Ideas, que publicó 41 números entre 1935 y 1941; luego de 1947, un grupo significativo de quienes habían animado la experiencia radical se incorporó al peronismo para publicar la revista desde allí.33 En su primera etapa incluyó en casi todos los números una sección de crítica bibliográfica que, al parecer, tenía gran importancia para la redacción, no sólo por la mencionada continuidad sino porque fue habitual la inclusión de comentarios de más de 10 libros y, en ocasiones, de más de 15, un esfuerzo significativo para una revista cuya aparición fue, durante mucho tiempo, mensual o bimen­sual.

En esos comentarios bibliográficos puede leerse el mapa de la biblioteca que los colaboradores más cercanos de la revista manejaban, de las obras que consideraban importantes proponer a sus lectores, de los criterios utilizados para organizarlas, y de la ponderación de las obras comentadas. En otro plano, el material es testimonio del papel que estos militantes atribuían a unos escritos que no eran sólo ensayos políticos o estudios económicos, sino libros de relatos cortos, nove­las, auto­biografías, biografías, incluso poesía en la difusión de su visión del mundo; esto ocurría en un contexto en el que el aprecio por el libro y la lectura excedía la cultura letrada. Se trataba así de una práctica cultural y, en una dimensión específicamente literaria, llevada adelante por militantes que sostenían una revista política y aspiraban a través de ella a consolidar la formación de sus lectores. En el conjunto tan vasto de aquellas críticas de libros, hemos analizado algunos casos significativos y ciertos temas recurrentes, cuyo estudio permite acceder a aspectos que suelen ser ubicados en segundo plano en el análisis de la relaciones entre la política y la cultura en los años treinta.

El conjunto de libros comen­tados es heterogéneo en varias dimensiones: géneros, prestigio o visibilidad de los autores, orígenes nacionales.34 A su vez, entre los autores cuyas obras se examinan se destaca la presencia de latinoamericanos: casi el 40 % de los textos comentados ha sido publicado por autores de ese origen, excluyendo de esta categoría a los argentinos. Esta decisión de la revista de comentar sistemáticamente obras publicadas por intelectuales de la región tiene un costado político muy marcado. Si bien algunos de ellos eran ya autores consagrados, la mayoría no gozaban de ese estatuto y la intención parece ser construir o consolidar un sistema de comunicación entre intelectuales y aun entre grupos político-culturales que estuvieran empeñados en una tarea similar a la que se proponen quienes impulsan la revista argentina. Quizás esta red se apoyara en la que desde los años veinte venía construyendo Claridad, también mencionada en este artículo; además de posibles proximidades en otros planos,Hechos e Ideas se imprimió durante unos años en los talleres de la empresa de Zamora. Las coincidencias son muchas en las listas de publicacio­nes recibidas y recomendadas por ambas revistas, y la presencia de referentes intelectuales americanos y europeos comunes es también visible.35

La biblioteca de autores europeos propuesta, por su parte, presenta como figuras centra­les a intelectuales que gozaban en los años treinta de un prestigio sólido en varios segmentos del universo político y cultural local: entre otros Stephan Zweig, Emil Ludwig, André Gide, Jules Romains, y –aunque no asumidos explícitamente en la sección bibliográfica, pero presentes en múltiples referencias ocasiona­les– Romain Rolland, Henri Barbusse y Erich Maria Remarque. Los nombres de los héroes de las vanguardias no están presentes en este conjunto, que con algunas excepciones evoca los tiempos de la Gran Guerra; es posible que este dato sea un indicio de la importancia de la perspectiva generacional para la explicación de las cuestiones político-culturales en los años treinta.36 Una mínima aproximación en esa clave permite observar algunos rasgos comunes entre los militantes culturales y políticos argentinos. Nacidos muchos de ellos en torno al cambio de siglo, la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre y luego el fascismo, la Reforma Universitaria y sus ecos, el yrigoyenismo, más allá de qué posiciones se asumieran ante ellos, fueron los procesos en los que tomó forma su perspectiva política. En esa línea, es posible plantear para esta publicación, que el tema de la gue­rra es uno de los que recorren todo su horizonte, asumido en el ensayo político, la ficción, las memorias. Debemos aclarar que no se trata de una presencia perma­nente, ni siquiera importante, de la Primera Guerra como cuestión analizada en los artículos, edito­riales o comentarios; nos referimos a una dispersa y sostenida evoca­ción en textos dedi­cados a otros temas.

Tal vez el caso del libro de Leonhard Frank, titulado Carlos y Ana, sea claro al respecto. Allí, un viejo tópico de la lite­ratura europea asumido, o al menos referido tangencialmen­te por un serie de autores que van de Montaigne a Sciascia,37 es ubi­ca­do en el marco de la Primera Guerra Mundial: se trata del de la desapa­rición de un marido y su reemplazo por un compañero de armas merced a la incierta complicidad de la esposa, que parece haber inaugurado los episodios vinculados a Martin Guerre en el siglo XVI. Más allá de los méritos estéticos del libro de Frank –quien, por otra parte, integraba los grupos intelectuales pacifistas que pasaron en Zurich parte del conflicto 1914-1918–,38 puede afirmarse que la imagen de un hombre del común arrastrado por la tormenta de una guerra que no le atañe, y en la que termina poniendo en juego su identidad, ocupa el centro temático del relato.39 La guerra es condenada por haber destrozado la vida corriente de unos indivi­duos anónimos.

Leídos en conjunto, entonces, los libros de Barbus­se, Remarke, Frank, y aun la autobiografía de Zweig titulada El mundo de ayer presentan zonas temáticas comunes: la barbarización de los hombres en el frente; la reta­guardia segura, donde se encuentran los poderosos que arriesgan muy poco; la guerra miserable que en­vuelve fundamen­talmente a los humildes y en la que los empresarios amasan fortu­nas; aun el de la identidad amenaza­da. La revista que examinamos, por su parte, articula buena parte de ellos en una condena que, insis­timos, desde un punto de partida humanitario se despliega en una clave fundamentalmente ética: los "fabrican­tes de armamentos" -dirá un comentarista- despliegan una "actividad antisocial" y emplean "procedimientos maquiavélicos" para lograr sus fines; ya han sido responsables de una guerra y "lucran prepa­rando la catástrofe” con el objeto de “realizar su negocio".40

Pero si violencia de una guerra así concebida es denunciada, otro tipo de violencia política merece un tratamiento distinto. Tanto los contactos, ya mencionados, con Giustizia e Libertà, el primer grupo italiano en realizar acciones armadas contra el fascismo en Italia y en advertir la importancia del envío de voluntarios al frente español para combatir junto a los republicanos en la búsqueda de una fragua de cuadros militares, como la participación efectiva de algunos de los miembros de la revista en las rebeliones radicales de comienzos de la década, sugieren esta interpretación. Mien­tras la Gran Guerra es vista como un enfrentamiento de aparatos estata­les, monstruosa, infame en los daños producidos en cuerpos y en pueblos enteros; una guerra mecanizada en la que poco cuenta la justicia de la causa ni lo osado del comportamiento individual. Los movimientos armados radicales del siglo XIX y los levantamientos de los tempranos años treinta, las veces que son evocados aun en diagonal, se transforman, en cambio, en heroicas bata­llas de una lucha secular que se plantean libradas por la nación para recuperar un gobierno del que se ha apoderado una facción antagónica con el interés general.

Es posible que este doble juicio sobre la relación entre la política y la violencia permita explicar algunas posiciones que aparecerán en la revista hacia 1936, cuando comience la guerra civil en España. Fragmentos de las posiciones previas aparecen entonces combinados de una manera novedosa: será una guerra contra el privilegio librada por un Estado esta vez popu­lar y de los trabajadores; aunque se reitere la certeza de que las condi­cio­nes de la victoria republicana están dadas por la participación del pueblo espa­ñol en la lucha, la importancia de los medios técnicos es al mismo tiempo subrayada permanentemente.

Pero para estos grupos la política se relacionaba no sólo con la violencia, sino también con la producción literaria, y es posible que el extenso comen­tario a Fontamara, la novela de Inazio Silone,41 incluido con la firma de Lázaro Liacho –antiguo participante en Boedo que continuaría durante la etapa peronista vinculado a la revista– en el primer número resulte un buen testimonio de cómo concebían ese vínculo. Allí, haciéndose cargo de uno de los problemas clásicos entre los hombres de letras de la época, que el propio Liacho define como el del "Arte al servicio de la política", sostendrá el comentarista que "ninguna novela contemporánea provo­ca al igual que Fontamara la necesidad de plantear una vez más el problema ya largamente deba­tido en torno al destino y las proyecciones del arte”. Para Liacho, “las luchas del campesinado fonta­maren­se ofrecen la argumentación particular a un arte polí­tico –o si se quiere revo­lucionario– y Silone mismo no se propuso realizar con Fontamara sino una obra de avanzado carácter político". Esa obra de carácter político posee, sin embargo, cualidades literarias: es "una obra elaborada magistralmente con una sugestiva fórmula de arte modesto, sin forma ni estilo clásico". Al cierre de este círculo, Liacho atribuirá la eficacia política precisamente a sus virtudes estéticas, al proclamar que "el fuerte impulso antifas­cista de Fontamara” deviene del hecho de que no posee artificios intelectuales de ninguna índole."42 Como muchos de sus compañeros, Liacho exalta el compromiso del intelectual; aprecia una especie de realismo de denuncia algo tardío, despojado y sencillo; confía en la utilidad política de una novela. El objetivo final, concederá Liacho, es "el arte por el arte", pero ante la realidad que se vive “ningún escritor puede aislarse en su torre de cristal."43

La recepción del libro de Gide, Regreso de la U.R.S.S., es otro ejemplo de este cruce de perspectivas políticas y literarias, de los itinerarios argentinos recorridos por obras escritas por autores europeos consagrados, y aun de la lucha que grupos intelectuales locales libraban por indicar cómo debían ser leídos y qué sentido se les debía atribuir. En 1936, Gide publicó sus opiniones críticas sobre la Rusia stalinis­ta, luego del viaje que realizara invitado en ocasión de los funerales de Gorki; una edición apare­ció en Buenos Aires en ese mismo año a cargo de Sur, que un año después también publicaría los Retoques a mi regreso de la U.R.S.S., traducido esta vez por Ernesto Pala­cio, un dato también significativo ya que Palacio formaba públicamente en el nacionalismo desde hacía tiempo. Que los libros constituyeron un éxito de ven­ta en los medios inte­lectuales porteños parece probar­lo el hecho de que Regreso..., el mismo año de su aparición, ya tiraba en Buenos Aires al menos su sexta edi­ción; Retoques..., en 1937, alcanzaba su quinta edición de mil ejemplares. Las traducciones, por otra parte, fueron notablemente rápidas.

Ambos libros habían provocado polémicas entre los intelectuales antifascistas europeos: su autor gozaba no sólo de prestigio como escritor, sino que claramente se hallaba ubicado desde hacía años en el campo de la izquierda, y él mismo gustaba ubicarse en el de la revolución; el contexto de la Guerra Civil en España contribuyó a que la hostilidad hacia Gide fuera bastante extendida entre muchos de sus antiguos camaradas44. En Buenos Aires, quizá intentando evitar la reiteración de aquellas polémi­cas en principio, pero con una vocación más estratégica aún, Victoria Ocampo sostenía en una breve introducción a Regreso titulada “Al lector" que

[…] es de temer que los lectores de extrema derecha como los de extrema izquierda [...] le den al libro un sentido que no tiene. A quien dirigi­mos esta traducción es al lector desinteresado y con quien conta­mos es con él. Llamamos lector desinteresado al que tiene hambre y sed de verdad y no de argumentos en pro o en contra de una causa determina­da. [Apelando a palabras del autor, Ocampo señalará el centro de sus propias preocupaciones]: ‘la humanidad, su destino, su cultura’, para rematar sosteniendo que era eso ‘lo que debería ser también para nosotros lo más importante.45

Poco tiempo después, en 1937, uno de los críticos que participaba de He­chos... comentará el mismo libro de Gide; en esa oportunidad, Regreso... sería entendido como "el más severo acto de acusación que se haya escrito contra el régimen bolchevique". Esta propues­ta de lectura en clave abiertamente política, tan lejana de la utilizada por Victoria Ocampo, es desplegada por el propio comentarista en una coyuntura en que algunos de estos grupos comenzaban a mostrarse críticos de la experiencia soviética, como se indicó con anterioridad en este artículo. La revista realizó interpretaciones semejantes, publicando incluso artículos de intelectuales y dirigentes próximos a la oposición de izquierda o antiguos comunistas ahora críticos de Stalin, como Víctor Serge y Boris Souvarine, y el periodista americano Eugene Lyons. Así, el autor del comentario a la obra de Gide sostiene que "todo un inmen­so ejército de jerarcas, intelectuales y burócratas, aparece como una nueva clase social surgida de la revolución, no más digna que aquella que destruyó la revolución."46

Podemos observar, entonces, la repercusión de un libro en el mundo de los intelectuales argentinos, junto a dos esfuerzos, sin duda divergentes y casi antagónicos, por sugerir claves de lectura para él. Escritores sin militancia partidaria, y políticos embarcados en una empresa cultural exhibían una aten­ción similar hacia la producción del mismo autor europeo, pero halla­ban en ella motivos, temas y sentidos diferentes. Sin intentar aquí una interpretación del texto de Gide que cometiere la ingenuidad de ser más precisa o más fiel que aquellas de los años trein­ta, puede señalarse que tanto Regreso... como Retoques... fueron textos producidos por un autor que continuaba planteándose como miembro de amplio campo del socialismo y de la revolución. Desde allí, Gide desarrolla líneas de críticas fundamentales a la situación en la Rusia de Stalin: “temo que pronto vuelva a formarse una nueva especie de burguesía obrera satisfecha (y por ende conservadora [...]) muy comparable con nuestra pequeña burguesía”. Continúa Gide su planteo: “vemos volver a formarse ya capas de sociedad [...] no sólo de clase sino de una especie de aristocracia; aquí no hablo de la aristo­cracia del mérito y del valor personal, sino de la del bien-pen­sar, del conformismo y que en la siguiente generación se converti­rá en la del dinero". El régimen, entonces, está restaurando las condiciones –privilegios, desigual­dad, espíritu burgués– que la revolución había venido a abolir. El punto de partida que Gide plantea, insistimos, sigue siendo el de un "intelectual revolucionario"; en Retoques sostenía: que "la U.R.S.S. no es lo que esperábamos que sería [...]; ha traicionado todas nuestras espe­ranzas. Si no aceptamos que estas vuelvan a sucumbir, debemos ponerlas en otra parte" para agregar más adelante que "es extremadamente peligroso hoy ligar la causa de la Revolución a la Unión Soviética, lo cual, lo repito, la compromete.47

Como acabamos de indicar, estos esfuerzos por proponer interpretaciones sobre el libro de un autor importante y consagrado, allí donde el universo de la cultura se encontraba con el de la política; se relacionan en parte con ciertas características de la publicación que en este tramo del artículo hemos tomado como fuente principal. Tanto los plan­teos explí­citos de la Dirección como el tono general de la revis­ta revelan que ella no se concibe a sí misma como una publicación masiva; parece tratarse, en cambio, de un intento de llegada a dirigentes y activistas que disponen de ciertos recursos culturales que le son útiles para traducir y utilizar el material que la publicación ofrece. No es ésta una revista diseñada, por ejem­plo, para el militante barrial con escasa instrucción, como otras publicaciones que por la época existieron. Sin embar­go, en la sección que analizamos en este capítulo aparecen datos dispersos que sugieren que la posibilidad de existencia de un lector menos integrado a los circuitos del libro que el que seña­lamos también fue contemplada por Hechos e Ideas. Lo que sí resulta evidente es el esfuerzo ten­diente a modificar a aquel lector activista, a dotarlo de unas herramientas técnicas que le propor­cionaban los artículos económi­cos y políticos, y a contribuir a su "formación general" a través de las lecturas recomendadas, que lo acercarían al tesoro cultural del que disponían los propios redactores. De cara a ese otro lector anhelado, aun en la periferia del emprendimiento, la revista evidencia una voluntad pedagógica semejante a la que suele atribuirse a Claridad y otros emprendimientos de la izquierda y, más adelante, a muchas de las políticas públicas desarrolladas por el peronismo. Los artículos de fondo y los editoriales, además de la intervención de coyuntura, intentan aportar un cierto saber económico o sociológico; por su parte, la sección de crítica literaria está diseñada para poner al alcance de sus lectores radicales el núcleo de la biblioteca consagrada de los siglos XIX y XX, para distribuir entre ese público más amplio ese conjunto de obras tan apreciadas. Así, una y otra vez, la revista proclamó, con esperanza, que "llegará el día en que nuestras muche­dumbres supinas y frenéticas de las canchas de fútbol de hoy lean libros útiles". Apresurar esa llegada fue, también, un objetivo de estos militantes.48

5. Lecturas de conjunto, propuestas de interpretación

Si los tres frentes de investigación cuyos resultados se han expuesto en este artículo funcionaran como entradas eficaces al problema de las culturas políticas en la Argentina de los años treinta, al de sus relaciones, y a otros vinculados estrechamente con él –como el de las conexiones entre la vida cultural y la política y el de las identidades de los actores políticos– pueden plantearse algunas consideraciones que exceden las cuestiones y los casos aquí examinados, aunque están fundadas en el análisis de los mismos.

Una de esas consideraciones indica que las líneas de cambio y de permanencia en el universo político-cultural, tanto en un plano simbólico de mayor duración como en el de las posiciones de coyuntura que afectaron a identidades, tradiciones y culturas políticas, fueron confusas y se acompasaron muy pocas veces. Lo variable de la situación local y de los acontecimientos internacionales obligaban a las organizaciones y a los grupos culturales a la toma permanente de decisiones. Las visiones de fondo tendieron a moverse más lentamente que los rasgos más superficiales o periféricos, desde ya, y a veces ni siquiera lo hicieron. Atada al presente, la toma de posiciones se realizaba sin embargo utilizando herramientas intelectuales acuñadas previamente, y en las experiencias que analizamos –dado el perfil generacional aún vago que exhiben los elencos involucrados–, ello remite mayoritariamente a los años veinte. Es a su vez frecuente en la producción historiográfica referida a la Argentina del período, la tendencia a olvidar en el análisis que estas culturas políticas, como en cualquier otro escenario y momento, negociaron, disputaron y combatieron entre sí, transformándose y reorganizándose en función de esas querellas, de los movimientos de sus adversarios, de los resultados de esas pujas.

Coyunturas y cuestiones que revelan esta complejidad y se mencionaron en este artículo son los cambios en la mirada que ciertos grupos lanzaron a la experiencia soviética así como, en otros, el paso del antimperialismo al apoyo a Roosevelt, ambos ocurridos en la segunda mitad de la década. También el quizás más inestable asunto de la neutralidad ante la Segunda Guerra Mundial, en particular en el período 1939-1941, cuando no era sólo defendida por las fuerzas armadas, el nacionalismo o FORJA, sino además por buena parte del funcionariado nacional, el PC y algunos opositores connotados, por ejemplo.

Para estos momentos en los que los desplazamientos de superficie son evidentes y los más de fondo se insinúan, pero también para los derroteros de fenómenos que mostraron mayor continuidad, como los debates acerca del intelectual y su intervención pública, por ejemplo, se hace necesario contar con una cronología más precisa de las líneas de cambio. Si se toma la cuestión, por ejemplo, del momento en que los alineamientos políticos impactaron más directamente en el mundo cultural, se podría pensar que ello ocurrió a partir de septiembre de 1936, cuando sesionó en Buenos Aires el XIV Congreso Internacional de los PEN Clubs, o quizás en 1938 –siguiendo a Julio Irazusta que fija la ruptura allí– cuando tuvo lugar la transformación de la Junta de Historia y Numismática en Academia Nacional de la Historia y la creación del Instituto Juan Manuel de Rosas. Una secuencia temporal más ajustada permitiría obtener una imagen más precisa de la dinámica de aquellos procesos.49

En cuanto a la organización de lecturas del pasado y a los conflictos suscitados en torno a ellas –que se han vuelto importantes en estos años– se registra que para la cultura política comunista tuvieron lugar dos operaciones simultáneas y enlazadas: el reconocimiento de la nación como colectivo de cuya historia valía la pena ocuparse, y la construcción de una versión comunista de esa historia. El PC debió intervenir en un espacio donde grupos y tradiciones diversas, así como las agencias estatales, actuaban también; desde ámbitos más acotados, la producción de los historiadores de base universitaria también tenía alguna resonancia, cierto que módica, en el territorio mayor de la confrontación político-cultural. En torno a estos problemas, hemos indicado en otros trabajos que la concepción de que habría ocurrido un enfrentamiento cerrado entre historiadores revisionistas e historiadores oficiales debe reconsiderarse: dotar de eficacia a esa imagen, hacerla verosímil, fue una de las más evidentes y duraderas victorias revisionistas, que lograron poner en el centro del mapa, como parámetro para ordenar los bandos, a las posiciones que se adoptaban frente a Rosas. La construcción de una historia comunista de la nación, entonces, quedó opacada por esa versión recogida por buena parte de la historiografía posterior aunque, como se ha indicado, resulta evidencia de un fenómeno importante como lo era la integración –aún parcial– del PC al sistema político local.

Por su parte, también la cuestión del antimperialismo se torna importante a la luz de los asuntos estudiados. Vetas en el pensamiento de sectores cuya pertenencia política era múltiple, como aquellos demócratas radicalizados; impulso central en varios emprendimientos culturales; clave del diagnóstico comunista y, en la segunda mitad de la década y con otros sentidos, del nacionalista; apelación discursiva de los sectores antifascistas orientada a denunciar la acción de las potencias totalitarias. ¿Cómo debe concebirse el antimperialismo argentino de los treinta? Quizás una respuesta a este interrogante reclame el trabajo en un rango temporal diferente que comience a fines de la Primera Guerra Mundial para su tratamiento adecuado. O quizás sea necesario considerarlo una nota de mayor duración en una perspectiva que se extendiera, aun rápidamente, hacia etapas posteriores: el debate político durante los años peronistas, tanto en los argumentos del oficialismo como en los de la más importante de las fuerzas políticas opositoras, tuvo en la crítica del imperialismo una pieza importante. Todavía más allá, a fines de los años cincuenta la “traición Frondizi” y la revolución cubana, entramada en unas luchas de liberación nacional que se libraban buena parte del planeta, reactivarían tales impulsos. Si bien no parece atinado imaginar una cultura política de largo plazo organizada alrededor de la denuncia antimperialista, dado que, en particular a partir de los años treinta, son grupos muy heterogéneos en otros aspectos quienes la ejecutan, sí deben considerarse la extensión, la eficacia discursiva y de movilización, y la duración de estos argumentos en el debate político argentino.

Asociada a esta cuestión aparece la del nacionalismo. En principio, porque en los productos de la industria cultural y en el imaginario social quienes luchan contra el imperialismo han sido las naciones, quizás lospueblos, pero difícilmente alguna clase. En esa vulgata, el imperialismo suele quedar convertido en simple ocupación territorial, prepotencia de algún país poderoso o imposición de condiciones desventajosas en algún acuerdo. Pero también los argumentos más sofisticados de dirigentes e intelectuales antimperialistas, a pesar de la existencia de análisis más complejos y de las discusiones sobre la existencia de la burguesía nacional, o sobre sus capacidades para encarar las que se suponían sus tareas históricas, solían atribuir a la cuestión nacional un lugar crucial en sus reflexiones. En cuanto al nacionalismo de derecha, que utilizaba herramientas teóricas menos desarrolladas pero muy efectivas a la hora de la divulgación, era decisiva la noción de la traición de la dirigencia que no habría cumplido su misión, una misión que era precisamente nacional. Así, más allá de la consistencia de los argumentos, el imperialismo y su denuncia remitían a la cuestión nacional y en parte al nacionalismo. Este último ha sido un tema que la historiografía entendió relevante para la política y la cultura en los años treinta, tendiendo a ubicar simultáneamente en el centro de la cuestión a los grupos de la derecha nacionalista. Difícil de distinguir en el inicio de los conservadores más extremos, conquistaron el gobierno nacional con el uriburismo, mantuvieron cargos en el Estado y ganaron posiciones en la opinión pública durante el mandato de Justo, multiplicaron además sus organizaciones y varias tuvieron una presencia callejera notable que hacia fines de la década, en los más modernos, se tornaría búsqueda de destinos masivos, aun cuando no pudieron darse una conducción unificada. Sus ideas se expandieron en las Fuerzas Armadas y sus elencos se solaparon con los de los algunos sectores católicos.

Sin embargo, cabe intentar otro enfoque que agregue al examen fenómenos menos espectaculares y más pausados, ocurridos también por entonces: la extensión de posiciones nacionalistas en sectores políticos e intelectuales, pero también sociales amplios. No es este el nacionalismo de los grupos filofascistas; se trata en cambio de una tendencia más general y difusa que probablemente sea más antigua y que se expresaba, por ejemplo, en las aclaraciones tan frecuentes acerca de que el propio era el “buen nacionalismo”, o en las perspectivas de los cuadros técnicos de agencias estatales vinculadas a la cuestión territorial o a las relaciones exteriores. En un sentido, se trata del éxito de un modo nacionalista de dar cuenta de cuestiones importantes. Un episodio ocurrido en el Congreso en julio de 1941 puede ilustrar estos argumentos: se debatía entonces la creación de una comisión investigadora de las “actividades antiargentinas”, entre las que se contaba, para algunos diputados, las del nacionalismo y del revisionismo. “Estos nacionalistas”, varios de ellos simpatizantes del fascismo y del nazismo, decía en la sesión el diputado radical Raúl Damonte Taborda, “son profunda y totalmente antiargentinos. Son extranjerizantes, antinacionalistas y anticriollos”. Su intervención terminaba acusándolos de ser en verdad “seudonacionalistas a sueldo de los imperialismos extranjeros”. Los mencionados fervores patrióticos comunistas posteriores a 1941, así, se tornan menos llamativos y se inscriben en un clima general de debate político en el que todos los actores importantes desean ser auténticamente nacionales.

Apenas se ha mencionado en este artículo, al pasar, el tema del liberalismo argentino. Es preciso volver a insistir en que quedan pendientes investigaciones que retomen este problema, que si bien no determina por completo el cuadro de las culturas políticas, impacta en los derroteros de todas ellas. Reclamos por un nuevo liberalismo del que la noción de democracia sería complemento indispensable; exaltación de un pasado que hacía de esa tradición el núcleo de la nacionalidad, se la supusiera con centro simbólico en Mayo de 1810 o luego de la caída de Rosas, con la sanción de la Constitución; resignación de principios en función de cálculos electorales y tonos impuestos por la condición de liberalismo de gobierno, lo que ciertamente distingue a la situación argentina de muchas otras; todas estas son cuestiones –algunas abordadas parcialmente por la bibliografía– que siguen estando pendientes.

También debe volver a examinarse la cuestión de la relación entre las culturas políticas –no sólo las analizadas aquí– con el sistema de partidos. Entre los contendientes políticos con arraigo electoral significativo en varias provincias, lo que ameritaría, con cautela, atribuirles presencia nacional –a saber el Partido Demócrata Nacional, la Unión Cívica Radical Antipersonalista –ambos oficialistas- y la Unión Cívica Radical– no pueden hallarse más que destellos tenues de lo que según el canon debía ser un partido moderno, ya que se aproximaban más al modelo de federación de partidos provinciales –cuyas direcciones decidían sobre asuntos tan importantes como presentarse o no a elecciones provinciales–, a pesar de que la UCR en la oposición logró dotarse de un programa y hacer funcionar organismos colegiados nacionales.

Finalmente, el examen de los tres casos mencionados y las líneas de interpretación propuestas en estas conclusiones que descansan sobre ese mismo examen impugnan severamente la imagen tan asentada y resistente de los dos bloques trabados en una lucha excluyente. Como podía esperarse, y más allá de las interpretaciones de los protagonistas, los combates político-culturales en los años treinta fueron múltiples, los cambios en varias de las culturas políticas reconocibles tampoco están ausentes y, por otra parte, ellas no se ajustan con demasiada precisión a los perfiles de los actores del sistema político. Los límites de los varios contendientes son imprecisos, tanto en los elencos políticos como en los intelectuales. Si se toma nota de estas circunstancias, no sólo se podrán explicar más satisfactoriamente cuestiones importantes para el problema de las culturas políticas en los años treinta, sino que la presencia de fragmentos de prácticamente todas ellas en los dos bandos políticos enfrentados en 1945-1946, el peronismo y la Unión Democrática, dejaría de ser un fenómeno sorprendente.



Notas

1 En ese conjunto tan denso de obras que, desde 1956 y hasta comienzos de los sesenta se refirieren a los años treinta, de manera total o parcial, se cuentan trabajos de Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós, Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche, Milcíades Peña, Ricardo M. Ortiz, José Luis Romero y Alberto Ciria, entre otros. Los datos del trabajo de Darío Macor mencionado pueden consultarse en la bibliografía; remitimos también a Alejandro Cattaruzza (2015).

2 Se ha han señalado ya en varias ocasiones, las múltiples alternativas existentes para concebir las culturas políticas, e incluso algunos autores han entendido que la falta de discusiones sobre ellas constituye una deuda historiográfica. En este caso, lo utilizamos en el sentido que le otorga Jean-François Sirinelli cuando indica que ellas cuentan con una “visión del mundo compartida, una común lectura del pasado, una proyección hacia el futuro vivida conjuntamente”. Ella “toma cuerpo en el combate político cotidiano, en la aspiración a una u otra forma de régimen político y de organización socio-económica, al mismo tiempo que sobre normas, creencias y valores compartidos” (Sirinelli, 1997: 438)

3 En el número 3 de la revista radical Hechos e Ideas, de agosto de 1935, Mario E. Rébora publicó un artículo titulado "Una nueva democracia" (p. 248 a p. 252); en la página 51 figura la cita elegida para encabezar este tramo del artículo. Haremos referencia a la publicación y a algunas de sus características más adelante sobre la revista, consultar Ana Viriginia Persello (1992), y Alejandro Cattaruzza (1992).

4 Un ejemplo de la utilización de estas nociones para el ámbito francés se halla en Marcel Prélot (1962) en particular los capítulos tiulados “La democracia socialista”, en el que se analizan, entre otros, los planteos del llamado neo­socialismo frances y del socialismo humanista; y “La democracia radical”, en el que se atiende al solidarismo de L. Bourgeois, asumido por C. Bouglé. Véase también Pascal Ory (1987), en particular el apartado 4.3, llamado “La puesta en cuestión del modelo liberal”; los autores proponen, como concepto clave para el análisis de ese proceso, el de democracia, a pesar de que no utilizan la denominación mencionada. Uno de los subpuntos analizados es el keynesianismo. Sin embargo, es sabido que este tipo de denominaciones no puede dar cuenta de matices y cambios, y tiende a uniformar y fijar aquello que en los documentos se presenta heterogéneo e inestable. Remitimos también a los sugerentes planteos de Serge Berstein sobre los derroteros de la cultura política republicana en Francia entre fines de siglo XIX y la segunda posguerra (Berstein, 1998: 398 y 399). Hemos utilizado esta misma fórmula en Alejandro Cattaruzza (1994).

5 La cita, en Richard Morse (1982). Sobre los vínculos entre el reformismo universitario y la Unión Latinoamericana, sugerimos la consulta de Osvaldo Graciano (2008). Si bien la mención de los nombres de algunos de quienes habrían formado parte del sector no se alinea con nuestra intención de darle a este un tratamiento colectivo, ella podría contribuir a revelar algunas características. Sin incluir a los militantes apristas, se cuentan allí, en distintos momentos, Julio Barcos, Luciano Catalano, Atilio Cattáneo, Gabriel del Mazo, Luis Dellepiane, Arturo Jauretche, Francisco Capelli, Saúl Taborda, César Tiempo, Nicolás Olivari, Arturo Orzábal Quintana, José Gabriel, entre muchos otros.

6 En Hechos e Ideas, número 16, noviembre de 1936, p. 292.

7 En Hechos e Ideas, número 16, noviembre de 1936, p. 294 y 295

8 Antonio Zamora, "Una lección ejemplar", en Claridad, número 306-307, octubre-noviembre de 1936. Como es sabido, Zamora era en esos años director de la revista. Sobre Claridad, remitimos a Cattáneo (1992).

9 Ver Leandro Sessa (2015 y 2011) para la presencia aprista en los treinta y Patricia Funes (2006). Para la cuestión en la década anterior véase también Juan Manuel Romero (2015).

10 En Luciano Catalano, Plan constructivo del radicalismo, Buenos Aires, Laboratorio Social, 1933, p.184 y p.6.

11 Ver los siguientes números de Claridad: 308, de diciembre de l936; 309, de enero de 1937. Estos documentos han sido citados por Cattáneo (1992)

12 En Claridad, número 330, octubre-noviembre de 1938

13 Giustizia e Libertà fue creada entre fines de 1929 y comienzos de 1930 por antifascistas con orígenes socialistas y liberales, entre los cuales se contaban Carlo Rosselli, Emilio Lussu, Alberto.Tarchiani, Ernesto Rossi y Francesco Nitti entre otros; algunos de ellos habían participado en los primeros intentos por organizar medios de difusión opositores en la clandestinidad, y en opera­ciones resonantes como la fuga de Turatti de territorio italiano. Varios habían estado en prisión antes de fundar la organización. La actuación de Giustizia e Libertà en la lucha contra Mussolini fue destacada, tanto en el frente interna­cional, donde trabajó entre los exiliados, como en el interno, en el que realizó acciones clandestinas de propaganda y agitación. Ante la Guerra de España, la organización constituye una columna y luego participa del Batallón Garibaldi, que combate junto a los republicanos desde a­gosto de 1936. En el año 1942, el movimiento se integró al Partido de Acción, que formó parte del Comité de Liberación Nacional y se disolvió en 1947; sus fuerzas partisanas heredaron, en muchos casos, el nombre de Giustizia e Libertà. De acuerdo con algunos autores, Carlo Rosselli “preconiza un socialismo liberal [título de una obra del propio Rosselli], no temiendo unir dos términos hasta entonces opuestos”, promoviendo la instauración de una “democracia revolucionaria”. Véase Prélot (1971/1° edición francesa: 1962), p.723; también VV.AA.: Giustizia e Lieberta nella lotta anrifascista en nella storia d’Italia, Firenze, La nuova Italia, 1977.

14 En el sector del mundo político y cultural que analizamos, la inclinación natural fue al apoyo a la República durante la Guerra Civil. Algunos grupos, sin embargo, insistieron también en esa coyuntura en la mirada que anteponía la agenda nacional y latinoamericana a la europea. En una línea cercana a la que se insinúa por detrás del artículo de Luis Alberto Sánchez mencionado, entienden que el conflicto central no se libra entre fascismo y democracia, o entre potencias totalitarias y potencias democráticas, sino entre imperialismos que se visten de democráticos e imperialismos que son totalitarios. Norberto Galasso ha planteado, sobre la base de lo que parece ser una entrevista a Jauretche, o algún tramo de sus memorias, que en FORJA la cuestión de la guerra civil, -o quizás del silencio ante ella- suscitó discusiones que fueron luego prohibidas. Según el cuadro que propone Galasso, Jauretche era el más fervoroso en esa actitud, Scalabrini Ortiz la toleraba aunque tendía a inclinarse por la República, y Luis Dellepiane había encontrado su bando junto a los republicanos. Ver Galasso (2008:225-226). Según alguna información, radicales disidentes como Diego Luis Molinari y Atilio García Mellid, forjista, manifestaron también su apoyo al bando republicano. Es de interés la lectura del Cuaderno número 9 de FORJA, de octubre de 1939, titulado Conducta argentina ante la crisis europea, que es la reproducción de conferencias de Luis Dellepiane. Allí hay huellas de las críticas a la guerra como fenómeno social, al menos en el modelo de la iniciada en 1914, de las críticas al stalinismo por desvirtuar la revolución de octubre, de la simpatía por el bando republicano y de la mirada que dice anteponer los intereses argentinos y americanos a los demás. La proximidad con los argumentos del APRA es mucha; algunos de estos temas serán retomados en este artículo.

15 Pueden consultarse los números 1 (noviembre de 1939), 4 (febrero de 1940), 6 (mayo de 1940) y 7 (junio de 1940) de Timón, así como los números III (julio de 1941), VII (noviembre de 1941), IX (enero de 1942), X (febrero de 1942) y XI (marzo de 1942) de Pensamiento Español, donde se discute también el problema de las nacionalidades.

16 La frase es de Amaro Villanueva, intelectual y dirigente comunista proclive a la reivindicación de las culturas populares rurales y a su estudio, y aparece en Orientación, 5 de febrero de 1947, p.7, pocos años después del cierre de nuestro período. La cita figura en Aricó, La cola del diablo, Buenos Aires, Puntosur, 1988

17 El propio Berstein emplea también la fórmula “lectura significante, si no exacta del pasado histórico” (Berstein, 1992, p. 67) y Sirinelli alude a una “común lectura del pasado” (Sirinelli, 1998, p. 391)

18 Vale la pena considerar algunas otras cuestiones en torno a estos puntos. En principio, que no parece habitual en la Argentina la coincidencia estricta entre los partidos políticos y eso que solemos llamar cultura política, lo cual sólo correspondería según algunas perspectivas. En los años treinta, no sólo aquella posible cultura comunista estaba en proceso de constitución, sino que además los desafíos políticos fueron muchos e impulsaron algunos cambios. Por otro lado, en este tramo del artículo se han utilizado como fuentes principales las producciones más formalizadas: libros, revistas oficiales, discursos de intelectuales o dirigentes. Es cierto que hemos consultado también boletines de base y descripciones de actos de masas, pero en un lugar secundario. Es posible entonces que las visiones del pasado comunista que aquí se proponen estén sesgadas hacia los sectores con mayores recursos intelectuales y hasta materiales del partido; una investigación más en la base puede dar resultados matizados. Sugerimos la consulta de Hernán Camarero (2007) y Daniel Campione (2007); nos permitimos remitir también a Alejandro Cattaruzza (2012).

19 Sobre el episodio del himno, ver Buch, 199. La cita en Justicia. Órgano de los obreros y campesinos de Chacabuco, número 8, 15 de julio de 1927, p. 3, en AGN, Sala VII, Fondo PCA, legajo 3364; 20. La apelación al himno durante la etapa de neutralismo puede verse, por ejemplo, en Orientación, Bs.As., 23 de mayo de 1940, p. 2

20 En Aníbal Ponce: “Examen de conciencia”, en El viento en el mundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1939, pp. 15, 29 , 32 y 34, respectivamente.

21 Ver “Proyecto de tesis sobre el movimiento revolucionario de la América Latina”, en La Correspondance Internationale, febrero de l930. Véanse los argumentos de Liliana Cattáneo acerca de que elaborada por el bujarinis­ta Jules Humbert -Droz para América Latina fue resistida porque sus consignas podían ser confundi­das con las del APRA (Cattáneo, 1992:32).

22 Sobre las interpretaciones históricas de Ponce en estos años, véase Halperin Donghi (2003:127 y 130) y Oscar Terán (1986)

23 En Soviet, año II, núm. 7, Buenos Aires, 1 de agosto de 1934; p. 21 y 22

24En Hoy, número 4, Buenos Aries, 8 de octubre de 1936, p. 7

25 Ver respectivamente, Rodolfo Puiggrós, De la colonia a la Revolución, Buenos Aires, Ediciones AIAPE, 1940, p. 8 y Eduardo Astesano Contenido social de la Revolución de Mayo, Tomo 1, Buenos Aires, Problemas, 1941, “Plan de la obra”.

26 En Gerónimo Arnedo Álvarez, La unión nacional, garantía de la victoria. Informe rendido ante el Xº Congreso del Partido Comunista, realizado en Córdoba los días 15, 16 y 17 de noviembre de 1941 (Buenos Aires: Ediciones del Comité Central del Partido Comunista, 1941), 13, 14 y 75, respectivamente.

27 En Álvaro Yunque, “Echeverría en 1837. Contribución a la historia de la lucha de clases en la Argentina” en Claridad, XV, 313, Buenos Aires, mayo 1937, sin núm. de p.; y Orientación, número 44, Buenos Aires, 29 de abril de 1938, tapa.

28 Aún sin suficiente evidencia empírica, quizás estas presencias se relacionen con la existencia de un proceso posterior al período analizado, y vinculado también a la industria cultural, como fue el apoyo del partido a la música de proyección folclórica inclinada a la protesta social, tan clásica de los años sesenta. El fenómeno, que no fue sólo argentino sino que tuvo dimensión latinoamericana, llevó a varios de los músicos involucrados a un reconocimiento europeo importante.

29 La cita de Dimitrov puede consultarse en https://www.marxists.org/espanol/dimitrov/index.htm; la de Togliatti en Rinsacita, octubre de 1944. Roberto Tortorella ha llamado la atención sobre los argumentos de Dimitrov en Argentina: un pasado sin Bastilla. Rodolfo Puiggrós, la historia colonial e independiente y las tareas inconclusas de la revolución democrático-burguesa, ponencia presentada en las XIª Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia, Universidad Nacional de Tucumán, septiembre de 2007.

30 Sobre esta etapa de González Tuñón, remitimos a María Fernanda Alle (2011).

31 La fórmula “libros útiles” está tomada de una cita utilizada en este mismo tramo del artículo.

32 Sobre este asunto se sugiere, para los sectores de izquierda cercanos al comunismo, la consulta de Saítta, (2001).

33 Acerca de la revista se sugiere la consulta de Persello (1992) y Cattaruzza (1992).

34.El elenco parcial de obras comentadas que presentamos a continuación hace evidente la amplitud y heterogeneidad de los temas, géneros y autores atendidos; se consigna sólo autor y título de la obra: Nitti, F. La banca­rrota del capitalismo; Rosentock-Franck, L. La economía corporativa fas­cista doctrinal y práctica; S. Zweig. R.Rolland: el hombre y la obra y El cordero del pobre; [Krishnamurti]: Krishnamurti en Auc­kland; Cahn, A. Cuentistas de la Alemania libre; E. Espinosa Altamirano, An­torchas de rebelión. Poe­mas; G. Marañón, Enrique IV de Casti­lla; Papini, G., El hombre acaba­do; Wells, H.G., Breve historia del mundo; Ludwig, E, Masaryk y Bismark; Gálvez, M. Historia de arrabal; Amorim, E. El paisano Aguilar; Pedroni, J. Diez mujeres; Tiempo, C. Sába­domingo; Gabriel, J. La fonda; George, H: La cuestión obrera; Bagú, S.: Mariano Moreno; Mann, Th., Carlota en Weimar; Bioy Casares, A. La invención de Morel; Castelnuovo, E., El arte y las masas; Croce, B., Historia de Europa en el siglo XIX; Barcos, J., Almafuerte, el genio profético.

35 Puede considerarse, aunque no hemos hallado evidencia empírica, que ambas revistas publicaran en ocasiones el mismo comentario bibliográfico. De verificarse esta circunstancia, no alteraría los argumentos que se han expuestos, ya que la decisión de publicarlo, más allá de la exclusividad, es la auténticamente significativa.

36 Acerca de la dimensión generacional en las culturas políticas y su importancia, remitimos a Berstein (1998, pp. 399 y 403) y a la bibliografía allí mencionada.

37.Ver Ginzburg (2010). Leonardo Sciascia ha trabajado también la cuestión en La sentenza memoraible, de 1982. Una trama semejante inspiró también otra película, esta vez americana, ambientada en la guerra civil y con menores méritos cinematográficos, titulada Sommersby, de 1993.

38.Ver S. Zweig, El mundo de ayer.Autobiografía (1942), p. 212.

39.Como señalamos más adelante, el tema de la identidad amenaza­da, perdida, y aún ofrecida, atraviesa buena parte de las obras que refieren a la vida en el frente; Sin novedad en el frente, de Remarke, y El fuego, de Barbusse, constituyen buenos ejemplos.

40.En Hechos e Ideas, año II, 1936, p.224.

41 Hemos señalado que la novela parece haber tenido una acogida particularmente favorable, al menos en cuanto al público: entre 1933 -año de su aparición-, y 1935, había sido traduci­da a unos 14 idiomas. En Buenos Aires, la editorial Avance la publicó en 1934, para reeditarla en 1936; todavía en 1965, Losada realizó una nueva tirada. También hay ediciones aparecidas en Santiago de Chile y en Montevideo, ambas de 1935. La obra de Silone titulada Un viaggio a Pariggi fue también publicada en Buenos Aires por la editorial Imán en 1935, el mismo año de su aparición en alemán; a su vez, Vino e pane (1937) se imprimió en Buenos Aires con el sello de la editorial Avance, en 1938. Creemos que estos datos son elocuentes respecto a la circulación de los textos de Silone en los medios urbanos rioplatenses. En los ambientes internacionales, Trotsky había señalado que "merece una difusión en millones de ejemplares"; también K. Radek la aplaudirá en el Congreso de escritores sovié­ti­cos de 1933, mientras los hombres de Giustizia e Libertà soste­nían opiniones similares –Ver Mariani (1967)–. A esta recepción no es ajeno, naturalmente, el compromiso político del autor: Silone –seudónimo de Secondo Tranquilli- fue miembro del Comité Central del PC I hasta su alejamiento, que tuvo lugar, entre 1927 y 1930, sospe­chado de troskista. Hacia 1940 formará parte del Centro Estero del PS I; más adelan­te, su trayec­toria incluyó un cargo de diputado en la Asamblea Constitu­yente de 1946, afiliándose al Partido Socialde­mócrata en 1949. Más allá de su itinerario posterior, que incluyó un acercamiento al pensamiento cristiano, y permitió la apro­piación en un sentido "anti­soviético" y "atlantista" de algunos de sus trabajos en el contexto de la guerra fría, en la segunda mitad de los años treinta parecía ser un referente intelectual importante del anti­fascismo radical. Por su parte, Lázaro Liacho, el comenta­rista de la obra, había par­ticipado de la experiencia de Los pensado­res y Claridad, revistas vincu­la­das al grupo de Boedo. Ocasio­nalmente publicaba poesías que un intelectual como Álvaro Yunque juzgó de "de­nuncia social". Durante el peronismo, colaboró con César Tiempo en el suple­mento cultu­ral de La Prensa, mientras ésta se hallaba en manos de la CGT, y continuó publicando comentarios bibliográfi­cos en He­chos e Ideas, en su etapa peronista. A fines de los años cincuenta integraba el comité de redacción de Davar, la revista de la Socie­dad Hebraica Argentina. Los datos consignados en Mariani (1967:22 y ss. y 87 y ss) y AAVV, (1960).

42 Las citas corresponden a las páginas 89, 90 y 91 del número 1 de Hechos e ideas

43 En Hechos e Ideas, año III, número 26, enero-febrero de 1938, p. 104.

44.Ver, al respecto Aznar Soler (1978, p.139 y siguientes).

45 Victoria Ocampo, "Al lector", en André Gide, Regreso de la U.R.S.S.; Buenos Aires, Sur, 1936; p. 6.

46 Ver Hechos e Ideas, año II, número 18, enero-febrero 1937; 108. El comen­tario está inicialado por "A.P."; probablemente se trate de Aldo Pechini. Si se tratara de Pechini, conviene tener en cuenta que fue director de la publicación Documentos del Progreso, junto a Simón Scheimberg, entre 1919 y 1921, publicación destinada a la información y análisis de los sucesos soviéticos. Luego fue, en los veinte, dirigente del bloquismo sanjuanino. Las publicaciones de Souvarine, Serge y Lyons, en el númro 34, de octubre de 1939.

47 En las ediciones citadas de Regreso, p. 59 y p. 60, y de Retoques, p. 65 y p. 108 respectivamente.

48 En Hechos e Ideas, año 5, número 35, p. 251, enero-febrero de 1940.

49 Se sugiere la consulta de Mazoni (2009) para un análisis de la reunión de los PEN Clubs.


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Fecha de recibido: 1 de septiembre de 2016
Fecha de aceptado: 2 de octubre de 2016
Fecha de publicado: 14 de octubre de 2016

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